Está en el nuevo cementerio judío de Praga, en el barrio de Strasnice, enterrado junto a sus padres y sus tres hermanas, que murieron en los campos de exterminio nazis. En verdad, esta bella ciudad es poco menos que un monumento al más ilustre de sus escritores. Me toma todo un día visitar las esculturas que le han dedicado, las casas donde vivió, los cafés que frecuentaba, el magnífico museo, y en todos estos lugares coincido con bandadas de turistas que toman fotos y compran sus libros y recuerdos. Yo también lo hago: de los escritores que admiro coleccionaría hasta sus huesos.
Este museo, sea dicho de paso, es el mejor que he visto nunca dedicado a un escritor. Su penumbra, sus pasadizos laberínticos, sus hologramas, las películas ruinosas de la Praga de su tiempo, los grandes cajones misteriosos que no se pueden abrir, y hasta la tierna canción en yiddish que entona una muchacha que parece de carne y hueso (pero no lo es) no pueden ser más kafkianos. Todo lo que se sabe de él está expuesto allí y de manera sutil e inteligente. Las fotos muestran la trayectoria fugaz de los 41 años que vivió; aparece de niño, de joven y de adulto, la figurita estilizada, la mirada penetrante y sus grandes orejas curvas de lobo estepario.
Hay un texto maravilloso escrito cuando, recién recibido de abogado, acaba de empezar a trabajar en una compañía de seguros (de ocho a nueve horas diarias, seis días por semana), afirmando que este trabajo asesinará su vocación, porque ¿cómo podría llegar a ser un escritor alguien que dedica todo su tiempo a un estúpido quehacer alimenticio? Salvo los rentistas, todos los escritores del mundo se habrán hecho preguntas parecidas. Pero lo que no suele hacer la mayoría de ellos, éste lo hizo: escribir casi sin parar en todos los momentos libres que tenía y, aunque publicara muy poco en vida, dejar una obra que, incluidas sus cartas, es de muy largo aliento.
Nada me parece más triste que alguien que sentía intensamente esa vocación y que, como Kafka, fue capaz de escribir tantos libros, jamás fuera reconocido mientras vivía y sólo póstumamente se advirtiera que fue uno de los grandes escribidores de todos los tiempos (W. H. Auden lo comparó con Dante, Shakespeare y Goethe y dijo que él, como aquellos, era la síntesis y el emblema de su época). Las cosas que publicó en vida pasaron prácticamente desapercibidas, y eso que entre ellas figuraba La metamorfosis. El pedido a su amigo Max Brod de que quemara sus inéditos revela que creía haber fracasado como escritor, aunque, tal vez, le quedaba alguna esperanza porque, si no, los hubiera quemado él mismo.
A propósito de Max Brod, uno de los pocos contemporáneos que creían en el talento de Kafka, hay ahora, con motivo de la aparición del libro de Benjamin Balint Kafka’s Last Trial, una resurrección de los ataques que ya le hicieron en el pasado, incluso críticos e intelectuales tan respetables como Walter Benjamin y Hannah Arendt. ¡Vaya injusticia! El mundo debería estar siempre agradecido a Max Brod, que, en vez de acatar la decisión de ese amigo al que quería y admiraba, salvara para los lectores del futuro una de las obras más originales de la literatura. Brod pudo exagerar en su biografía y sus ensayos sobre Kafka la influencia que ejerció el misticismo judío en él, y, acaso, se equivocó dejando en su testamento los inéditos que quedaban a la señora Esther Hoffe, con la que el Estado judío y Alemania han estado litigando muchos años por aquellos textos (finalmente fue Israel quien se los quedó), tema sobre el que versa el por otra parte estrambótico libro de Benjamin Balint. No debería leerlo nadie que goce de verdad leyendo a Kafka. Quienes lo atacan tendrían que ser conscientes de que nada de lo que dicen en sus análisis sobre Kafka hubiera sido posible sin la decisión extraordinariamente sagaz de Max Brod de rescatar esta obra esencial.
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