febrero 22, 2025

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Léxico del nuevo autoritarismo V

El lenguaje es una herramienta importante para todo régimen, a partir del cual definimos cómo nos comunicamos y marca límites claros entre grupos. Gracias a ello se crean formas de hablar válidas para una comunidad, como los idiomas y en algunos casos los dialectos. También se generan “circuitos marco” para entender las experiencias comunes, las cuales cambian la forma en que vemos el mundo gracias a la repetición constante. Esto puede ser reforzado a través de la propaganda.

Ciertas palabras y expresiones se usan para legitimar a un régimen, pudiendo enriquecer o acabar con una democracia al modificar percepciones, empobrecer la capacidad general de reflexión gracias al simplismo, movilizar sentimientos y aversiones o incluso legitimar activamente a un gobernante gracias a su forma particular de expresarse. El lenguaje es, sin exagerar, una herramienta de control sobre una sociedad.

Foto: Margarito Pérez Retana / Cuartoscuro

El objetivo de esta serie es presentar un léxico de palabras y expresiones sobre las que se debe poner especial atención, toda vez que pueden llegar a ser usadas para legitimar una forma de gobernar, con el fin de anticipar las intenciones de su uso y los posibles efectos en la gobernabilidad.

Una vez que el líder define a un grupo de manera excluyente, el siguiente paso es movilizar el odio contra los ajenos, que siempre serán enemigos a quienes se les debe silenciar y, de ser posible, eliminar. El objetivo será marcar siempre la distancia de éstos, incluso despersonalizándolos o atribuyendo los elementos odiados a una condición. La siguiente serie de palabras se enfoca en la construcción de un discurso de odio.

Corrupción

Hay un meme que he visto circular en varios formatos y muestra la imagen de una ejecución de políticos en China acusados de corrupción, seguido de una frase como: “¿Por qué no hacemos esto en México?”. Dejemos a un lado que en ese país tales ejecuciones son una excusa para hacer purgas en un sistema de partido único, donde lo último que importa es un acto de corrupción real o supuesto: este tipo de mensajes refuerzan la noción de que hay políticos honestos y otros que no lo son por naturaleza y por ello deberían ser marginados o incluso eliminados.

Un sistema democrático parte del reconocimiento de que todos nosotros estamos expuestos a cometer actos de corrupción, pues así es nuestra naturaleza. El reto no es encontrar personas virtuosas, que no existen, sino prevenirla a través de políticas de transparencia, implantando controles para el ejercicio de recursos y sobre todo, estableciendo un régimen de responsabilidades que elimine o reduzca al mínimo la impunidad. Y sobre todo, se debe tener en cuenta que toda norma estará sujeta a la calibración permanente, toda vez que siempre habrá forma de darle la vuelta.

Por lo tanto no hay personas en esencia corruptas, sino delitos que constituyen actos de corrupción como el soborno, cohecho, conflicto de interés, nepotismo y una larga lista. Es decir, el problema no es de virtud o de su ausencia, sino de un marco normativo omiso y mal diseñado que al menos tolera el ilícito.

En cambio, se nos ha inculcado una visión fatalista: somos corruptos por cultura y para justificarlo se nos ha presentado una genealogía larga del pensamiento autoritario y el “agandalle” que vive en nuestro ADN desde los tlatoanis hasta nuestros días. De hecho, la corrupción puede ser tolerada si los corruptos “salpican” a los de abajo al distribuir su rapiña o tolerar que todos hagan lo mismo. Y solamente, sigue el discurso, alguien con voluntad y desinterés podrá salvarnos de nosotros mismos. A partir de ahí se teje un discurso de polarización: el pueblo bueno, virtuoso y sabio, ha vivido sometido a personas que son corruptas por naturaleza.

Una vez que se logra hacer creer que la corrupción es una condición y no una conducta delictiva, se puede proceder a perseguir a quienes sean señalados como enemigos del régimen o a proteger a quienes se afirma son víctimas de calumnia y difamación. Todo ello a costa de un debilitamiento de las instituciones democráticas, las cuales son descalificadas por considerarse costosas. A final de cuentas siempre será más espectacular una cacería de brujas, como en el meme que se mencionó al inicio.

Historia

Fuimos educados en una visión de la historia maniquea y teleológica, donde sólo hay héroes y villanos que luchan encarnizadamente para lograr o demorar, pero nunca destruir, un destino inevitable y que sólo define con palabras vagas como “justicia social”. De hecho la historiografía de bronce bajo la que fueron educadas generaciones presentaba al régimen emanado de la Revolución Mexicana como la culminación de la Independencia y la Reforma.

Foto: Saúl López / Cuartoscuro

En sustitución de una visión crítica de la historia, se nos llenó de evocaciones kitsch sobre las gestas de nuestros próceres, reales o supuestas, en un discurso donde fechas y conceptos tenían poco valor frente a la narración épica que se nos vendía como un origen común que, naturalmente, condicionaba las posibilidades de nuestro destino. Nuestra interpretación se reduce a una colección de monografías diseñadas para justificar un régimen.

Aunque esta visión comenzó a perder vigencia a partir de los años ochenta del siglo pasado, no hubo interés por revisar el discurso historiográfico ni siquiera por un partido que no compartía esa interpretación: Acción Nacional. Como resultado, Morena ganó con la imagen más atávica de quiénes somos, pero la que resultaba más comprensible para las masas, especialmente cuando López Obrador se adueñó de los símbolos del nacionalismo revolucionario.

La llamada Cuarta Transformación no es más que la continuación de ese discurso historiográfico, con la diferencia que el eje del cambio dejó de ser un régimen donde imperaba un partido hegemónico, y pasó a ser una persona con la capacidad de usar las imágenes del pasado y sus lugares comunes para definir a los amigos, los enemigos y las acciones a tomar, otra vez sin que importe la exactitud de fechas o términos.

Gracias a esta historiografía pueden convivir en el mismo nivel imaginario dos liberales como Benito Juárez y Francisco I. Madero, con un colectivista como Lázaro Cárdenas, que niega los idearios y políticas de los dos primeros. ¿Por qué notar la diferencia, si el kitsch sólo busca evocar una noción de grandeza? Veamos dos ejemplos de polarización a través de la historiografía.

El primero es el uso de la palabra “conservador” para descalificar, asumiendo que los afines al líder son “liberales”; aun cuando no tengan algo en común con ese ideario o sabiendo que muchos de quienes son tachados de “conservadores” son de hecho liberales. ¿Importa si López Obrador es reconocido como la encarnación del zeitgeist?

El segundo es el término “fifí” para denostar a la prensa que no coincide con sus visiones, en un intento por minar la confianza del público en la libertad de expresión. El propio López Obrador ha llegado a afirmar que ese nombre era el que se daba a quienes apoyaron a Victoriano Huerta para derrocar a Madero.

Mafia

Se entiende por “mafia” al fenómeno criminal típico de la Sicilia occidental donde, siguiendo un esquema de propiedad latifundista, se establecen relaciones de lealtad verticales al interior de un grupo, basadas en leyes no escritas y rituales de iniciación. Sus ramificaciones pueden ir más allá del grupo delictivo, hacia el gobierno y el sector privado.

Esta imagen de complicidad vertical y secrecía ha servido para implantar en el imaginario la existencia de una “mafia del poder” para suplir dos expresiones que, si bien serían más exactas, no tienen el mismo valor emocional: oligarquía y clase gobernante. Importa la noción de un grupo oscuro y tenebroso para justificar un estado de las cosas.

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