La presidencia de López Obrador sí puede significar una restauración del autoritarismo como régimen nacional.
Aunque mucha gente de todos tipos no lo entiende (ni lo entenderá), hoy no existe en México un régimen político autoritario sino un régimen democrático de baja calidad, que nunca se consolidó realmente. De baja calidad y de vida menguante gracias a uno de sus muchos componentes actuales: el gobierno federal autoritario de AMLO, gobierno que nació democráticamente desde dentro de la democracia nacional pero que se desarrolla autoritariamente contra dicho régimen. Digamos, un hijo asesino en potencia, un gobierno matricida por aspiración y en crecimiento. Específicamente, el mayor riesgo obradorista es una reedición –de origen personalista- del autoritarismo priista como régimen preciso: sistema electoral gubernamentalizado, no independiente ni competitivo, sistema de gobierno presidencialista metaconstitucional (o fácticamente casi aconstitucional) y sistema de partido hegemónico o alguna estructura antipluralista parecida. Es la opción autoritaria más “natural” y eficiente, menos trabajosa y pesada que otras sin tierra ni antecedentes. ¿Por qué? Por el pasado y la cultura de López Obrador, combinados con sus intereses de poder como presidente.
Esa restauración/reedición no ha ocurrido, puede ocurrir. Y puede ocurrir mediante lo que ya existía –e impidió la consolidación y limitó el proceso democrático a la supervivencia-: el deterioro institucional, en este caso la situación secuencial en que X instituciones democráticas formales e informales pierden eficacia, legitimidad o incluso toda vigencia. A ese deterioro contribuyó López Obrador desde 2006, entre muchos otros actores de todos los partidos, y está extremando su contribución presidencial.
Una de sus aportaciones autoritarias causó ayer mismo que otro poder del Estado, la Suprema Corte, sumara un costal de arena al deterioro democrático. ¿Un costal? ¡Un arenero! No quiero exagerar y no exagero: la declaración falsa de constitucionalidad de la “consulta popular” sobre “enjuiciamiento a ex presidentes” es en sí misma deterioro institucional, y de tipo suicida, porque valida judicial pero anticonstitucionalmente un medio populista-autoritario para un obvio fin político-electoral inmediato y funcional para un fin priista-antidemocrático-antiliberal mediato, que no es otro que la indivisión de poderes. Avalaron que en otras ocasiones se usen tales medios para tales fines, por y para el capricho de un hombre. Esto, no más y no menos, es lo que ha otorgado al Ejecutivo de AMLO la mayoría de ministros encabezada por Arturo Zaldívar. Parece que el señor ministro no se da cuenta, pero ha permitido el paso: con sus “argumentos” coproduce el efecto de que la Constitución ya no es políticamente vinculante para López Obrador como presidente –ya vio que no tiene por qué ser su primer marco para hacer política ni su último freno al hacerla sino que puede ser su rehén o su juguete.
La democracia no ha muerto, enfaticemos. No se ha instalado un símil sistémico del priato, el gobierno de AMLO no se ha transformado en el régimen de México a imagen y semejanza del PRI, porque el INE democrático sigue en pie y Morena no es partido hegemónico. Por un lado, el INE está bajo asedio obradorista pero no bajo control presidencial; por eso hay que cuidarlo… Por el otro lado, la construcción de una hegemonía partidista es un proceso complicado que requiere tiempos largos para concretarse y verificarse (el PRI nació como PNR en 1929 pero se volvió hegemónico hasta después de 1946); aunque para que haya régimen autoritario no es necesario que Morena sea hegemónica sino que el sistema de partidos pierda competitividad y pluralidad al ganarse partidismo proEjecutivo en el sistema electoral. Lo que es un hecho es que se está deteriorando a favor del autoritarismo la institucionalidad relativa a la presidencia de la república y el sistema de gobierno democrático presidencial. Y eso, exactamente, puede ser tanto la ruta como el vehículo para deteriorar/obradorizar/autoritarizar gradualmente los otros dos (sub)sistemas del régimen bien entendido.
Así pues, la vida de nuestra democracia es peor y más precaria, más difícil y más incierta, más insegura, desde hace un día. La Constitución ha recibido un golpe duro y bajo: ha sido desprotegida y despreciada por una mayoría de quienes tienen el deber de sostenerla. Ignorada por motivos de grilla y poder elemental como en los peores tiempos del priismo, cuando se le alababa en exceso y se le violaba por todos lados todo el tiempo. El riesgo de muerte “democonstitucional” ha subido.
La cosa pública tiembla y retiembla. Pase lo que pase, sea cual sea la posibilidad que se concrete, la Historia no olvidará, no olvidará seis apellidos, de la A de Alcántara a la Z de Zaldívar.
Nota sobre la consolidación democrática
Hace muchos años que descarto el uso mecánico y total de la teoría estándar de la consolidación democrática y propongo (hasta ahora sobre todo al practicarlo analíticamente) usar el deterioro/no deterioro institucional como variable independiente y principal. Usar esa variable no sólo para investigar la desconsolidación y quiebre de las democracias sino también para investigar su consolidación o no consolidación. Por tanto, como alguna vez hice muy sucintamente en la revista Este País, he propuesto que la democracia mexicana, producto de la transición que niega el obradorismo, no se consolidó sino que ha estado deteriorándose pero sobrevivido o ha sobrevivido pero deteriorándose. La consolidación democrática implica que la democracia sobreviva pero sería más que la sola y simple supervivencia… México y sus paradojas: tuvimos la oportunidad de luchar para consolidar una democracia y no atorarnos en la mera supervivencia por lo electoral, hoy se tiene que luchar electoralmente para no perder la oportunidad de que la democracia sobreviva. Esta es la nueva condición indispensable para todo lo demás.