febrero 23, 2025

Un hermoso pasaje de El Nombre de la rosa

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(Tercer día) Después de completas Adso se encuentra con una muchacha hermosa y temible como un ejército dispuesto para el combate.

***


[…] Abrí otro libro, y me pareció que procedía de la escuela hispánica. Los colores eran violentos, los rojos parecían sangre o fuego. Era el libro de la revelación del apóstol, y otra vez, como la noche anterior, volví a caer en la página de la mulier amicta sole. Pero no era el mismo libro, la miniatura era distinta, aquí el artista había pintado con más detalle las facciones de la mujer. Comparé el rostro, los pechos, los sinuosos flancos, con la estatua de la Virgen que había contemplado junto a Ubertino. Aunque de signo distinto, también esta mujer me pareció bellísima. Pensé que no debía insistir en aquellos pensamientos, y pasé algunas páginas. Encontré otra mujer, pero esa vez se trataba de la meretriz de Babilonia. No me impresionaron tanto sus facciones como la idea de que era una mujer como la otra, y de que sin embargo, mientras aquella era el receptáculo de todas las virtudes, ésta era el vehículo de todos los vicios. Pero en ambos casos los rasgos eran femeninos, y en determinado momento ya no supe reconocer dónde estaba la diferencia. Otra vez sentí aquella agitación interna la imagen de la Virgen que había contemplado en la iglesia se confundió con la de la bella Margherita.


“Estoy condenado'. Dije para mí. O bien: “¡Estoy loco!” Y decidí que no podía quedarme en la biblioteca.


Por suerte estaba cerca de la escalera. Me precipité a riesgo de tropezar v quedarme sin luz. En seguida estuve bajo las amplias bóvedas del scriptorium, pero, sin detenerme ni un instante, me lancé por la escalera en dirección al refectorio.


Allí me detuve, jadeante. Por las vidrieras penetraba la luz de la luna. La noche era tan luminosa que mi lámpara, indispensable para recorrer las celdas y pasillos de la biblioteca, resultaba casi superflua. Sin embargo, no la apagué, como si me hiciese falta su compañía. Todavía jadeaba; pensé que beber un poco de agua me ayudaría a recobrar la calma. Como la cocina estaba al lado, atravesé el refectorio y abrí lentamente una de las puertas que daba a la otra mitad de la planta baja del Edificio.


En ese momento mi terror lejos de disminuir, aumentó. Porque en seguida me di cuenta de que había alguien en la cocina, junto al horno de pan. O al menos me di cuenta de que en ese rincón brillaba una lámpara, de modo que, asustadísimo, apagué la mía. Era tal mi susto que asusté al otro (o a los otros), porque su lámpara se apagó en seguida. Pero inútilmente, porque la luz nocturna iluminaba bastante la cocina como para dibujar ante mí, en el suelo, una o varias sombras confusas.


Helado de miedo, no me atrevía a retroceder ni a avanzar. Oí un cuchicheo. y me pareció escuchar, muy queda, una voz de mujer. Después, una sombra oscura y voluminosa surgió del grupo informe que se recortaba vagamente junto al horno, y huyó hacia la salida: la puerta, que debía de estar entornada, se cerró tras ella.


Nos quedamos, yo parado en el umbral de la puerta que daba al refectorio, y algo indeterminado junto al horno. Algo indeterminado y -¿cómo decirlo?- gimiente. En efecto, desde la sombra me llegaba un gemido, como un llanto apagado, un sollozo rítmico, de miedo.


Nada hay que infunda más valor al miedoso que el miedo ajeno: sin embargo, no fue un impulso de valor el que hizo que me acercara a aquella sombra. Diría, más bien, que fue un impulso de ebriedad bastante parecido al que había experimentado en el momento de las visiones. Algo en la cocina era similar al humo que me había sorprendido en la biblioteca la noche anterior. O quizá fuesen sustancias diferentes, pero sus efectos sobre mis sentidos exacerbados eran indiscernibles. Percibí un olor acre a traganta, alumbre y tártaro, sustancias que los cocineros usaban para aromatizar el vino. O tal vez fuese que, como supe más tarde, aquellos días estaban preparando la cerveza (bebida bastante apreciada en aquella comarca del norte de la península), que allí se elaboraba siguiendo la modalidad de mi país, o sea con brezo, mirto de los pantanos y romero de estanque silvestre. Aromas que, más que mi nariz, embriagaron mi mente.


