Este texto fue publicado originalmente el 1 de abril de 2016, lo abrimos de manera temporal dada su relevancia periodística.
La influencia de Wolfgan Amadeus Mozart en Ludwing van Beethoven fue tan decisiva, como la de Ígor Stravinski en Milan Kundera.
En la primera relación constato la cima aspiracional que el compositor austriaco le representó al muchacho alemán (que desde pequeño fue acicateado por su propio padre para emular las proezas del Mozart) tanto en la esfera emocional como en la creativa: las primeras de las 32 sonatas de Beethoven tienen la impronta de Mozart y luego innovó la sonata al esquema dramático y unido que le conocemos. Por cierto, cuenta la leyenda que durante un encuentro que ambos prodigios tuvieron en Viena, luego de escuchar una improvisación de Beethoven, Mozart exclamó: “¡Recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo!”, no sé si eso fue cierto, pero me gusta imaginar que sí, y desde esa imagen proyectar la emoción que sintió aquel hombre de ropa desaliñada y cabellos desperdigados. (Festejo la escena ahora mismo mientras oigo la Quinta sinfonia –que le debe tanto a la Sinfonía número 40 de Mozart).
Hablo de un influjo similar al que Stravisnki tuvo en Milan Kundera, un devoto de la música desde su más tierna infancia (por lo que también ha dedicado espléndidas piezas a Mozart y a Beethoven). En el caso particular del artista ruso, la revisión (y síntesis) creativa del pasado lo condujo a inventar sus propias melodías, sus armonías y sus tiempos, y ello significó una fuente de inspiración contínua en el escritor. Se entiende: la formación de Kundera en su niñez incorporó a Bach, Mozart y Beethoven, además de Janácek y más tarde Stravisnki, y ello le permitió ganarse la vida cuando sus obras fueron prohibidas en Checoslovaquia: como se sabe, además de elaborar cartas astrales para una revista donde no aparecía su nombre, Kundera al piano tocaba jazz. Una lectura pormenorizada de la admiración de Kundera por el compositor ruso se halla en el ensayo “Los testamentos traicionados”. Ahora solo me importa subrayar la obcecación de ambos creadores –Stravisnski y Kundera– por la originalidad que resulta de mirar las creaciones del pasado (es notoria la influencia que tiene Dostoievski en el perfil de los personajes del novelista o James Joyce en la creación de sus atmósferas).
Milan Kundera sostiene que la originalidad de Stravinski está en que éste construye, a partir de interpetar a los otros, una inventiva propia, así reinventó el ballet, por ejemplo. Algo similar ocurre con “Jacques y su amo”, que es un homenaje del escritor a Diderot, homenaje, repito, no reiteración o aliteración: vías alternas de interpretación, reconocimiento, polfonías con las historias de amor proyectados por el hombre del Siglo de las Luces y asimilados por Kundera desde su propia concepción de la vida (mucho más pesimista que la de Diderot, por cierto). Y ya en el camino de la influencia que he advertido anoto que “La lentitud” no se explica sin ese esfuerzo que en la música realizó Stravisnki (y que lo conformó como uno de los personajes más influyentes del siglo pasado). Eso es “La lentitud” en su estructura: hacer coincidir varias historias personales del pasado y el presente, entre el torbellino de la vida cotidiana, la peluca emblemática del romanticismo y el piafar de un caballo que anda lentamente. Ahora mismo recuerdo la novela mientras escucho “Pájaro de fuego” de Stravinski.
La creación entonces, comprende un ejercicio de memoria. En “El Libro de la risa y el olvido” (donde emula la estrategia de Chopin, que es la composición pequeña que no necesita de pasajes a-temáticos) Kundera señala que Franz Kafka fue el profeta del mundo sin memoria. Tiene razón, Kafka dio forma a un universo donde el individuo mira su entorno a través de mirarse a sí mismo y, en tal reconocimiento, emprende sus anhelos. Pero, cuidado, evitamos confusiones, dice el escritor, “Porque ¡Kafka no sufrió por nosotros! ¡Se divirtió por nosotros!”; creo que la capacidad de Milan Kundera para comprender eso, lo convirtió a él en el profeta de un mundo sin humor.
Como ocurre con Kafka, creo que a Kundera tampoco se le ha comprendido, al menos no en su envergadura más amplia. Así lo dice Kundera:“Si alguien me preguntara cuál es el motivo más frecuente de los malentendidos entre mis lectores y yo, no lo dudaría: el humor”. Donde sus lectores han visto una trama política, por ejemplo en “La Broma”, el escritor delineó una historia de amor hilvanada en el humor; ya lo señaló el propio escritor: “el novelista que escribe una novela para ajustar cuentas (ya sean cuentas personales o ideológicas) está destinado al total y asegurado naufragio estético”). Ah, el humor: “el rayo divino que descubre al mundo en su ambigüedad y al hombre en su profunda incompetencia para juzgar a los demás; el humor la embriaguez de la relatividad de las cosas humanas; el extraño placer que proviene de la certeza de que no hay certeza”.
La ausencia de memoria del mundo se muestra, vaya paradoja, en el asiduo recuerdo con el que se olvida la obra de Kafka –entre la ignorancia y la pose– al reducirla a un extraño bicho entre escarabajo y cucaracha, o al emplearse el término “kafkiano” para referirse al universo extraño. La desmemoria diluye el universo de Kafka tan lleno de humor y a veces construido sobre la base del humor, solo tengamos presente que escribió “América” sin haber pisado el continente y basándose sólo en Dickens, y que “El Castillo” no existió ni de manera similar en algún rincón de la tierra.
