Desde pequeño me disgustan los sermones. Ahora mismo no sé cómo pude soportar las admoniciones de mi abuela Talita sobre lo que me podía pasar si no comía la sopa de habas, o las de mi mamá, que me hacía estudiar para que yo no fuera como su hermano, que era un vago sin oficio ni beneficio, o los catecismos de mi papá, a quien le encabronaba mucho que yo fuera rojillo. Del padre Ojea ya ni les digo, allá en la iglesia La Conchita, ubicada en la calle de Belisario Domínguez de Ciudad de México; sus penitencias eran enormes y sólo porque yo había hecho cosas tan leves como romper la ventana del departamento de doña Concha con un chute igual a los de Carlos Reinoso o por haber visto disimuladamente los calzones de Elizabeth, la niña más bonita de mi escuela.
El caso es que ya se imaginarán ustedes lo que siento cuando escucho o leo esos regaños de quienes quieren salvar al mundo para que hablemos como ellos dictan y escribamos “el” y “la” o la ya famosa x para que el lenguaje tenga equidad de género y gente como el padre Ojea no nos sitúe en el cadalso de la santa inquisición. Pamplinas.
Intuyo que hasta aquí vamos bien, ustedes lectores y yo, pero quizá los problemas empiezan o, para decirlo de manera suave, la polémica inicia cuando, luego de advertir que no quiero sermonear a nadie, afirmo que, habitualmente, proferimos dichos o sentencias que expresan nuestra cultura machista e incluso, disculpen ustedes, misoginia. La base de lo que sostengo es ésta: asociar la relación sexual, y en particular la penetración, como acto de sometimiento o humillación de la otra u otro que es penetrado, vale decir, cogido, chingado. Derrotado.
Ustedes lo han presenciado y, creo, todos hemos dicho algo similar a esto: “¡Pero qué metida de verga le dieron a las Chivas!”, por poner un ejemplo, con lo que se pretende sostener que la escuadra rayada sufrió una derrota estrepitosa, o cuando se dice que tal o cual político, finalmente, “dio las nalgas” a su adversario y cedió en tal o cual cosa, la que sea, como si dar las nalgas fuera humillante y recibirlas, la antítesis, es decir, la odisea del triunfo. Desde luego, esto sucede a menudo con las mujeres y también con los homosexuales (y entre los heterosexuales como expresiones para mostrar que uno tiene superioridad sobre el otro, para citar otro ejemplo futbolístico, porque al América le van “los putos”).
Ese tipo de actitudes se consideran tan normales que cuando alguien advierte su significado, regularmente la respuesta es de rechazo, bien porque la observación se considera exagerada o bien porque, en efecto, a quienes las profieren les parece que sí, que horadar es una victoria y que ser “embestida” o “mamarla” implica sometimiento. No exagero entonces si afirmo que, al normalizarse estos patrones de conducta, la mujer o el hombre que son cogidos son, en el menor de los casos, prenda de orgullo del cazador y, en el peor, cabeza que pende en la pared del victimario para el escarnio de los de los otros, la hoguera de la doble moral (en el hombre tener el pito grande es virtud, pero si una mujer u hombre “se la come toda” son denostados; por eso, en el fondo, esa cultura machista escupe al cielo).
Estos patrones de conducta tienen una base social vigorosa. No importa lo atractivo que en sí mismo sea el falo, y el disfrute que con éste puedan tener hombres y mujeres, según sus preferencias (advierto que me remito al pene por la cultura falocéntrica, aunque, en realidad, el disfrute sexual implica al cuerpo entero). Sin pretender molestar al prójimo, opino que algo ha de tener de linda la verga como para que millones la disfruten, hombres y mujeres, y que darle ese placer al cuerpo (una minúscula parte de ese placer porque ya dije que el pene no lo es todo) no implica sometimiento. Si a mí me regañara el padre Ojea por decir esto, yo le diría que si de vigor se trata seguro existen más traseros hospitalarios o vulvas vigorosas, fuerza sexual para decirlo rápido, que pueden dejar en la anemia al sexo enhiesto más encabritado o pretencioso, y que no por ello le implica una humillación al guerrero derrotado.
Estoy convencido de que estos ojos que han de ser cenizas reposando en alguna urna escondida entre los olvidos de mis familiares, nunca verán un cambio contundente, pero sí atestiguarán pocos y pequeños, aunque significativos pasos en favor de la equidad que rebasen por la derecha al fanatismo feminista y rebasen por la izquierda la óptica conservadora y machista que creen que la verga es el centro del universo (en todo caso, sin centro no podríamos hablar del universo).