La arquitectura oficial ofrece claves de la forma en que un país es gobernado. Cuando Los Pinos se convirtió en museo la ciudadanía descubrió que en esos cuartos la vida privada transcurría como una obra pública. ¿Cómo vivir ahí sin secretarias ni asesores?
Ahora que el escenario está vacío y sólo ostenta espléndidos cuadros de pintura mexicana, reunidos bajo un lema afortunado (De lo perdido lo que aparezca), resulta difícil imaginar muebles que lo vuelvan acogedor. Para empezar, habría que decorarlo con demasiadas cosas, todas ellas de considerable escala. En los enormes salones no hay modo de que destaque un perchero ni de que alguien se fije en la foto de la abuela o los seis elefantes de cristal en una repisa. Ese ámbito es cuestión de Estado; al entrar a una recámara sería más natural encontrar una estatua que un peluche.
La mayor parte de la construcción se hizo cuando la modernidad tenía forma de cubo. El Presidente y su familia vivían en una caja de dimensiones colosales. Al visitarla, el huésped sentía la magnificencia del poder, reacción lógica ante una alegoría de la dominación. Lo extraño era que el inquilino principal aceptara voluntariamente estar en un sitio donde parece una profanación usar pantuflas.
La extrañeza del edificio comienza por su tamaño. Todo excede a la estatura del mexicano promedio. Las puertas de dos metros son perfectas para la etnia tutsi; ahí no predomina lo grande sino lo grandote.
“Con usura no hay casa de buena piedra”, escribió Ezra Pound. La magnitud de Los Pinos no se explica por la especulación inmobiliaria; otra clase de aspiraciones entraron en juego para acumular y ampliar recintos sin que ninguno fuera entrañable. ¿Esa falta de medida y de buen gusto provocó las decisiones que ahí se tomaron?
Los jardines son tan espléndidos que deprime volver adentro. Es cierto que no faltan signos de confort; la cocina puede preparar un desayuno íntimo para doscientas personas y la sala de cine es envidiable, pero el escenario no invita a “estar ahí”, sino a tener una reunión de gabinete.
Se dirá que ésa es, precisamente, la función de un dignatario. Sin embargo, desde Séneca sabemos que el arte de gobernar también depende de encontrar momentos de relajación. A despecho de su bucólico nombre, Los Pinos no fue sitio de reposo. La recámara principal da a la Rotonda de la Reforma, presidida por un busto de Juárez. ¿Es posible conciliar el sueño a unos metros del Benemérito y su estricto corte de pelo? No dan ganas de dormir sino de escribir un memorándum.
Vicente Fox, el Presidente más apto para desconectarse de los asuntos públicos y de la realidad, prefería pasar el tiempo en un búngalo agradable, pero no es un buen ejemplo.
Los reyes, los papas y algunos líderes contemporáneos habitan palacios y mansiones donde un ala se aparta por completo de los usos oficiales; una zona de retiro, atractivamente disminuida. No encontré nada similar en Los Pinos, donde todo infunde solemnidad. Una herrería recorre la inmensa escalinata y desemboca en el escudo nacional. Adiestrado en los usos de la burocracia, el visitante piensa que ahí los cuartos no están numerados sino foliados.
¿Las medidas que tomaron nuestros presidentes se debieron a esa morada desmedida? ¿Fueron felices en un hogar a prueba de señas particulares, donde ningún adorno podía imprimir un toque personal? Seguramente, el trajín del trabajo y el cumplimiento de sus órdenes les brindaron satisfacciones, pero no me refiero a eso, sino a la dicha que puede proporcionar una casa.
Compartí estas observaciones con un amigo y contestó, con toda razón, que no tengo mentalidad de Presidente. Agregó que cualquier espacio de ese rango me parecería desagradable, lo cual es falso. Uno de mis edificios favoritos es el Palacio de la Alvorada, diseñado en Brasilia por Oscar Niemeyer. Por desgracia, hoy en día esa impecable estética no influye en las decisiones de Jair Bolsonaro.
¿Hay políticos refractarios al entorno y otros dispuestos a recibir las lecciones del espacio? ¿Si hubieran vivido en la sobria elegancia de una casa de Luis Barragán nuestros presidentes se habrían equivocado menos? Imposible saberlo. Lo cierto es que Los Pinos revela una de las muchas paradojas de la vida mexicana: el más codiciado de los espacios no necesariamente valía la pena.
Este artículo fue publicado en Reforma el 28 de enero de 2022. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.