¿El ser humano es bueno por naturaleza? La pregunta es vieja, pero la necesidad de responderla persiste, particularmente porque nunca falta quien asuma una postura política cuestionable a partir de una conclusión apresurada al respecto. Persuadido que en los albores de la humanidad existió una Edad de Oro, Rousseau creyó en la bondad inherente del hombre y abogó por abolir las cadenas que le impone la sociedad. Pese a ello, no fue un anarquista. Fue un romántico, pero no imaginó que pudiéramos vivir más allá de esa ineludible molestia llamada poder político. Pero muchos de sus seguidores actuales lo imaginan; no solo dan por cierto que somos buenos por naturaleza, sino que suponen que podemos prescindir del poder público en consecuencia. Y bajo estas premisas ora se evaden de la realidad política, ora radicalizan sus buenos deseos hasta alcanzar niveles potencialmente totalitarios.
Evadirse de la realidad política es una actitud sencilla, pero siempre incompleta. Incompleta por doble vía: porque no puede realizarse del todo y porque deja a las personas que lo intentan con una humanidad mermada. Se trata de una pretensión que jamás logra realizarse del todo porque tarde o temprano la política se ocupara de nosotros, aunque nosotros no nos ocupemos de ella. Y por lo mismo las personas que lo intentan viven una humanidad mermada: porque si no contribuyo a moldear la circunstancia que contribuye a moldearme, devengo cosa, renuncio a cuando menos una parte de mis posibilidades humanas.
La renuncia, sin embargo, nunca se completa del todo, por lo que en algún momento el renunciante incurre en algún juicio sobre la realidad que lo rodea. Y entonces muchos coinciden en la opinión sumaria: todos los políticos profesionales, sin excepción alguna, son corruptos e imbéciles. Como toda generalización, ésta contiene algo de verdad: los políticos corruptos e imbéciles abundan, pero no todos los políticos profesionales poseen esas características indeseables. Es más: existe una elevada probabilidad que las posean en la misma medida que el resto de los mortales. Y aquí debo observar que una parte considerable de las personas que se evaden de la política no son anarquistas ni imaginan que el hombre es bondadoso por naturaleza. Su evasión no obedece a la necesidad de encontrar una Edad de Oro, sino que surge de un probado sentimiento de impotencia: “diga lo que
diga, haga lo que haga, las cosas seguirán igual; mejor me dedico a lo mío, y me abstraigo de todo lo demás.” No niego que este sentimiento de impotencia encuentra razones para existir, pero admitamos que nadie dejará de estar confinado en él si no intenta influir en la cosa pública. Una sola pregunta: ¿cuántas de las personas que se han resignado a la impotencia frente a los acontecimientos públicos aprovechan, por ejemplo, las redes sociales para expresar sus puntos de vista sobre ellos?
En el polo opuesto de quienes intentan evadirse de la realidad política se ubican quienes la convierten en su pan de cada día a pesar que no ocupen un puesto en el régimen. Son quienes han soñado en transformar el mundo y se han puesto en acción para conseguirlo. A diferencia de los indiferentes aprovechan al máximo las redes sociales para expresar sus puntos de vista, pero de la misma forma que ellos están seguros que todos los políticos profesionales, sin excepción alguna, son corruptos e imbéciles. E incluso van más allá en esta certidumbre: no sólo los políticos profesionales son corruptos e imbéciles; también lo son todas y cada una de las personas que no coinciden con su resolución de transformar el mundo de cabo a rabo. Es decir, consideran que la gente perversa es legión… ¡No obstante, suponen que el hombre es bueno por naturaleza y apuestan por una extinción del poder y los poderosos sobre la faz de la tierra! Poco importa, claro está, que se
propongan ejercer un poder absoluto para lograr esta imposible extinción de la política y los políticos…
Justamente en el equipo del poder absoluto alinean los pensadores pesimistas, aquellos que consideran que el hombre es malo por naturaleza. Thomas Hobbes y Joseph de Maistre de inmediato alzan la mano y, junto con ellos, los defensores del orden conservador de todas las épocas. ¿Pero estamos condenados a tomar partido entre quienes imaginan al hombre bueno y quienes lo imaginan malo? De ningún modo. Ya antes de Rousseau, Hobbes y de Maistre se advirtió otra posibilidad. Pico della Mirandola observó que el ser humano no es bueno ni malo por naturaleza, sino que en su naturaleza está elegir ser una cosa o la otra. Y de acuerdo a todos los indicios, jamás faltará quien opte por la bondad, pero tampoco quien opte por su contrario. Incluso nunca faltará quien se decida por la bondad y acabé haciendo mayor mal que bien: no olvidemos que de buenas intenciones está empedrado el camino que conduce al infierno.