Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
La lluvia, Jorge Luis Borges (fragmento).
Es lo simple, es lo cotidiano, es el realismo de dos mujeres antagónicas pero unidas por las circunstancias: el privilegio y la pobreza, ¿no es eso México? Es un mundo femenino marcado y determinado por lo masculino, ¿no es eso México? El barrio de la Roma es esa tierra con la herida abierta, acuosa y sísmica, que cauteriza continuamente. Escenas concretas ensambladas a través de metáforas por las cuales desfila, suena, se siente nuestro surrealismo mexicano que trastoca una muertecita1 de juguete que se dobla sobre la banqueta a la salida del cine y una Cleo que impasible llora, en la misma banqueta, la muerte del amor.
Simbólicas y elocuentes imágenes que inician en el agua que corre sobre las baldosas del patio (un avión en movimiento se refleja en el charco), hasta los pasos que elevan y destierran a través de escaleras metálicas exteriores, a la mujer que ha limpiado esas mismas baldosas pobladas de mierda y que al final de la película se dirige al lavadero a cielo abierto de la azotea (otro avión pasa mientras ella sube) donde sus manos tallarán la ropa de los otros. Un mundo que desvela la intimidad de la protagonista con el agua y con el movimiento: fluir, simplemente; una gota sobre otra en el fregadero después de lavar los trastos; la “lluvia que ciega los cristales”2 o la que cae dura en forma de granizo; mojar, purificar, nutrir, limpiar; la fuente de ella se rompe; la marea, el devenir; el sueño de volar (como los aviones).
La película es parsimonia, quizá como la vida de antes, antes de los celulares y de las computadoras personales. “Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?”: frase qua da inicio a la novela Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, situada también en la colonia Roma, dos décadas antes de la “Roma” de Cuarón. La narración es pausa. Porque se toma el tiempo para detenerse en los pedazos de un jarro de barro que derrama su pulque viscoso sobre la tierra, lo que preludia la fuente rota de Cleo; o porque permanece unos segundos en una mano al volante que ostenta la autoridad máxima para entrar en su casa, mientras una sirvienta3 le abre la puerta y la otra detiene al perro, con el grandísimo sacrilegio de no haber limpiado la mierda de ese día, lo cual provoca que los neumáticos se ensucien con la consecuente furia del médico-proveedor. “Roma” es el retrato de un instante, de una clase social, de un México autoritario que se rasga desde el poder político supremo hasta el pequeño poder doméstico. Lo que aún ocurre en este país socavado por abismos e injusticias sociales y por la corrupción política. Lo mismo que, por cierto narra Pacheco, aunque en el marco de historias diferentes que translucen ciertas semejanzas. El desencanto amoroso de dos mujeres adultas en la “Roma” de Cuarón y el primer amor, doloroso, de un niño en Las batallas en el desierto.
“Roma” es un montón de detalles blandos y aburridos (dirían quienes no les gustó). Méndiga cotidianidad que desmenuza una realidad morosa pero no acartonada, con los sentidos a flor de piel y los sentimientos engarzados a estos, escenario pleno de riquezas afectivas pero también de conflictos que pudren la realidad. Es una cinta de claroscuros filmada en un bien pensado “blanco y negro contemporáneo”4, que no sólo remite al pasado y lo añora sino que lo nombra de nuevo matizándolo en una amplia escala de grises. ¿En qué tonalidad recordamos, en cuál soñamos, en cual quedamos al desnudo? “Roma” es memoria en cada detalle de luces y de sombras, en cada contraste, en cada mínima alegría, en cada sonido, en cada silencio, en cada canción, en cada murmullo de agua, en cada gesto. “Roma” es rincones y horizontes, un triciclo replegado en el patio, dos mujeres abrazadas, azoteas con tinacos de asbesto y antenas torcidas, campos de lodo y polvo, una hacienda y una ciudad perdida, aquella sala cinematográfica inmensa, ollas de aluminio traqueteadas por el uso, trolebuses que ya no existen pero de los que aún se conservan algunas vías como huellas extraviadas, jaulas con pájaros cobijadas al atardecer y libreros de bisagras horizontales que se acomodan a la soledad de los muros, un perro que brinca sobre el portón cuando escucha la llegada de alguien. “Roma” es lo que fuimos. Algún presente que mira, sin querer, hacia atrás.
Más allá de su lúcida iconografía, la retrospectiva de Cuarón también desestabiliza y te arranca un trozo de paz cuando los libros quedan en el piso porque el señor se llevó los libreros; o cuando Cleo vuela a los sótanos, en aquella hacienda desquiciada, para brindar al estilo que los de arriba ignoran; o cuando ella misma mira con amor benévolo los trazos marciales de un halcón desnudo; o cuando una por una son apagadas, por la última mano (la de Cleo), las luces de una casa que quedará a oscuras. O cuando Cleo y Pepe, el niño más pequeño, se acuestan sobre el tragaluz de vidrio grueso que llega hasta la azotea, porque juegan a estar muertos, mientras la cámara eleva poco a poco su mirada y enfoca un tendedero de ropa ajena, recién lavada, colgada y aún goteando, sostenida por unas pinzas de madera que ya casi han desaparecido.
“Roma” es lucha y es amor y es desesperanza y es sonrisa escondida y fuerza liberadora. Es memoria5. Es un triángulo infinito que provoca vínculos indisolubles. “Roma” es conductora de la muerte y alma de la vida. Es un lugar que tiembla. Roma es libertad, para Cleo y para Sofía, porque las salva de ellas mismas, de sus cadenas, aunque paradójicamente han de permanecer casi en el mismo lugar, pero solas. Quizá felices. “Roma” es la cinta fílmica de los olvidados de los setentas, de un modo de vida característico de esos años. Aunque “Roma”, podría ser mucho más que una época, un barrio, una familia, un país. “Roma” es la morada que habitamos, el terruño donde todo se origina, donde se sobrevive a golpes de lo que se es y también una azotea (un cielo) donde se sueña y se canta, a ritmo de un radio de baterías, mientras un avión pasa.
¡Gracias Cuarón!
Por Ana Luisa Martínez del Campo Rangel
1. Esqueleto que baila y muere, sin hilos, a las órdenes del vendedor.
2. Jorge Luis Borges, La Lluvia en Obra poética, EMECE: Colombia, 1998.
3. Hoy trabajadora doméstica.
4. Entrevista a Alfonso Cuarón, 23.11.2018: https://expansion.mx/tendencias/2018/11/23/alfonso-cuaron-explica-por-que-roma-se-grabo-en-blanco-y-negro
5. L. P. Hartley, The Go-Between, “The past is a foreign country; they do things differently there.”, epígrafe de Las batallas en el desierto, José Emilio Pacheco, Ediciones Era: México, 2011.