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viernes 08 noviembre 2024

Buenos y malos

por Marco Levario Turcott

Lo escribió Fernando Savater: “No hay comienzo más erróneo en ética que partir de la distinción entre bueno y malo”. Coincidimos. Más aún porque, como él mismo aduce, “la tarea de la ética no es fundar el deber ni proporcionar decálogos, sino ilustrar el querer”.

Traemos esa referencia a propósito de la reforma a las leyes de radiodifusión y telecomunicaciones porque creemos que buena parte de quienes dicen perseguir esa ruta no han planteado el querer sino el deber mediante un juego maniqueo, que las más de las veces pontifica sin que nada o muy poco tenga que ver esto con la ética ni con intentar el camino reformador sobre la base de comprender al otro tanto en sus propias convicciones como en sus naturales intereses, para tejer acuerdos. Tal simplificación de las cosas se debe a la cultura y las prácticas políticas de los actores involucrados, y el resultado permanente de ello es el montaje de un escenario polarizado que nos aleja del querer.

Los buenos (casi) se definen así mismos como tales, son algo así como un puñado de soldados de infantería con almirantes y, por supuesto, comandante supremo, que combaten desde su “trinchera” –así le dicen a los espacios que ocupan– por el bien de la nación. Por eso quien no está con ellos, en el menor de los casos, está confundido y, en el peor, se sitúa contra ellos y el país, es enemigo de la causa o francamente aliado de los otros: por eso jamás podrá participar en la cofradía benefactora que, sistemáticamente, conjura contra los malos para, igual a como cava el viejo topo de la historia, en cierta fecha todavía ignota, dar la asonada final.

Son los buenos el flanco desde donde algún día se conquistará el porvenir. Su entereza está en que quieren todo o nada, aunque regularmente pierdan todo por nada. Para ellos quien busque atajos reformistas es sólo un ser pragmático, ha perdido la brújula o le hace el juego al adversario. Los buenos también son el lugar desde donde los malos arrepentidos expían sus culpas y se convierten en héroes; también son el sitio desde donde puede y debe defenestrase al enemigo e incluso hasta transgredir sus derechos –que los buenos defienden sólo para sí–. El de los buenos es el paraíso donde algunos se erigen en víctimas de los otros y por eso surgen como centinelas de la libertad y la independencia, quienes además lucran muy bien dentro del capitalismo salvaje que denuncian. Los buenos nunca se equivocan, la causa y la razón sólo está de su lado según su pugnaz discurso. Censores de las ideas y las prácticas ajenas, los buenos muestran las suyas como únicas y genuinas (y cuando las llegan a cambiar, no dan explicación alguna, “no hay que darle armas al enemigo”).

Para los buenos, los otros son malos, y ellos, los malos, dicen de sí ser realistas y por eso pragmáticos defensores a ultranza de los intereses propios o de sus contratantes; ven en los otros el riesgo de truncar sus proyectos financieros. Los malos conocen su poder, saben de su influencia y a cada momento la ejercen según la conveniencia en turno, acosan para promover aún más su hegemonía y censuran por todos los medios posibles al que piensa distinto. Intrigan y acusan desde el poder fáctico que les confiere la democracia. A los malos no les importa el monopolio que hay en el mercado de la televisión o las 14 familias que concentran la oferta de la radio. Entre ellos no tienen alianzas sino complicidades. Su principal problema es que carecen de ideas sobre cómo es que todo esto beneficia al país; junto con esto cada vez más su credibilidad es menos y entonces abren la cartera para cooptar a mercenarios que ataquen a los buenos.

Los malos dicen que ellos sí saben de tecnología y de todas esas cosas y con esa presunción impulsan sus proyectos financieros convertidos en leyes o en cualquier otra disposición que les permita ensanchar el negocio, o combatirlas cuando éstas se lo impiden. Los contenidos de radiodifusión que ofrecen les preocupan sólo como vías para comercializar, por eso están dispuestos a trasmitir cualquier basura. Hacen oídos sordos –o no tienen el valor y les vale– frente a la demanda de que haya diversas opciones porque eso atenta contra la concentración que tienen en el mercado; para ellos es como si tal aspiración fuera sólo una diatriba ideológica y no la condición básica para el desarrollo de la economía. Quienes insisten al respecto, no existen en la pantalla o el dial cuando no resultan expuestos a una feroz campaña en su contra.

Los buenos y los malos, sin duda tienen razones, convicciones e intereses y por eso en realidad no son ni buenos ni malos sino actores políticos que vale mucho la pena que antepongan sus reflejos y sus prácticas para eslabonar la estructura normativa que requiere la reforma a las leyes de telecomunicaciones y radiodifusión. Sin duda, esto no es una profesión de fe sino algo viable sobre el entendido ético de no pretender eliminar al enemigo, de construir con él, y con la consideración de que la ley tiene, entre otras virtudes, la de expresar los intereses de los actores en este ramo.

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