Desde el principio se perfilaba así, pero conforme ha avanzado el tiempo, se ha tornado más evidente que al presidente López Obrador lo acompaña una obsesión, que incluso lo distrae de la tarea principal, la de encabezar la toma de decisiones de política pública que coloquen a México y los mexicanos en una mejor ruta de desarrollo. Esa obsesión es que los historiadores, y sobre todo, los libros de texto de historia de México, lo coloquen junto a Miguel Hidalgo, José María Morelos, Benito Juárez, Francisco I. Madero o Lázaro Cárdenas en esa narrativa sobre los grandes personajes que forjaron a México.
Por eso, a menudo nos sorprendemos porque en lugar de estar atendiendo un problema serio que aqueja a determinado grupo social o bien haciendo frente a una situación de crisis por la que atraviesa alguna región del país, lo vemos encabezando algún acto o difundiendo un video desde la soledad de su oficina presidencial cuyo propósito es difundir reflexiones con las que busca influir en la forma de pensar de los mexicanos sobre distintos aspectos porque -desde su óptica- fuimos víctimas de eso que él se ha empeñado en encasillar como “el neoliberalismo”, que habría introducido distorsiones o generado desviaciones, en la conducta de millones de mexicanos, conforme a su forma de ver e interpretar el mundo.
En ese afán, continuamente lo escuchamos citar pasajes de la historia de México en los que alguno de estos líderes históricos habría destacado por haber articulado alguna reflexión sobre determinado desafío por el que nuestra nación atravesaba en ese momento determinado. Un papel central en esta narrativa ha tenido las reiteradas referencias que ha hecho a “Los sentimientos de la nación”, ese legado no sólo político sino también moral que José María Morelos y Pavón dio a conocer en la apertura del Congreso de Anáhuac en Chilpancingo, el 14 de septiembre de 1813. Ese es uno de los documentos de principios políticos y de gobierno que más venera López Obrador.
La Guía Ética para la Transformación de México que dio a conocer en la conferencia mañanera del pasado 26 de noviembre pareciera inscribirse en esa obsesión de trascender en la historia de México como un personaje que no sólo gobernó, sino también que heredó a los mexicanos un conjunto de principios morales de tal peso que se convirtieron en un faro de conducta para las nuevas generaciones de mexicanos. Guardadas las proporciones, parecería ser un intento del presidente López Obrador por construir lo que a la postre podría considerarse como una nueva versión de los principios que plasmó Morelos en “Los sentimientos de la Nación”.
Ahora bien, el problema es que esa búsqueda afanosa de su papel protagónico en la historia de México, además de tratar de emular hechos o legados de los personajes que admira, López Obrador también acude a los ejemplos de lances similares que otros líderes latinoamericanos, nada admirables por cierto, que recurrieron al romanticismo de plantear principios éticos para, según ellos, reconducir el destino de sus sociedades. Ahí está el caso de Hugo Chávez, que en septiembre de 2006, cuando buscaba su reelección al cargo de presidente de Venezuela, dio a conocer su “Proyecto Nacional Simón Bolívar, Primer Plan Socialista”, en el que entre otras cuestiones, planteó la necesaria “refundación ética y moral de la Nación Venezolana”.
Pues bien, de ese Plan Nacional que incluyó una serie de nuevos principios éticos para los venezolanos, derivó un segundo plan, en 2013, llamado “Plan de la Patria, Segundo Plan Socialista de Desarrollo Económico”, considerado en ese momento ya como un legado de Hugo Chávez, que recién había fallecido y había sido sucedido por Nicolás Maduro. Lo anterior lo cito, para que no haya sorpresas sobre cuál puede ser el destino de una nación a la que se pretende convencer de que los nuevos escenarios de prosperidad pasan necesariamente por un replanteamiento de los principios éticos de sus habitantes.
En la exposición de motivos de ese Segundo Plan, publicado en diciembre de 2013, el gobierno de Venezuela presumía que gracias a las políticas públicas basadas en ese replanteamiento ético impulsado por Chávez, ese país se ubicaba en la posición 72 del ranking del Índice de Desarrollo Humano, publicado por Naciones Unidas. En 2018, después de tantos errores y obsesiones que han destruido el futuro de los venezolanos, Venezuela había caído al lugar 96 en el ranking de este indicador.
Esto debería ser referencia suficiente para que el presidente y su equipo tengan claro que más que inspirarse para darle a los mexicanos una nueva guía ética sobre cómo ver la vida y cómo comportarnos entre nosotros, lo que necesitamos es un equipo de gobierno que concentre sus esfuerzos en enmendar los errores en materia de política económica que ya se cometieron y buscar generar un ambiente menos estridente, que reduzca de manera sostenida el nivel de confrontación que se ha creado, que permita liberar el esfuerzo creativo de millones de mexicanos que ayude a que nuestro país pueda crecer con orden, y sí, bajo mejores mecanismos distributivos de la riqueza. De nada servirá cualquier esfuerzo moralizador que tenga como consecuencia no sólo el estancamiento de nuestro país, sino peor aún, un importante retroceso, que abrirá espacio a la frustración de millones de mexicanos, que lo último que les interesará es cuál será el papel del presidente López Obrador en los libros de historia.