La primera vez que hablé con Rogelio Villarreal fue por Facebook —¿acaso hay para nosotros millennials, otra forma de socializar?—, nos escribimos para tocar el tema de Heidegger y su relación, explícita o implícita con el nacionalsocialismo, un autor, como su apellido supone, alemán, del siglo pasado, considerado una de las voces más prolíficas de la tradición filosófica contemporánea. En fin, me gustaría darles los detalles completos del célebre germano, pero eso nos llevaría una cátedra y aquí estamos para divertirnos. Esta anécdota viene a cuenta porque leí en Villarreal, desde las primeras líneas, a ese hombre comprometido, con lo que Huchín llama en el prólogo del libro que ahora presentamos, la honradez, que no es otra cosa, que como lo define la RAE, que la integridad al obrar, un estilo de vida que supone cierta uniformidad entre lo que se cree, se escribe y por supuesto, la conducta que se manifiesta.
En esa serie de inbox de carácter fugaz, pude leer a un Rogelio preocupado por la congruencia, por esa coherencia que el intelectual, y sobre todo el cronista, el periodista, habrían de tener entre el montón de palabras que sueltan cotidianamente en noticieros, libros y prensa —y sus convicciones personales—. ¿Cómo tragarse las palabras de tantos que negocian con la mano izquierda, pero terminan cobrando con la derecha, o a la inversa?, ¿Cómo seguir al pie de la letra la obra de un filósofo alemán, que despreciaba desde la intimidad y en sus cartas a colegas judíos, dándole la espalda a su mentor judío que tanto lo apoyó, para después aceptar la rectoría de Friburgo, un cargo manchado con la etiqueta nacionalsocialista, y paradójicamente, defender en sus obras una filosofía de un carácter neutral, desde la cual no se puede hablar ni de razas, géneros o nacionalidades? Sin embargo citar otros ejemplos de incongruencia, está de más, y hasta aquí ya me he indignado lo suficiente.
Esta guerra contra la supremacía moral, contra esos golpes de pecho que muchos periodistas —y políticos— divulgan en el discurso, pero que alejadamente llevan en la práctica, es la que ha librado Rogelio Villarreal a lo largo de sus artículos de opinión, crónicas e investigaciones periodísticas. Esta lucha por la honradez y la congruencia, fue lo que en lo personal comencé a admirar de nuestro autor, aunado a su intempestivo carácter.
El hilo conductor de ¿Qué hace usted en un libro como éste?, es una muestra más de esta lucha contra el oportunismo intelectual, aunque ahora emitido desde una trinchera diferente, desde la subjetividad: a partir del bello recurso literario de la ficción y la autobiografía, tejido con la libertad narrativa que sólo da el escribir desde la primera persona.
¿Qué hace usted en un libro como éste? es resultado de una profunda “biblioterapia”, de un Rogelio que se sumerge en su pasado, nadando hasta el fondo de su infancia, encontrando ahí los primeros destellos que lo llevaron a interesarse por el periodismo, por la escritura. Recordando la obsesión de su abuelo por contarles las leyendas del viejo Torreón y su naciente interés por la crónica; la insistencia de un padre editor por fomentar en el pequeño Rogelio la pasión por el mundo intelectual, su férrea militancia por la izquierda —con la cual nuestro autor sí mostrará una distancia crítica—, el odio hacia cualquier dogmatismo impuesto por la religión: Mira como son feas las mochas, sentenciaba ante las puertas de cualquier templo católico la voz paterna. Pero también ese otro mundo, uno más afable; en este caso representado por la beldad materna, un tanto alejado de la imperiosidad libresca. El mundo familiar, que puede o no llevarse con lo intelectual, que puede o no ser de interés de cualquiera, y que en el caso de no serlo, tampoco se juzga.