Mi instinto racional me incitaba a gritar “vade retro!” y alejarme de la cosa gimiente -sin duda, un súcubo que me enviaba el maligno-, pero algo en mi vis appetitiva me impulsó hacia adelante, como si quisiese tomar parte en un hecho prodigioso.


Así me fui acercando a la sombra, hasta que la luz nocturna, que penetraba por los ventanales, me permitió divisar a una mujer temblorosa, que, con una mano, apretaba un envoltorio contra su pecho, y que, llorando, retrocedía hacia la boca del horno.


Que Dios, la Beata Virgen y todos los santos del Paraíso me asistan ahora en el relato de lo que entonces me sucedió. E1 pudor, y la dignidad propia de mi condición (de monje ya anciano en este bello monasterio de Melk, ámbito de paz y de serena meditación), me aconsejarían atenerme a la más pía prudencia. Para preservar tanto mi propia paz como la de mi lector, debería limitarme a decir que me sucedió algo malo, pero que no es decente explicar en qué consistió.


Pero me he comprometido a contar, sobre aquellos hechos remotos, toda la verdad, y la verdad es indivisible, resplandece con su propia luz, y no admite particiones dictadas por nuestros intereses y por nuestra vergüenza. EI problema consiste más bien en contar lo que sucedió, no como lo veo y lo recuerdo ahora (aunque todavía lo recuerde todo con implacable intensidad, sin saber si aquellos hechos y pensamientos quedaron grabados con tanta claridad en mi memoria por el acto de contrición que vino después, o por la insuficiencia de este último, de modo que aún sigo torturándome, evocando en mi mente dolorida hasta el más mínimo detalle de aquel vergonzoso acontecimiento), sino tal como lo vi y lo sentí entonces. Y si puedo hacerlo, con fidelidad de cronista, es porque cuando cierro los ojos, soy capaz de repetir no sólo todo lo que en aquellos momentos hice, sino también todo lo que pensé como si estuviese copiando un pergamino escrito en aquel momento. De modo que así debo hacerlo, y que San Miguel Arcángel me proteja: pues para edificación de los lectores futuros, y para flagelación de mi culpa, me propongo cantar ahora cómo puede caer un joven en las celadas que le tiende el demonio, para que éstas puedan quedar en evidencia y ser descubiertas, y para que quienes cayeren en ellas puedan desbaratarlas.

Se trataba, pues, de una mujer. ¡Qué digo! De una muchacha. Como hasta entonces mi trato con los seres de ese sexo había sido muy limitado (y gracias a Dios siguió siéndolo en lo sucesivo), no sé qué edad podía tener. Sé que era joven, casi adolescente, quizá tuviese dieciséis o dieciocho primaveras, o quizá veinte, y, me impresionó la intensa, concreta, humanidad que emanaba de aquella figura. No era una visión, y en todo caso me pareció valde bona. Tal vez porque temblaba como un pajarillo en invierno, y lloraba, y tenía miedo de mí.


De modo que, pensando que es deber del buen cristiano socorrer al prójimo, me acerqué con mucha suavidad, y en buen latín le dije que no debía temer porque era un amigo, en todo caso no un enemigo, y sin duda no el enemigo, como quizá s ella estaba temiendo.


Tal vez por la mansedumbre que irradiaba mi mirada, la criatura se calmó, y se me acercó. Me di cuenta de que no entendía mi latín, e instintivamente le hablé en mi lengua vulgar alemana, cosa que la asustó muchísimo, no sé si por los sonidos duros, insólitos para la gente de aquella comarca, o porque esos sonidos le recordaron alguna experiencia previa con soldados de mi tierra. Entonces sonreí, porque pensé que el lenguaje de los gestos y del rostro es más universal que el de las palabras, y se calmó.

