Los recuerdos se recomponen en la hoja de papel de un modo distinto que los sentimientos, las imágenes o las memorias en el corazón y en la mente, por eso tal vez se afirma con tranquilidad que cada uno retiene de diversas maneras los mismos acontecimientos y por eso una historia tiene tantas versiones como puntos de vista existen.
“Mi recuerdo más remoto está bañado de rojo” –relata Elías Canetti– para exorcizar una terrible memoria de miedo. En el breve pasaje, el escritor búlgaro reporta que todas las mañanas salía en brazos de una mujer, en el trayecto ella bajaba una escalera roja hasta a una puerta donde un hombre sonriente amigablemente se le aproximaba y emitía la misma orden todas las ocasiones: “Enseña la lengua” y después de verla concluía: “Ahora le cortaremos la lengua”. Lo curioso es que, ante la amenaza, el niño Canetti no intentaba gritar o huir, sino que la ponía a disposición del agresor, quien pocos instantes después decía: “Hoy todavía no, mañana”, entonces cerraba la navaja y la ponía dentro de su bolsillo.
Tras la lectura de ese primer fragmento de la Lengua absuelta, puedo suponer que el escritor búlgaro relata un sueño o una imaginación de infancia que se le grabó en la mente como una sanguijuela a la piel húmeda de un nadador. Según el escritor, esa memoria traumática la guardó para sí durante muchos años y habla de ella como si se tratara de una verdad que no necesitara probarse, pues él había asumido su veracidad más allá de los hechos o la lógica y la retenía en el recuerdo como un acontecimiento que efectivamente pasó, a pesar de su lejanía temporal.
Así, todos retenemos historias verdaderas o falsas como parte de nuestra realidad. Mi abuela paterna juraba que su perro muerto llegó a despedirse de ella una noche después de que lo enterraron en el jardín trasero de su casa. Una vieja conocida afirmaba que tras la muerte de su madre había sufrido la persecución homicida de sus hermanos, sedientos de avaricia por la fortuna materna. Yo recuerdo haber experimentado la sensación de muerte tras un aparatoso accidente automovilístico en el que mi coche adquirió la forma de un abanico. Lo cierto es que esa sensación momentánea de comunión con el infinito sólo duró unos instantes, como una imaginación o un sueño, después todo se borró, al darme cuenta de que salí del auto destrozado por mi propio pie y sin más molestia física que un insignificante dolor de cabeza y el asombro de ver a mi padre y a mi hermano cerca de la parte trasera del trailer al que quedó anclado a mi auto, en medio de ruido de sirenas que, a lo lejos, parecían reproducir la luz espléndida del anuncio de luz de neón de un bar.
Esa fascinación por los anuncios de luz de neón viene de algún lugar desconocido de mi infancia, cuando me gustaba observar la multitud de anuncios que intentaban acercar a los comensales a sus lugares a través de su luminosa propaganda, o de las luminarias que sobresalían de los hoteles de paso como invitaciones a los transeúntes para vivir dentro de sus habitaciones sus propias historias de amor, o bien de los bares de rock que, a falta de una figura internacional de la música, hacían presencia en una calle oscura o poco transitada y captaban ingenuos para hacerlos pasar a su espectáculo con la oferta de tomar unas cervezas y gastar unos billetes escuchando bandas tributos a veces excelentes, otras lamentables.
Mi primera excursión por esos bares ocurrió a los dieciséis. Uno de los compañeros de la preparatoria me deslumbró con sus palabras al hablarme del Bar 9, del Bar Pericos, del Rockotech o al mostrarme que fuera en las calles adyacentes a la Arena México había bares con sexo en vivo como El pájaro, La víbora y La navaja, donde no sólo había anuncios de luces neón para invitar a los peatones a unirse a sus rituales, también música que iba de la cumbia, el bolero, el rock en español y en inglés, así como los primeros vestigios del synth pop, el techno pop y un rudimentario sonido industrial que hacía de los lugares un ejemplo posible de la forma en que sonarían los talleres mecánicos y las naves industriales de utilizar sus sonidos para hacer música.
Esas noches en que deambulábamos conociendo nuevos lugares y reconociendo antiguos sitios nos encontramos con un pequeño bar subterráneo en la calle de Independencia, ahí las chicas bailaban dentro de vestidos de lentejuelas, luciendo hermosas pestañas postizas y partes ficticias de sus cuerpos que sobresalían a enormes escotes. Esos implantes de las bailarinas profesionales me generaban inquietud y curiosidad, pues parecía que en cualquier momento podrían explotar, por lo que yo intentaba ser suave al momento de las caricias, aunque debo confesar que en más de una ocasión imaginé cómo una de esas voluminosas tetas explotaría en mi cara cubriéndome de silicona.
