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En el país de las promesas incumplidas, la habilidad para prometer ha relegado cualquier intención de asumir la realidad y sus necesidades. Es grande el riesgo de hacer política sin ver razones más allá de los instintos. Incapaz de sostenerlos fuera de la entraña, Palacio gobierna desde ella y para ella. El Presidente ha confundido lo que asume como su responsabilidad de militancia, hasta transformarla en irresponsabilidad social.

La enorme facilidad por la palabra inútil se impone sobre el rigor de la palabra exacta. Son tiempos —quizá más que otros en el recuento reciente— donde el encantamiento de la estridencia, amparada por un pasado de frivolidad, sirve como alimento para banalizar nuestras carencias. En ese entorno un jefe de Estado encuentra lugar para presumir una ignorancia artificiosa acerca de las instituciones que comanda. No distingue jerarquías de daño ni de acción. De alguna manera volvió a encontrar orgullo en ufanarse de su indiferencia. Los ecos actúan rápido. Son su sistema. Sus incondicionales, ya sea por ingenuidad o desconocimiento, replican e infieren que al paso de los años el número de votos sigue siendo equivalente al de gobernados.

Ese sistema de ecos, sin mostrar ambición más allá de su simplicidad, se ha formado por dueños de una sola verdad que no descansan en dispersar mensajes cuyo valor es la escasa elaboración. Mensajes donde la explicación se desprecia; los detalles no existen mientras se apuesta por la generalización, donde la licencia para manipular permite las mayores inconsistencias: mentiras sobre el pasado de quienes entregaron la vida para cambiar una realidad tóxica. Mentiras que perdonan a quienes la hicieron tan tóxica, como la naturaleza expuesta en alianzas que equiparan política con oportunismo político.

Así es nuestra política, no es de ideas, ni siquiera de ideales. Acostumbrado a dejarse seducir por el ruido, el debate público mexicano se diluye entre el eco.

El ismo identitario que cobija la simplicidad del eco es un fracaso de nuestra educación política. Su cúmulo de errores dio la bienvenida a que, en pleno siglo XXI, se bautice a la corriente oficial en el fervor de un apellido. Sus propios se bautizaron. Autoungidos en convicciones que son un hombre. Hemos tenido la pobreza intelectual de no entender el tiempo.

El legado de la administración anterior fue la actual; sin una oposición interna al gobierno federal, el de la actual se cultiva en los caldos de la irracionalidad. Cuando la realidad no se logra transformar, surgen las voces que prometen cambiar su percepción sin importar las consecuencias. Así han ocurrido las mayores desgracias de la historia: entregando capital a los peores extremos.

A las instituciones se les defiende por la validez de su espíritu, de las preocupaciones que las crean. La primera razón de su existencia es el valor pedagógico de su permanencia. Por ella se defienden mejorándolas.

Creamos instituciones para evitar los costos de ser gobernados por nociones de militancia y no de Estado. Sí, de todo. De todo lo que necesite ser blindado contra los humores en turno, con tal de garantizar la continuidad del gobierno por encima de los individuos en los gobiernos.

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