También ella me sonrió y dijo unas palabras.


La lengua vulgar que utilizó me era casi desconocida, en todo caso era distinta de la que había aprendido un poco en Pisa, pero por la entonación comprendí que me decía algo agradable, y creí entender algo así como: “Eres joven, eres hermoso…” Es muy raro que un novicio, cuya infancia haya transcurrido por completo en un monasterio, tenga ocasión de escuchar afirmaciones acerca de su belleza. Más aun, con frecuencia se le advierte que la belleza corporal es algo fugaz e indigno de consideración. Pero las trampas que nos tiende el enemigo son innumerables y confieso que aquella referencia a mi hermosura, aunque no fuese veraz, acarició dulcemente mis oídos y me colmó de emoción. Sobre todo porque, mientras eso decía, la muchacha extendió su mano y con las yemas de los dedos rozó mi mejilla, por entonces aún imberbe. Sentí como un desvanecimiento, pero en aquel momento no sospeché que podía haber pecado alguno en todo ello. Tal es el poder del demonio, que quiere ponernos a prueba y borrar de nuestra alma las huellas de la gracia.


¿Qué sentí? ¿Qué vi? Sólo recuerdo que las emociones del primer instante fueron indecibles, porque ni mi lengua ni mi mente habían sido educadas para nombrar ese tipo de sensaciones. Y así fue hasta que acudieron en mi ayuda otras palabras interiores, oídas en otro momento y en otros sitios, y dichas, sin duda, con otros fines, pero que me parecieron prodigiosamente adecuadas para describir el gozo que estaba sintiendo, como si hubiesen nacido con la única misión de expresarlo. Palabras que se habían ido acumulando en las cavernas de mi memoria y ahora subían a la superficie (muda) de mis labios, haciéndome olvidar que en las escrituras o n los libros de los santos habían servido para expresar realidades mucho más esplendorosas. Pero ¿existía realmente una diferencia entre las delicias de que habían hablado los santos y las que mi ánimo conturbado experimentaba en aquel instante? En aquel instante se anuló mi capacidad de percibir con lucidez la diferencia. Anulación que, según creo, es el signo del naufragio en los abismos de la identidad.


 


De pronto me pareció que la muchacha era como la virgen negra pero bella de que habla el Cantar. Llevaba un vestidito liso de tela ordinaria, que se abría de manera bastante impúdica en el pecho, y en el cuello tenía un collar de piedrecillas de colores, creo que de ínfimo valor. Pero la cabeza se erguía altiva sobre un cuello blanco como una torre de marfil, los ojos eran claros como las piscinas de Hesebón. la nariz era una torre del Líbano, la cabellera, como púrpura. Sí, su cabellera me pareció como un rebaño de cabras, y sus dientes como rebaños de ovejas que suben del lavadero, de a pares, sin que ninguna adelante a su compañera. Y empecé a musitar: “¡Qué hermosa eres, amada mía! ¡Qué hermosa eres! Tu cabellera es como un rebaño de cabras que baja de los montes de Galaad, como cinta de púrpura son tus labios, tu mejilla es como raja de granada, tu cuello es como la torre de David, que mil escudos adornan.” Y consternado me preguntaba quién sería la que se alzaba ante mí como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol, terribilis ut castrorum acies ordinata.

Entonces la criatura se acercó aún más, arrojó a un rincón el oscuro envoltorio que había estado apretando contra el pecho, y volvió a alzar la mano para acariciar mi rostro, y volvió a decir las palabras que ya había dicho. Y mientras yo no sabía si escapar de ella o acercármele aún más, mientras mi cabeza latía como si las trompetas de Josué estuviesen a punto de derribar los muros de Jericó, y al mismo tiempo la deseaba y tenía miedo de tocarla, ella sonrió de gozo, lanzó un débil gemido de cabra enternecida, y soltó los lazos que cerraban su vestido a la altura del pecho; y se quitó el vestido del cuerpo como una túnica, y quedó ante mí como debió de haber estado Eva ante Adán en el jardín del Edén. “Pulchra sunt ubera quae paululum superminent et tument modice”, musité repitiendo la frase que había dicho Ubertino, porque sus senos me parecieron como dos cervatillos, dos gacelas gemelas pastando entre los lirios, su ombligo una copa redonda siempre colmada de vino embriagador, su vientre una gavilla de trigo en medio de flores silvestres.