El libro de Rogelio Villarreal también nos traslada a ese oscuro sitio de la memoria donde se resguardan las antipatías. En alguna de sus historias escribe sobre los odios, esos que en él siempre han sido de índole pasajera y los que somos fieles seguidores de sus redes sociales —sabemos que cuando la inconformidad frente a alguna postura, o mensaje—, habita el ánimo de Rogelio, no tendrá reparo en expresarlo públicamente, entregándose a acaloradas discusiones, que jamás renuncian al dialogo sostenido en argumentos, pero en las que muchas veces sus interlocutores sucumben ante la escasez de estos o porque finalmente polarizan el dialogo, radicalizando sus juicios.
Villarreal narra que el odio de su vida fue un odio jovial hacia una exnovia con la que estuvo alrededor de ocho meses, misma que añoraba vivir como pequeñoburguesa y exigirle pagar las cuentas del supermercado aunque ella ganara tres veces más, una mujer que se asemejaba más a un Señor Feudal, que a otra cosa. En alguna ocasión ambos viajaban en el transporte público, cuando en un alto un pobre hombre corría hacia la caja de monedas del chofer, robándole algunas, acto seguido el chofer iría tras él propinándole una tremenda golpiza. El hombre yacía ahí con la cara hinchada y las manos llenas de sangre, mientras que todos en el autobús, incluso la novia de Rogelio, festejaban el “acto de justicia”. ¡Bravo chófer, muy bien!, coreaban mientras veían al pobre hombre llorar de dolor, no conforme con la golpiza, ahora un policía lo jalaba de los cabellos para subirlo a una patrulla. Rogelio cuenta que ese mismo día corrió a esa novia del departamento, y que nunca había sentido tanto odio por una sola persona en toda su vida, por una mujer sin sentimientos, sin compasión.
Los odios de Rogelio no son gratuitos. Rogelio aboga por causas justas. Pero esas causas no son justas tan sólo por estar sustentadas en una petición de Change, o por ser referidas como tales desde la pluma de un periodista mesiánico. Así como partirle la cara a un hombre por robar unas cuantas monedas, someterlo a la burla desalmada —aunque la ley diga que está cometiendo un delito— los medios utilizados para castigar al ladronzuelo son totalmente injustos y hay que tomar distancia frente al grito inquisitivo de los “justos”. De igual manera, no podemos hacer juicios homogéneos de aquello que es justo o injusto a partir de versiones unilaterales de los hechos.
Dice Rogelio que un periodista, un cronista, tiene que atacar todos los frentes, para así tomar, una postura imparcial. Su compromiso es con la verdad, no con la militancia. Su compromiso es con mantener un ánimo sereno, neutral, escribir con la razón, no con las vísceras; sólo así se consigue una versión justa. Sin omisiones, sin sacerdocio social, pero sobre todo sin falacias. Sin ese recurrente accesorio de la mentira que elucubra una serie de intereses, que van desde canonizarse como autoridad moral, hasta legitimarse para ser portavoz de algún tipo de proselitismo político, beneficios egoístas, ajenos a eso que alguna vez se quiso reconocer como periodismo.
¿Qué hace usted en un libro como éste?, es una obra pensada desde ese “yo”, que ante el desbordamiento de experiencias que no puede contener una sola memoria, se fuga en quince historias de matices profundos y emotivos, dejando testimonio de lo vivido por Rogelio en su pasado. Las crónicas ultrajantes de nuestro autor, merodean el estilo del ensayo crítico, de las notas personales y hasta podría decir, que de la más pura narrativa literaria, dejándonos estampas de la cotidianidad de Villarreal, mezcladas siempre con ese acento polémico y reflexivo, que tanto se goza de él. Porque no son historias construidas para el mero deleite estético, sino que, por muy sutil que sea, asumen una postura, una preocupación. Porque como lo dije desde el inicio, Rogelio es un hombre que no se queda callado, es un hombre de convicciones, que defiende su punto de vista así le cueste amistades —espero nunca ser una de esas pérdidas—.
Y no es por nada, pero después de leer el libro de Rogelio, he de confesar que sentí mucha envidia, esa que sólo puede expresar alguien joven y con tan limitada experiencia como yo bajo la siguientes palabras: “¡Uf, él sí que ha vivido!”.