Este texto se publicó originalmente el 31 de diciembre de 2017
Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad de Internet (XXVII)
Si bien muchos de los aspectos que hemos analizado en esta columna podrían considerarse más como propios del análisis social o filosófico, y no necesariamente como inherentes al hecho tecnológico, lo cierto es que la realidad en torno a la Inteligencia Artificial está regresando un modelo que atiende esencialmente a las mismas observaciones paradigmáticas (análisis de la conducta, patrones de consumo, desviaciones estadísticas, preeminencia tecnológica, implicaciones sociales y existenciales, etcétera) pero desde el análisis o, si se quiere, desde la perspectiva de la máquina. Es decir: una de las más esenciales necesidades que los principales desarrolladores de IA y los entrepreneurs que los están comenzando a financiar masivamente quieren que se beneficie del uso de esta nueva tecnología es la del análisis de la conducta y la naturaleza humanas.
En la medida de lo posible, se quiere que la IA comience a convertir el análisis semántico de lo humano en su verdadera función primordial. Esto puede aparecer en un principio como meros esfuerzos pedestres por vendernos más o por “facilitarnos el consumo”, o como mayores posibilidades de control en todos los niveles infraestructurales de los Estados−nación. Estas aplicaciones, sin lugar a dudas, comienzan a ser ya un hecho factual en la mayor parte de los países industrializados y no tardarán demasiado en pasar a ser también moneda corriente en las economías emergentes; por supuesto, cada vez más eficientes y depurados dada la masiva inversión y el masivo entusiasmo que esto está generando en la economía ligada al desarrollo tecnológico.
Pero este primer estadio conlleva también la creación de una superestructura de campos semánticos sin precedente, la esfera del Big Data, en donde no únicamente se concreta la verdad de nuestra cotidianidad convertida en hecho verificable sino además la verdad de la naturaleza matemática de nuestras acciones, de su predictibilidad y su carácter geométrico y estadístico, de su posible inclusión en patrones previsibles con márgenes de error cada vez más mínimos y, digamos, cada vez más personalizables. Si aunamos a todo esto la cada vez mayor influencia de los sensores en la recolección de datos en tiempo real de los objetos y de las redes infraestructurales, así como de los resultados de la interacción con ellos, podríamos convenir en que el análisis conductual humano no está muy lejos de ser arrebatado de las manos de las ciencias especulativas para pasar a ser dominio exclusivo de las matemáticas aplicadas a la interpretación de datos.
No resulta raro entonces que desde las más diversas esquinas se levanten voces que le avisan amigablemente al Estado que “una de sus prioridades debería ser la inversión en el desarrollo de la Inteligencia Artificial”. Tampoco resulta raro que una economía tan contundente en el panorama mundial actual como la de Dubái haya convertido a los Emiratos Árabes Unidos en la primera nación del mundo en crear, casi de la noche a la mañana, un Ministerio de Inteligencia Artificial (y, por cierto, tampoco debería sorprender a nadie que el flamante nuevo ministro, Omar Bin Sultan Al Olama, tenga tan sólo 27 años). En todo esto podemos reconocer sin duda un escenario de entusiasmo exotista, pero también una tendencia reconocible en la instalación y predominio de la IA como tecnología universalmente aceptada. Y también, quizás de manera aún más reconocible, una desembocadura para un camino que hemos transitado durante por lo menos los últimos 30 años: la digitalización total de la cultura humana.
Por supuesto, la IA en el estadio presente sería inimaginable sin tres elementos básicos de la cultura digital: la infraestructura de Internet (cuyo crecimiento exponencial no se debió únicamente a la inversión privada o pública sino, como anotábamos en nuestro apartado anterior, también a su caracterización por parte de una buena parte de la sociedad civil organizada como “un derecho humano inalienable”), la naturaleza descentralizada y no jerárquica de los flujos de información en Internet, y el desarrollo y perfeccionamiento de sistemas ontológicos no humanos relacionados con la web semántica (que no únicamente han conseguido “personalizar” la web para nosotros, nuestros gustos y necesidades, sino que también nos han acostumbrado a esa “personalización” más bien imperfecta y arbitraria pero, hoy en día, casi imperceptible).
Estos elementos, por supuesto, no únicamente generan una cultura, es decir un habitus y una cotidianidad basada en estímulos, respuestas y en el uso contundente de todo lo que es inherente a la Digitalia, sino que ha generado un escenario en el que la adopción de nuevos paradigmas tecnológicos ocurre casi de manera natural y en el que esta adopción transcurre casi sin disputa. No únicamente porque el cambio tecnológico es “cosa de todos los días”, sino porque ese cambio ocurre no únicamente en el hecho o el objeto tecnológicos sino también en los hábitos de consumo y en los procesos de apropiación y disfrute de la tecnología.
Resulta difícil adjetivizar estos procesos, particularmente porque es casi imposible lavarse las manos y argüir que uno no ha colaborado en ellos, que se ha quedado fuera de ellos o que los ha presenciado sin el menor atisbo de entusiasmo. Por el contrario, no ha habido ninguna parte del mainstream ni de la vanguardia ni del underground ni de lo conservador ni de lo contestatario ni de la izquierda ni de la derecha que no haya terminado abrazando con algún nivel de entusiasmo y compromiso la cultura digital y, en ese sentido, que no haya también aportado desde el principio y de las más pedestres formas su propio cúmulo de datos, su ADN digital, listo para ser dedicado al estudio de esa forma privilegiada de la vida y el pensamiento que nos imaginamos ser.
Todo esto implica, por supuesto, que a pesar de que formamos parte de la máquina, la máquina puede excluirnos a priori. Nuestra voluntad de pertenecer a ella nos hace prescindibles de antemano, ya sea en lo individual o en lo colectivo, porque la máquina no ha dejado nunca de contar con nuestro entusiasmo y lo reconoce como causal de su propia existencia. Somos criaturas tristemente participativas y solemos participar con singular entusiasmo de lo que nos sojuzga, de lo que nos oprime, de lo que nos excluye. Y en eso radica nuestra creencia solitaria en lo colectivo, en lo común, en las naciones, en las culturas o en los entusiasmos deportivos, en las democracias o en las dictaduras, en las ideologías y en las economías, aun en la totalidad de la historia de la especie.
Por supuesto –y en un tono mucho menos sombrío– aún nuestra soledad cósmica puede ser reducida a un algoritmo y, como lo decíamos antes, ésta será sin duda la labor más contundente que el segundo estadio del desarrollo de la IA (al cual estamos a punto de entrar) tendrá entre manos. Esa lectura será central para nuestro entendimiento del futuro de la tecnología y será también central para lo que esta tecnología comenzará a ofrecernos per se. Algunas lecturas ya son entusiastas hasta el vómito y algunas lecturas, como veíamos en nuestro apartado anterior, caen en la negación catastrofista más bien absurda.
Lo cierto es que el desarrollo más entusiasta en Inteligencia Artificial aplicada está viniendo ya sea de los estados rectores o de las partes más cuestionables de la economía (la banca y la bolsa, primordialmente), lo que comienza a acusar un pragmatismo que nunca deja de ser nebuloso y, como lo apuntaba antes, casi inherentemente excluyente.