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La obsesión, como tantas otras, comenzó en mi infancia. No he llevado a psicoanálisis el tema (en el diván trato asuntos algo más urgentes o, mejor –es decir peor–, más angustiosos) pero pese a ello bien puedo decir, en desafío del cliché freudiano, que la culpa de todo la tiene no mi madre sino mi abuela. (Pensándolo bien, ya he dicho también eso en idéntico contexto sobre otros asuntos… pero ésa es otra historia, u otra histeria.) Viví con ella desde poco después de cumplir un año y hasta los 23, y su discurso me marcó, me dotó de referentes que me harían parecer surgido de otro tiempo y otros lugares.

He contado ya aquí que mi abuela fue, en sus mocedades, cantante de éxito continental. Mexicana descubierta por un empresario español radicado en Nueva York, emigró a aquella ciudad a los 15 años. Desprovista de una visa de trabajo, debía salir de Estados Unidos cada seis meses, monserga que aprovechaba para hacer giras latinoamericanas, puesto que sus discos, editados bajo el sello Peerless, se distribuían también en otros puntos del continente. Y fue en una de esas giras que conoció a un empresario radiofónico venezolano, con el que casara a sus 20 años, lo que la llevara a residir durante más de 30 en Maracaibo. Ese itinerario profesional y sentimental habría de dejarle como saldo un montón de experiencias que, a lo largo de mi infancia, habría de ir narrándome. Éxitos artísticos. Miseria y prosperidad. Fama y frustración. Postales de la América toda. Guerras civiles. Y un montón de botellas de refresco.

Mi abuela contaba haberse hecho literalmente adicta a la Coca-Cola a su llegada a Nueva York en 1935. Cierto es que dicha bebida había comenzado a embotellarse en nuestro país –concretamente en Tamaulipas– desde 1926, y que para 1929 llegaba ya a la ciudad de México bajo licencia otorgada a Grupo Mundet; también es verdad que su distribución debe haber sido limitada –las plantas tenían una capacidad de 10 botellas por minuto, contra las actuales 100 mil– y su costo prohibitivamente caro para la adolescente de clase trabajadora que era entonces la futura Doña Elvira, por lo que resulta concebible que no la hubiera conocido –o cuando menos comenzado a acostumbrar– hasta su llegada a Nueva York. Según cuenta mi abuela –que a sus 93 años no bebe sino una ocasionalísima Coca, y eso de dieta– hubo de padecer incluso síndrome de abstinencia al tratar de renunciar a la costumbre de despacharse una decena al día. Podría pensarse que hay en ese hecho –y en la acaso concomitante falta de costumbre de consumir Coca-Cola en casa en mi infancia– una explicación a mi rechazo por dicho refresco, y acaso haya un pelín de verdad en ello. Pero lo cierto es que tengo claras mis razones para no beberla y que se antojan todas otras. No se piense, por favor, que mi negativa tenga que ver con razones ideológicas –jamás me he referido a ella, como aquellos marxistas à la page de los 70, como “las aguas negras del imperialismo yanqui”– y ni siquiera nutricionales –como se verá en un momento soy un bebedor de refrescos, si bien muy infrecuente, harto entusiasta. Las causas son otras, una sencilla y una compleja. La primera es que su sabor, para ponerlo fácil, me disgusta; la segunda es que –¡ay!– soy un snob irredento, que no sólo detesta beber lo que todo mundo sino que disfruta de consumir –y ofrecer– lo que casi nadie. De ahí las verdaderas herencias refresqueras de una abuela que solía contarme cuánto disfrutaba en sus viajes a La Habana acompañar su lechón, y sus moros con cristianos con una Materva –refresco de yerba mate incongruentemente creado en Cuba y no en Argentina y hoy producido en el exilio miamense–, cómo su obstetra venezolano solía recomendarle que bebiera Malta Polar durante sus embarazos para dar a luz niños sanos y fuertes (resultado: una madre y unos tíos que han batallado con el sobrepeso desde su infancia… y a la fecha) y que me heredara sus guías turísticas vintage, como esa Nueva York en su mano que sostengo en la mía mientras escribo esto –Copyright 1964, reza la legal–, cuyo autor, Roberto Ayala, apunta en su reseña del legendario (y hoy desaparecido) Gaiety Deli que suele acompañar su roll de pastrami con coleslaw con “Cherry Soda o Cream Soda, refrescos de cereza o de vainilla, ambos de sabor muy acentuado, pero apropiados para esta comida”.

 Más información: https://bit.ly/352Ddgb

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