Últimos días de febrero y primeros de marzo de 2020. El mundo de ayer vivía sus estertores. Unos pocos lo anticipaban. Yo no.
Había vivido la epidemia de influenza de 2009 en desafiante ignorancia –nunca dejé de ir a trabajar, de asistir y convocar a juntas, de saludar de mano y de beso, y jamás usé un cubrebocas, que se me figuraba un artefacto absurdo–, tanto como para juzgar la restricción de actividades una extravagancia de las autoridades. Las pandemias me sonaban, como a la mayor parte de Occidente, a cosa superada y medievalosa.
Reviso la agenda. El 18 de febrero de 2020 volaba ida y vuelta a Guadalajara. (Último viaje.) El 19 celebraba tres reuniones de trabajo al hilo en mi casa. El 25 daba una conferencia en la claustrofóbica –y a la sazón repleta– Sala Adamo Boari de Bellas Artes. A partir de marzo las citas empiezan a escasear pero todavía hay cierta actividad presencial. El primer Zoom está registrado el 13, y el 17 la última junta en una oficina, en la que recuerdo el primer saludo de codo y los últimos besos en la mejilla. Ese mismo día fue mi última visita a un restaurante. A partir del 18 (salvo citas médicas, veterinarias o –¡ay!– funerarias), todo han sido Zooms.
¿Qué pasó? Que leo tres periódicos mexicanos y tres extranjeros. Y que ello me ha llevado a la lectura de papers científicos y libros. Que hablo con gente, incluidos médicos, periodistas y administradores públicos. Que sé que ignoro muchas cosas pero creo en el conocimiento y en la evidencia. Y que, a partir de ello, alrededor del 18 de marzo de 2020 me quedó claro que algo andaba muy mal con el mundo: una pandemia, enfermedad espectacularmente contagiosa, con riesgo especialmente grande para el hipertenso que soy y la diabética que vive conmigo, y que nuestra mejor protección contra ella es el cubrebocas. Aprendimos la lección: nunca nos lo quitamos ya fuera de casa.
Rememoro esto hoy sólo a título de ejemplo. Mi tránsito por la pandemia comenzó con una gran ignorancia; hoy sé más y, por tanto, actúo en consecuencia, para mi protección y para la de los demás. No hay en ello postura política ni construcción de imagen personal. Hay respeto por la ciencia y por la convivencia, y sentido práctico. Nomás. Por fortuna, tal parece ser el caso de una mayoría, si no inmensa, sí significativa de los habitantes del planeta.
El presidente de México no pertenece a ella. Lo que explica en gran medida su reciente contagio, tras el cual le sobrevino una enfermedad al parecer difícil, tanto como para mantenerlo en gran medida alejado de sus funciones, y por completo al margen de los reflectores que le son tan caros. Donde el consenso científico global en torno al uso del cubrebocas, y el estatuto de México de tercer país más afectado por la pandemia, no habían bastado para convencerlo de rectificar su negativa a llevarlo –no digamos a recomendar su uso–, era de esperar que vivir los efectos de la enfermedad en carne propia operaran el cambio. No fue así. Lo que conduce a pensar –una perogrullada a estas alturas–que sus razones para evitarlo son políticas.
Nadie que haya leído lo escrito en este espacio, y en otros, ignorará que tengo una postura altamente crítica del proyecto político del presidente. Pese a ello, puedo comprender –aun sin justificar por un momento– que se empeñe en defender las energías fósiles, la centralización del poder en el Ejecutivo, el hostigamiento a la iniciativa privada o incluso la corrupción en el seno de su gobierno, ya sólo porque todas son consideraciones políticas tendientes a preservar su proyecto. Pero el uso del cubrebocas no. Lo usamos sus detractores pero también sus partidarios. Lo llevan muchos de los integrantes de su gabinete. Lo portan e incluso recomiendan sus aparentes herederos. Él no.
El rechazo de López Obrador a usar el cubrebocas es un síntoma. Apunta, por tanto, a un mal. Lo más preocupante es que seguimos –y acaso seguiremos– sin comprender cuál.
Instagram: nicolasalvaradolector