Ser incorruptible, sin duda, es un gran mérito. La honestidad no sólo debe ser un atributo de los servidores públicos. Todo individuo que se respete —quien tiene amor propio, quien se valora a sí mismo— considera inaceptable incurrir en corruptelas.
Reiteradamente, el presidente Andrés Manuel López Obrador asegura que él, a diferencia de sus antecesores, no es corrupto, y que, dado que es un ejemplo de incorruptibilidad para todos los servidores públicos, su gobierno abatirá la corrupción en México, con lo cual se contará con mayor cantidad de recursos económicos para llevar a cabo sus programas.
Dado que se asume como incorruptible, el Presidente reparte dinero sin reglas que permitan saber el criterio de la repartición y adjudica obra pública sin la correspondiente licitación. Por lo visto, las normas de transparencia sirven para evitar la corrupción y él, ya se sabe, es incorruptible: ¿por qué tendría que sujetarse a regla alguna?
Incluso los comentaristas que están en total desacuerdo con la mayoría de sus decisiones parecen convencidos de que, si bien comete numerosos dislates y toma abundantes medidas perjudiciales para el país, la corrupción no es uno de los extravíos del Presidente.
Ser incorruptible, sin duda, es un gran mérito. La honestidad no sólo debe ser un atributo de los servidores públicos. Todo individuo que se respete —quien tiene amor propio, quien se valora a sí mismo— considera inaceptable incurrir en corruptelas. Es deshonroso realizarlas: quien las practica no se tiene en alta estima.
Escrito lo anterior, me pregunto: ¿todas las acciones del Presidente están libres de corrupción de tal manera que él podría arrojar la primera piedra a los corruptos a quienes tanto fustiga verbalmente? ¿No es acaso corrupción la referida adjudicación de obra pública sin licitación?
¿No es corrupción el pago de 45 mil millones de dólares por la cancelación de la obra del nuevo aeropuerto internacional? Porque cualquiera puede hacer con sudinero lo que se le antoje, incluso arrojarlo por una alcantarilla, pero el dinero pagado por la cancelación, una cifra estratosférica, es el de todos nosotros, los contribuyentes.
Esa cantidad podría haberse aplicado, por ejemplo, a los servicios de salud, que se han visto deteriorados dramáticamente por los recortes presupuestales. Seguramente de algo hubieran servido esos dólares con los que se pagó —¡con dinero ajeno!— un capricho incomprensible.
¿No es corrupción la burla de la consulta pública en virtud de la cual se decidió esa cancelación, dado que sólo participó, cuando mucho, el uno por ciento de los ciudadanos (digo cuando mucho porque algunos votaron hasta cinco veces) y no hubo ninguna garantía de limpieza en cuanto a la emisión, el resguardo y el conteo de los votos?
¿No es corrupción recortar brutalmente los recursos y el personal de los hospitales públicos para emplear ese dinero en dádivas con propósitos clientelares y en obras onerosas —Santa Lucía, Dos Bocas, tren maya— desaconsejadas unánimemente por los expertos?
¿No es corrupción entregar a las mafias sindicales el control de la educación de los niños cuyos padres no pueden pagar las colegiaturas de las escuelas particulares, condenándolos a no ser destinatarios de la preparación que se requiere para competir sin demasiada desventaja en el mercado laboral y para la formación humana integral?
¿No es corrupción haber eliminado el apoyo a las estancias infantiles salvo a las del Partido del Trabajo (PT) por la única razón de que es un aliado político, a pesar de que la Auditoría Superior de la Federación detectó irregularidades en su operación? Los 800 millones de pesos que recibirá el PT son equivalentes al 40% de lo que ha sido quitado a más de 9,300 estancias.
¿No es corrupción la mentira, decir “yo tengo otros datos” como burda coartada para no reconocer las cifras de homicidios que proporciona el Sistema Nacional de Seguridad Pública o asegurar que se han creado más empleos que en el pasado inmediato en contradicción con los datos del Inegi? ¿O presentar como una victoria el humillante acuerdo con Estados Unidos sobre migración, cuyo origen fue el incumplimiento de acuerdos secretos previos?
No son los únicos ejemplos, pero el espacio se me acaba. Los que aquí se han apuntado son claramente casos de corrupción. ¿Me equivoco? No hay una corrupción buena y una corrupción mala. Toda corruptela es inaceptable y quebranta el honor —cualidad que lleva al comportamiento digno respecto del prójimo y de uno mismo— de quien la lleva a cabo.
Este artículo fue publicado en Excélsior el 18 de julio de 2019, agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.