“O sidus clarum puellarum”, le grité, “o porta clausa. fons hortorum, cella custos unguentorum, cella pigmentaria!” y sin quererlo me encontré contra su cuerpo, sintiendo su calor, y el perfume acre de unos unguentos hasta entonces desconocidos.


Recordé: “¡Hijos, nada puede el hombre cuando llega el loco amor!” y comprendí que, ya fuese lo que sentía una celada del enemigo o un don del cielo, nada podía hacer para frenar el impulso que me arrastraba, y grité: “O, langueo” y: “Causam languoris video nec caveo!” Porque además un olor de rosas emanaba de sus labios y eran bellos sus pies en las sandalias, y las piernas eran como columnas y como columnas también sus torneados flancos, dignos del más hábil escultor “¡Oh, amor, hija de las delicias! Un rey ha quedado preso en tu trenza” musitaba para mí, y caí en sus brazos, y iuntos nos desplomamos sobre el suelo de la cocina y no sé si fue mi iniciativa o fueron las artes de ella, pero me encontré libre de mi sayo de novicio v no tuvimos vergüenza de nuestros cuerpos et cuncta erant bona.

Y me besó con los besos de su boca, y sus amores fueron más deliciosos que el vino, y delicias para el olfato eran sus perfumes. y era hermoso su cuello entre las perlas y sus mejillas entre los pendientes, qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres, tus ojos son palomas (decía) muéstrame tu cara, deja que escuche tu voz, porque tu voz es armoniosa y tu cara encantadora, me has enloquecido de amor, hermana mía, ha bastado una mirada, uno solo de tus collares, para enloquecerme, panal que rezuma son tus labios, tu lengua guarda tesoros de miel y de leche, tu aliento sabe a manzanas, tus pechos a racimos de uva, tu paladar escancia un vino exquisito que se derrama entre los dientes y los labios embriagando en un instante mi corazón enamorado… Fuente en su jardín, nardo y azafrán, canela y cinamono, mirra y aloe, comía mi panal y mi miel, bebía mi vino y mi leche, ¿quién era? ¿Quién podía ser aquella que surgía como la aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un escuadrón con sus banderas?


¡Oh, Señor!, cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar lo que se ve (¿verdad?), la máxima felicidad reside en tener lo que se tiene, porque allí la vida bienaventurada se bebe en su misma fuente (¿acaso no está dicho?), porque allí se saborea la vida verdadera que después de ésta mortal, nos tocar vivir junto a los ángeles en la eternidad. . . Esos eran mis pensamientos, y me parecía que por fin se estaban cumpliendo las profecías, mientras la muchacha me colmaba de goces indescriptibles, y era como si todo mi cuerpo fuese un ojo por delante y por detrás, y pudiese ver al mismo tiempo todo lo que había alrededor. Y comprendí. Que de allí, del amor, surgen al mismo tiempo la unidad y la suavidad y el bien y el beso y el abrazo, como ya había oído decir creyendo que me hablaban de algo distinto. Y sólo en un momento, mientras mi goce estaba por tocar el cenit, pensé que quizás estaba siendo poseído, y de noche, por el demonio meridiano, obligado por fin a revelar su verdadera naturaleza demoníaca al alma en éxtasis que le pregunta “¿quién eres?” él, que sabe arrebatar el alma y engañar al cuerpo. Pero en seguida me convencí de que las diabólicas eran mis vacilaciones, porque nada podía ser más justo, más bueno, más santo que lo que entonces estaba sintiendo, con una suavidad que crecía por momentos.