Si las palabras ignorar y añorar provienen de una misma raiz, como sugiere Kundera en “La ignorancia”, podemos ignorar la prosa versatil de Kafka, su sentido del humor y la capacidad para proyectar a sus personajes desde la propia introspección, o esa aventura (además de Joyce) para pisar los primeros terrenos del erotismo en la novela del siglo pasado. También sumido en el olvido, Kafka puede ser el santo patrono de los neuróticos o los histéricos. Pero aún sumidos en el dolor de la ignorancia podemos intentar adentrarnos, en esos momentos en que la prosa de Kafka “levanta el vuelo y se convierte en canto”, como dice Kundera, en la melodía con sus silencios de los cuerpos fundidos, el crimen que K acepta haber cometido agobiado por quienes lo acusan o en el hombre que pierde la conciencia entre el destino y el camino, son sólo algunos de los senderos con los que irrumpe como si fuera una sinfonía de Beethoven
No obstante en la memoria “hay momentos en que la prosa de Kafka levanta el vuelo y se convierte en canto”, la melodía de la entrega de los cuerpos fundidos, el crimen que K acepta cometer agobiado por quienes le acusan o el hombre que extravía la conciencia entre el destino y el camino, son algunos de los senderos con los que irrumpe, impetuoso, como una sinfonía de Beethoven. De este modo, al comprender que no podemos dejar atrás a Kakfa, lo empezamos a añorar, sobre todo en su vuelo por la libertad individual. Y para ello, como dice Kundera, “no hay más que un único método para comprender las novelas de Kafka: leerlas como se leen las novelas”
“La fiesta de la insignificancia” es la constatación de que el mundo olvida al instante en tanto que “La Broma” (su primera novela, que es por cierto, una sátira) le dice al mundo que, con la invasión del ejército ruso, olvidó una vez más (como en ese eterno retorno que tanto le ocupa a Kundera) que nada debe situarse, y este es otro punto de coindiencia con Franz Kafka, por encima de la libertad individual. Pero hay que repetir: literatura de Kundera tiene en el humor su impulso vital, y en el reconocimiento de los otros y sus entreveramentos –malentendidos, pasiones, autoegaños y mentiras– la estructura para delinear sus obsesiones -la tierra donde nació, el amor, los celos y otros intercambios lúbricos y lúdicos– así como sus reflexiones: el erotismo, la literatura, el siglo de las luces y, claro está, la música.
Con aquella formación, hubo una vez, a mediados de los años sesenta, en que un hombre dispuso de su yelmo y su lanza al combate del mundo indiferente, y es que, como él señaló, “cada uno de nosotros teme desaperecer desoído y desapercibido en un universo indiferente y por eso quiere transformarse a tiempo en un universo de palabras”.
Todos estos años después sabemos que el escritor lo consiguió: se transformó en universo de palabras y ha sido escuchado en este mundo indiferente.
Recordemos que Kundera fue expulsado del partido comunista y que los rusos prohibieron sus obras en su propio país, Checoslovaquia, y ahora imaginémoslo de nuevo ganándose la vida tocando el piano en alguno de los cafés escondidos de las calles de Praga. Lo pienso en estos momentos como el célebre músico que con tanto humor dibujo en “La despedida”, esta vez huyendo de algún deveneo amoroso del mismo modo a como corría despavorido Tomás, el personaje suyo que al fin pudo soportar la levedad de aquel ser tan abrasador como el sol en otoño. (Es curioso: Stravinski incursionó en la literatura y la poesía cuando más arreciaron las críticas contra él. También salió de su país cuando ocurrió la revolución bolchevique y vivió en la misma ciudad donde se alojó Kundera: Francia)
Ahí está Kundera frente al piano, en algún café de la Plaza Wenceslas. Es extraño, pero no lo escucho tocar a Stravisnki, en realidad, no lo escuchó tocar, sólo miro sus dedos cómo se deslizan frente al piano mientras agacha a cabeza, frunce el ceño y desliza su lengua entre los labios. Parece una escena de cine mudo. El escritor cierra los ojos y se diluye entre las imágenes que le llegan a la cabeza, al ritmo de la música. Entonces surge entre las calles una mujer delgada de estatura mediana, su cabello lacio y negro lleva el ritmo de su andar ligero. Kundera abre los ojos y la mira; no deja de tocar y no deja de verla. Ella hace lo mismo. Conoce al escritor y él a ella, tan es así que él balbucea su nombre, Teresa, le llama. Ahora la describe con su pluma imaginaria: trae un bolso colgado del hombro con una correa larga y en la mano izquierda un libro, le parece al escritor que es “Ana Karenina”, de Tolstoi. Sus miradas se vuelven a encontrar, veo a Teresa y a Kundera sonreirse bajo la mirada celosa de Tomás, que la espera en la esquina. Teresa se despide del escritor levantando la mano izquierda, con aquel donaire que ocurre entre los amigos entrañables.
Ahora se oye la música. Kundera toca jazz y acompaña al ritmo con un feliz entrecerrar de ojos y un dulce rostro que nos recuerda que él, es un escritor.