Las paradojas de la felicidad

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La felicidad e una aspiración y, al mismo tiempo, una entelequia que por su calidad de inalcanzable adquiere la apariencia de una burla, de una falsa imagen, de una fantasmagoría mutable e inasible, o, como opina Pascal Bruckner de un deber.

Tal vez por ello, en su transcurso temporal, la felicidad como realidad y concepto ha variado su forma y los medios para ser alcanzable. Nuevamente Bruckner: “la felicidad puede tener una historia. Ésta se resume en la manera en que cada época y sociedad perfilan su visión de lo deseable y separan lo agradable de lo intolerable”.

En la antigüedad clásica podía pensarse que alguien era feliz por su capacidad de hacer acopio de placer y alejarse del sufrimiento físico o emocional, ya fuera por medio de la acción o del pensamiento. En la Edad Media esta visión cambió por completo: era feliz quien podía alcanzar una sensación de gozo a partir, justamente, del padecimiento. En esta visión de la felicidad estaba involucrado un profundo sentimiento religioso que partía de la idea de que el acceso al cielo solo sería posible al cruzar “la puerta estrecha”, o de otra manera: al trascender las dificultades de la vida y hacerse merecedor de la gracia divina, al convertir el sufrimiento en dicha.

Con la entrada a la modernidad, durante el Renacimiento, la felicidad fue un camino que se recorrió en medio de obstáculos, sufrimientos, tristezas y padecimientos, con el objetivo de alcanzar la sabiduría o la santidad, pero, sobre todo, la individualidad. Si bien para llegar al estadio de alegría era necesario superar una senda de dificultades, gozar de las posibilidades celestes supuso recorrer un camino de ascenso que tuvo su inicio en un subterráneo cubierto de lava volcánica y cuyo clima dependía de la intensidad de las llamas que cubrían paredes y cavernas o de los ríos ardientes que transitaban mojando los pies de los penitentes.

En siglos posteriores, durante la etapa ilustrada, la felicidad se midió conforme a parámetros diversos, ya no en función del deber sino del bienestar que era posible a través de la actividad personal. En este momento, la felicidad era un objeto que se conseguía por la conjunción de la sabiduría, la capacidad de adaptación a las circunstancias y el ejercicio de una racionalidad enfocada a fines. Ser feliz estaba vinculado, así, a la noción de obtener beneficios materiales o espirituales y su opuesto en ser víctima de los males que afectaban a la especie humana.

Sin embargo, lo cierto es que aún esa visión de las cosas no impidió que el sufrimiento, la maldad o la tristeza se impusieran como sentimientos dominantes, al existir como una sombra inquebrantable sobre la posibilidad de ser felices y convirtiendo ese sentimiento (ser feliz) en una suerte de escapismo ante la fatalidad que en sí misma significaba la vida. Tal vez por ello, como resultado de la Ilustración y del pensamiento revolucionario, se pensó en la felicidad como una forma de dar fin a la desdicha, a través de la construcción de un artificio: transformar la aspiración de ser feliz en un derecho.

Al momento que esta situación alcanzó algún tipo de consistencia, como la posibilidad de que todas las personas fueran igualmente felices a partir de un mandamiento legal, esta circunstancia pasó por alto que nadie podía acceder a una felicidad homogénea, si antes la desigualdad no era vencida de forma eficaz. Hasta ese momento, el postulado de la felicidad y la habilitación de su ejercicio se convirtieron en promesas falsas y ausentes de contenido, sino antes de su reconocimiento no existía una posibilidad real de llevarla a la práctica, como parte de los derechos que formaban el catálogo ciudadano de derechos y libertades, de acuerdo con las prescripciones del canon liberal.

Sin embargo, esa ideología no permitió la consolidación de la felicidad como sentimiento, tampoco como libre aspiración menos como posibilidad de estar eternamente alegre, y abrió la compuerta para que se convirtiera en un artículo de fe derivado de la implantación de una ideología política, que estaba vinculado con el reforzamiento de una visión del mundo que involucraba la forma en la que se satisfarían las necesidades básicas, en el plano de una economía capitalista, conforme a una lógica “de dejar hacer y dejar pasar”, sin más límite que lo que establecían las capacidades individuales.

En ese escenario de una economía de la felicidad, el individuo se sujeta a una falsa idea de autonomía y, entonces, la aspiración a la felicidad se transforma en una obligación de ser feliz, de modo que “toda nuestra religión de la felicidad tiene como motor la idea de dominio”, pues si en el escenario del liberalismo capitalista se pone en juego una maniobra: cada quien es garante de su propia felicidad, a partir de una decisión libre e individual, del mismo modo la imposibilidad de ser feliz es consecuencia de un acto de voluntad y no de las circunstancias, pues en ese ámbito, la vida no es sino la consecuencia de una situación individualmente definida. En este contexto, “las estadísticas que difunden y los modelos que pregona suscita una nueva raza de culpables, ya no los sibaritas o los libertinos, sino los tristes, los aguafiestas, los depresivos” (Bruckner).

A consecuencia de los postulados de la modernidad y la posmodernidad, la felicidad se transforma de aspiración en derecho y de derecho en deber, así su contenido se transforma hasta desaparecer, como una secuela de la sensación que se experimenta al sentir dolor, insatisfacción o tristeza. No es casual, por ello, que, frente a la obligación –el deber– de ser feliz, Huxley pensara en el soma como vía para obtener la felicidad y Orwell su opuesto: un novedoso panóptico en donde se castiga al infeliz, a quien después de una observación atenta, de una vigilancia y un control impenitentes se ubica en el cajón de la tristeza, enemiga de la sociedad de la satisfacción y de la individualidad del hombre feliz.

En la sociedad digital el imperativo de la felicidad adquiere una cara distinta a la del gran hermano que observa, se inmiscuye en la vida de las personas y condiciona todos los aspectos de la vida cotidiana de acuerdo con mecanismos de estímulos y respuesta. En la nueva sociedad dominada por las redes sociales, el internet y la comunicación de teléfonos inteligentes, ya no es necesario un “gran hermano” que todo lo observa. En este escenario el sujeto observado se desnuda y se pone a la vista de todos, es un mono desnudo antes de quedar despojado de sus ropas antes las presumió, las modeló, e hizo el deleite de quienes en una foto digital lo observan sonreír, broncearse, comer y, en algunos casos hasta copular.

En la sociedad digital la obligación de ser feliz ya no es un simple deber o una culpa, en caso de no alcanzar el éxito: es una expiación pública que se sufre al contar los pocos likes después de subir una foto al cyberespacio o la derrota que experimenta el twitero poco popular o el youtuber sin audiencia cuando exhibe su vida y a nadie le importa que lo haga. En la sociedad digital la felicidad se representa en una red social, así como el fracaso o la pérdida, que se ajusta a las reglas de lo efímero al condicionar la alegría a un pulgar arriba y las reglas atemporales de la decepción, que no tiene signo que la identifique ni una apariencia inequívoca, solo un sentimiento: el mismo de siempre, que no ha variado con las épocas ni las modas ni los momentos históricos, pues así como la felicidad ha mudado su cara, la tristeza mantiene su apariencia original, la del primer día, la del último día.

Autor

  • Rodolfo Lezama

    Nació en México D.F., en 1974. Escritor de oficio, especialista electoral por necesidad, inconforme por decisión. Egresado de la Facultad de Derecho de la UNAM y del Diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha publicado cuento, ensayo literario y reseña musical en diversas revistas y periódicos culturales, así como artículos especializados en materia electoral. Escribe de forma habitual en la revista Voz y voto. Actualmente trabaja una saga narrativa sobre el viaje literario.

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