Como la ínfima gota de agua, que al mezclarse con el vino desaparece y adquiere el color y el sabor del vino, como el hierro incandescente, que se vuelve casi indiscernible del fuego y pierde su forma primitiva, como el aire inundado por la luz del sol, que se transforma en supremo resplandor y se funde en idéntica claridad, hasta el punto de no parecer iluminado, sino él mismo luz iluminante, así me sentía yo morir en tierna licuefacción, sólo con fuerzas para musitar las palabras del salmo: “Mi pecho es como vino nuevo, sin respiradero, que rompe odres nuevos”, y de pronto vi una luz enceguecedora y en medio una forma del color del zafiro que ardía con un fuego esplendoroso y muy suave, y esa luz brillante se irradió a través del fuego esplendoroso, y ese fuego esplendoroso a través de la forma rutilante, y esa luz enceguecedora junto con el fuego esplendoroso a través de toda la forma.


Mientras, casi desmayado, caía sobre el cuerpo al que me acababa de unir, comprendí, en un último destello de lucidez, que la llama consiste en una claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, más la claridad esplendente la tiene para relucir y el ardor ígneo para quemar. Después comprendí qué abismo de abismos esto entrañaba.


Ahora que, con mano temblorosa (no sé si por horror del pecado que estoy evocando, o por añoranza pecaminosa del hecho que rememoro) escribo estas líneas, advierto que, para describir aquel éxtasis abominable, he utilizado las mismas palabras que, pocas páginas más arriba, utilicé para describir el fuego en que se consumía el cuerpo martirizado del hereje Michele. No es casual que mi mano, fiel ejecutora de los designios del alma, haya trazado las mismas palabras para expresar dos experiencias tan disímiles, porque probablemente entonces, cuando las viví, me impresionaron de la misma manera, como han vuelto a hacerlo hace un momento, cuando intentaba revivirlas en el pergamino. Hay un arte secreto que permite nombrar con palabras análogas fenómenos distintos entre sí: es el arte por el cual las cosas divinas pueden nombrarse con nombres de cosas terrenales, y así, mediante símbolos equívocos, puede decirse que Dios es león o leopardo, que la muerte es herida, el goce llama, la llama muerte, la muerte abismo, el abismo perdición, la perdición deliquio y el deliquio pasión.


¿Por qué, para nombrar el éxtasis de muerte que me había impresionado en el mártir Michele, usaba las palabras a que había recurrido la santa para nombrar el éxtasis (divino) de vida, y por qué sólo podía valerme de esas mismas palabras para nombrar el éxtasis (pecaminoso y efímero) de goce terreno, que en seguida se había convertido también en sentimiento de muerte y aniquilación? Era un muchacho entonces, pero en este momento trato de reflexionar no sólo sobre la forma en que, a pocos meses de distancia, viví dos experiencias igualmente excitantes y dolorosas, sino también sobre la forma en que, aquella noche en la abadía, a pocas horas de distancia, por la memoria y los sentidos, evoqué una y aprehendí la otra, y además sobre la forma en que, hace un momento, al redactar estas líneas, he vuelto a vivirlas, y sobre el hecho de que, las tres veces, su exgresión íntima haya consistido en las palabras nacidas de la experiencia distinta de un alma santa que sentía cómo iba aniquilándose en la visión de la divinidad.


