El tormento es un fardo asfixiante, aludo a las grietas del alma que, como describiera Joyce, resuman y supuran una corriente emponzoñada, y cada quien tiene sus propias hendiduras a cual más profundas e infectadas. Dentro de esas pulsiones quién sabe qué habrán pensado o sentido, por ejemplo Kafka poco antes de morir cuando quiso quemar su obra, o Borges que eso hizo con sus primeros libros. Creo que en otra dimensión se ubican los impulsos de Flaubert –sí, el mismo que alguna ocasión dijo que si Balzac hubiera sabido escribir habría sido una mejor persona– por quemar todos los ejemplares de su obra maestra dado que se le acusó de promover la pornografía con Madame Bovary, y de ofender la moral pública y a la iglesia.
Entre aquellos artistas, quedémonos unos instantes con el escritor checo.
¿Es posible comprender El castillo, Metamorfosis y más aún Carta al padre sin las llagas que le dejó a Franz su padre implacable y autoritario? La respuesta es obvia, no hay musas sino dolor que impulsa a escribir, a sentir que dentro de la vida rutinaria cualquier día alguien puede amanecer como un insecto o perderse en el laberinto de los sueños por la burocracia de la vida, y cuando el narrador fluye entre sus historias no extraña que en algún momento él mismo sea, digamos, algún escarabajo descolorido, el ser anónimo perdido en la mecánica social o el huérfano emocional al que casi siempre le duele la cabeza, no concilia el sueño y que ignora, y por ello se angustia, si desvaría o en su cabeza confabula la siguiente narración. De ahí que podría creerse que cuando Kafka intentó quemar su trabajo eso es lo que quería hacer con su vida y toda la hez social que a él lo carcomía. Repito: significaba incendiarse él, y a sus escritos, muchos de los cuales subrayan al mundo indiferente, por eso es que Milan Kundera consideró que Franz Kafka era el profeta del mundo sin memoria.
Desde luego, no es lo mismo necesitar el consejo del padre en lugar de la orden inamovible, que odiar a la madre y proferirlo sin tapujos como lo hizo Hemingway; tampoco es igual morir de tuberculosos que fue lo que ocurrió con el escritor praguense, que estallarse la cabeza con una escopeta desde la barbilla, como lo hizo el autor de El Viejo y el mar. Hemingway odiaba a la madre porque le insistió a tocar el violonchelo y desechó a sus esposas como objeto de consumo, pero donó al santuario de la Virgen en Cuba oriental –donde entonces vivía– todo el dinero que obtuvo del Premio Nobel.
Regresemos a la antípoda del fuego que es la trascendencia. Y otra vez con Kundera: “cada uno de nosotros teme desaparecer desoído y desapercibido en un universo indiferente y por eso quiere transformare a tiempo en un universo de palabras”. Escribir es crear un universo alternativo –una suerte de fuga a la fantasía– y ser leído implica la inmortalidad en el universo real.
Pensemos en Charles Lutwidge Dodgson, el hombre tartamudo, sordo de un oído y muy probablemente ultrajado por algún adulto durante las noches de su infancia escolar, debido a lo cual optó por cambiarse hasta el nombre, ser Lewis Carroll y escribir Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, entre sus creaciones notables. Desconocemos si al solitario Sir Lutwidge le atrajeron las niñas, lo único que podemos afirmar es que el escritor sí trascendió desde diferentes ángulos gracias a su universo ficticio (hago de lado su afición por conseguir la posteridad suya y de sus nínfulas, por medio de la fotografía): esa niña, Alice Liddell, le pidió escribir la narración que lo hiciera famoso, él se la obsequió a ella en la siguiente navidad y eso implicó algo más que el legajo de papeles, Liddell vivió toda su vida gracias a las regalías del libro; también trascendió porque si él consumía Láudano, las fantasías de Alice eran más psicodélicas gracias al trozo de setas que Lewis le hizo comer en su universo literario que se expande hasta nuestros días, como si fuera una de esas grandes explosiones que integran al universo y sus galaxias. ¿Tiene algo que ver todo esto con la ética? No lo creo, la moral no es ni puede ser una ley universal, como quería Kant; en todo caso podríamos cobijarnos en Hegel, reconocer que el absoluto está en nosotros y, en ese camino junto con Aristóteles proclamar a la moral como la acción humana que busca la libertad y la felicidad, esa fue la que cinceló para sí Lewis Carroll.