La música de esos lugares era diversa y caótica, todo podía empezar con un bolero, continuar con una cumbia, seguir con un largo pasaje de rock clásico y en español –sonido del momento– y de repente atravesar un largo episodio de synth pop, techo pop y música industrial. Danzeterías se especializaba en ese tipo de sonidos, en donde lo sensual se hibridaba con lo electrónico y lo grotesco con lo mecánico. Tal vez fue ahí donde por primera vez escuché juntos, y en ambiente de fiesta, sonidos electrónicos tan diversos de la época, como Dead or Alive, Nitzer ebb, Ultravox, Depeche Mode, Ministry, Einsterzende Neubaten, y por supuesto Soft cell.
Fue ahí o tal vez en el Bar Pericos donde por primera ocasión escuché el extended mix de Tainted love y Where did our love go, que solían “rayar” los dj ochenteros de la canción más exitosa del Non-Stop Erotic cabaret, un disco de atmósferas carnavalescas, desenfadadas y, a su vez, densas, potentes y retadoras. Soft Cell, junto con Dead or Alive, Pet Shop Boys, Bronski beat y The Human League, fue el fondo musical del movimiento gay británico de principios de los ochenta que, curiosamente, conjuntaba, por un lado, un mensaje en favor de su identidad y la libertad y, por el otro, ponía en juego la construcción de una sexualidad sórdida en la que los cuerpos masculinos eran las estrellas refulgentes de los cuartos oscuros, los glory holes y los sitios de strippers solo para hombres.
El Non-Stop Erotic cabaret (1981) de Sof Cell es una descripción atmosférica del ambiente que se vivía en el Soho londinense de principios de los ochentas lleno de delincuentes, prostitutas, y otros sujetos marginales quienes al son de los teclados y la voz prístina de Almond se mueven entre callejones, evaden a la justicia y se pierden en la oscuridad de un boulevard lleno de prostitutas, con quienes sueñan pasar una noche, o dos, o todas las posibles, mientras el dinero y los aliados de la justicia lo permitan (Frustration).
El álbum, también, describe la forma en que los jóvenes gay pasan el tiempo en los bajos fondos, donde Marc Almond (cantante) entona el sugerente acto homosexual de conquista (Seedy films) en el que un hombre resopla en el oído de otro, antes de presentarse y llevarlo a empujones al baño de un cine XXX, mientras Dave Ball lanza sonidos de teclado para que las parejas masculinas se acerquen a la pista y se pierdan en medio de la multitud de luces en un envolvente abrazo.
Curiosamente, a la par de esas canciones, el dueto inglés también juega con la inocencia, al versionar a The supremes y hacer un performance electrónico de una de sus canciones más emblemáticas (Where did our love go?) que ya no relata una insinuación pecaminosa, sino el reclamo femenino ante la pérdida del amor, de modo que lo sórdido se combina con lo patético –y acaso con lo tierno– en una mezcla que sirve perfectamente para bailar, caminar por las calles sórdidas en medio de la noche o acercarse a una chica de la vida galante, que espera ansiosa en una esquina a que un cliente le permita mejorar la noche en blanco y hacer acopio de memorias (Memorabilia) de una de tantas visiones del subterráneo de una ciudad.
Dos canciones que me evocan recuerdos en violeta, en medio de una pista de baile llena de gente, invadida por sonidos electrónicos son So y Fun City, la primera un pasaje de música de teclado, programaciones digitales rudimentarias y pasajes eléctricos; la segunda una suerte de plegaria que revela añoranza en la que el cantante explica su salida de Leeds para vivir la experiencia londinense, viajar la lo que consideró la ciudad de la diversión y la alegría, en medio de un llanto de tristeza por su tierra de la infancia y de la primera juventud.
Ese primer recuerdo de la música de Soft Cell se pierde en una visión violeta, en ella tengo dieciséis años, visto una camiseta blanca, pantalones de mezclilla muy ceñidos a las piernas, tennis blancos, cabello a rape y una arracada de plata en la oreja izquierda; en la escena mis amigos bailan a la par que yo lo hago, mientras nos escondemos del cadenero que intenta localizarnos en la multitud para cobrarnos la entrada. Inesperadamente, cuando al final de la persecución logra darnos alcance nos dice: “Esta ocasión pueden entrar sin pagar”. Esa imagen se repite muchas veces y nunca puedo despertar de ella, hasta el grado de pensarla como cierta.
La visión en violeta se repitió cuando el accidente en automóvil hace más de diez años. Al despertar observé una luz blanca y la viva iluminación en tonos que iban del morado al rosa de un anuncio de luces neón. Obediente a los consejos de quienes han tenido otras experiencias cercanas a la muerte corrí en sentido contrario de la luz blanca, objeto de la fascinación por otras las luces más vistosas –violetas– donde un cadenero aguardaba mi llegada para cobrar la entrada a un bar oscuro con luces neón al fondo, donde al final del viaje logre sentirme a salvo.