¿No habré blasfemado (entonces, ahora)? ¿Qué había de común entre el deseo de muerte de Michele, el rapto que sentí al verlo arder en la hoguera, el deseo de unión carnal que sentí con la muchacha, el místico pudor que me indujo a traducirlo en forma alegórica, y aquel deseo de gozosa aniquilación que incitaba a la santa a morir de su propio amor para vivir más eternamente? ¿Es posible que cosas tan equívocas se digan de una manera tan unívoca? Sin embargo, parecería que esto es lo que nos enseñan los más sabios doctores: omnis ergo figura tanto evidentius veritatem demonstrat quanto apertius per dissimilem similitudinem figuram se esse et non veritatem probat. Pero. Si el amor por el fuego y el abismo son figura del amor por Dios, ¿pueden ser también figura del amor por la muerte y del amor por el pecado? Sí, como el león y la serpiente son al mismo tiempo figura de Cristo y del demonio. Lo que sucede es que la justeza de la interpretación sólo puede establecerse recurriendo a la autoridad de los padres, y en el caso que me atormenta no existe una auctoritas a la que mi mente dócil pueda remitirse, y la duda me abrasa (¡y otra vez la figura del fuego interviene para definir el vacío de verdad y la plenitud del error que me aniquilan!). ¿Qué sucede. Señor en mi alma, ahora que me dejo atrapar por el torbellino de los recuerdos, desencadenando esta conflagración de épocas diferentes, como si estuviese por alterar el orden de los astros y la secuencia de sus movimientos celestes? Sin duda, transgredo los límites de mi inteligencia enferma y pecadora. ¡Animo!, retomemos la tarea que humildemente me he propuesto. Estaba hablando de lo que sucedió aquel día y de la confusión total de los sentidos en que me hundí. Ya está , he dicho lo que recordé entonces: que a eso se limite mi débil pluma de cronista fiel y veraz.


Permanecí tendido, no sé por cuánto tiempo, junto a la muchacha. Con un movimiento muy leve, su mano seguía tocando por sí sola mi cuerpo, bañado ahora de sudor. Sentía yo un regocijo interior, que no era paz, sino como un rescoldo, como fuego que perdura bajo la ceniza cuando la llama está ya muerta. No dudaría en llamar bienaventurado (murmuré como en sueños) a quien le fuera concedido sentir algo similar, aunque sólo pocas veces (y de hecho aquella fue la única ocasión en que lo sentí), en esta vida, y sólo a toda prisa, y sólo por un instante. Como si ya no existiésemos, como si hubiésemos dejado por completo de sentirnos nosotros mismos, como rendidos, aniquilados, y si algún mortal (decía para mí) pudiera probar lo que he probado, rechazaría de inmediato este mundo perverso, se sentiría confundido por la maldad de la vida cotidiana, sentiría el peso del cuerpo mortal. . . ¿No era eso lo que me habían enseñado? Aquel impulso de mi alma toda a perderse en la beatitud era, sin duda (ahora lo comprendía), la irradiación del sol eterno, y por el goce que éste produce el hombre se abre, se ensancha, se agranda. y en su interior se abre una garganta vida que después resulta muy difícil volver a cerrar, tal es la herida que abre la espada del amor, y nada hay aquí abajo más dulce y más terrible. Pero tal es el derecho del sol, sus rayos son flechas que van a clavarse en el herido, y las llagas se agrandan, y el hombre se abre y se dilata, y hasta sus venas estallan, v sus fuerzas ya no pueden ejecutar las órdenes que reciben y sólo obedecen al deseo, el alma arde abismada en el abismo de lo que está tocando, mientras siente que su deseo y su verdad son superados por la realidad que ha vivido y sigue viviendo.


Y al llegar a este punto, uno asiste estupefacto a su propio desvanecimiento.


Inmerso en esas sensaciones de inenarrable goce interior, me adormecí Cuando, poco más tarde, volví a abrir los ojos, la luz de la noche, quizá debido a la presencia de alguna nube, era mucho menos intensa. Tendí la mano hacia un lado y no sentí el cuerpo de la muchacha. Volví la cabeza: ya no estaba.


La ausencia del objeto que había desencadenado mi deseo y saciado mi sed, me hizo ver de golpe tanto la vanidad de ese deseo como la perversidad de esa sed. Omne animal triste post coitum. Adquirí conciencia del hecho de que había pecado. Ahora, después de tantos y tantos años, mientras sigo llorando amargamente mi falta, no puedo olvidar que aquella noche sentí un goce muy intenso, y ofendería al Altísimo, que ha creado todas las cosas en bondad y en belleza, si no admitiese que incluso en aquella historia de dos pecadores sucedió algo que de por sí, naturaliter, era bueno y bello. Cuando lo que debería yo hacer sería pensar en la muerte, que se acerca. Pero entonces era joven, y no pensé en la muerte, sino que, copiosa y sinceramente, lloré por mi pecado.


Umberto Eco.


 

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