La vida transcurre la mayor parte del tiempo bajo un dominio tecnológico. Los humanos configuramos nuestra realidad interna, nos relacionamos con el mundo exterior y realizamos la mayoría de las actividades cotidianas mediante la ayuda de extensiones de nuestro cuerpo y mente. Buscar una simple referencia bibliográfica o localizar una dirección podría resultar tortuoso sin la conexión a la red. Somos seres dependientes de los nuevos sistemas digitales pero pasamos por alto que los cambios tecnológicos conllevan desigualdades. Así como toda inclusión tecnológica implica una exclusión, toda conexión incuba también una desconexión.
En la literatura que intenta explicar el tipo de sociedad en que vivimos la palabra desconexión por lo general se refiere a algo negativo: son “daños colaterales” del capitalismo frenético del siglo XXI. La palabra es utilizada para abrir una distancia entre las sociedades que tienen acceso a las nuevas tecnologías –aunque tal acceso no sea necesariamente una conexión– y las sociedades que no gozan de tal privilegio. En términos más populares a esta distancia se le conoce como brecha digital.
De acuerdo a Serrano y Martínez (2003) la brecha digital no sólo se refiere a las personas que no tienen acceso a las nuevas tecnologías sino también a aquellas que teniendo tal acceso no conocen cómo es su uso. Bajo esta lógica las personas desconectadas están marginadas de los beneficios de la nueva tecnología. Por otro lado, el concepto también caracteriza a un nuevo tipo de estilo de vida que promueve entre las sociedades conectadas la desconexión de los aparatos modernos debido a una gran cantidad de motivos. Tal filosofía es contradictoria al positivismo actual capitalista que considera los avances tecnológicos como resultado de la aplicación del conocimiento para mejorar la vida de los humanos. Desde este punto de vista todo rechazo al avance científico y tecnológico será considerado pre-moderno.
Desde mediados del siglo XIX la historia nos ha demostrado que la mayoría de los avances tecnológicos –y no digamos toda la gran cantidad de microinventos que tenemos disponibles en la actualidad– son resultado de la aplicación del conocimiento. Medicamentos, robots, televisores, armas, materiales para construcción, conservadores de alimentos, sistemas de espionaje, mejoramiento genético, inteligencia artificial, etcétera, son campos de producción humana cuyo motor ha sido el conocimiento adquirido y el nuevo conocimiento generado tanto en laboratorios experimentales como en centros de investigación. En el último siglo la tecnología desarrollada por la ciencia se ha convertido en el principal fetiche de desarrollo sobre lo que descansa lo moderno. Para los defensores de esta postura, el cambio tecnológico engendra el futuro de la humanidad: acceder a la nueva tecnología significa ingresar a la era del conocimiento. Atrás quedan las comunidades que no han sido iluminadas, para quienes los espíritus y las fantasías aún sostienen el orden de sus vidas.
Exclusión digital
Para la política capitalista la brecha digital representa una piedra en el zapato del desarrollo. En la Cumbre de la Sociedad de la Información que se llevó a cabo en Ginebra en 2003 se abordó el problema de la desigualdad en el acceso a Internet. Los representantes de los gobiernos concluyeron que una de las formas de medir el desarrollo social sería la conexión: a mayor conectividad a Internet serán mayores las posibilidades de desarrollo de tales sociedades. En la Cumbre se llegó a una conclusión que debería de materializarse en políticas públicas globales:
“Reconocemos que la construcción de una Sociedad de la Información integradora requiere nuevas modalidades de solidaridad, asociación y cooperación entre los gobiernos y demás partes interesadas, es decir, el sector privado, la sociedad civil y las organizaciones internacionales. Reconociendo que el ambicioso objetivo de la presente Declaración -colmar la brecha digital y garantizar un desarrollo armonioso, justo y equitativo para todos- exigirá un compromiso sólido de todas las partes interesadas, hacemos un llamamiento a la solidaridad digital, en los planos nacional e internacional”.
La comunidad global ha reconocido en las últimas dos décadas que la falta de acceso a las nuevas tecnologías representa un serio problema para la democracia. El Banco Mundial (BM) en su Informe Sobre el Desarrollo Mundial 2016 concluye que si bien los usuarios de todo el mundo realizan cada día más de cuatro mil millones de búsquedas en Google aún hay cuatro mil millones de personas que no tienen acceso a Internet. El BM reconoce que la conectividad para todos sigue siendo un gran desafío, pero los países deben crear condiciones favorables para que la tecnología sea eficaz. Si faltan los complementos analógicos, el impacto en el desarrollo será decepcionante. Sin embargo, si sientan bases analógicas sólidas, los países obtendrán grandes dividendos digitales en términos de mayor crecimiento, más empleo y mejores servicios. Según el BM las nuevas tecnologías permiten reducir los costos de la información, disminuyen en gran medida el costo de las transacciones económicas y sociales para las empresas, las personas físicas y el sector público. Promueven la innovación al reducir los costos prácticamente a cero. Fomentan la eficiencia al hacer que las actividades y los servicios sean más económicos, rápidos y convenientes. Además, aumentan la inclusión al permitir que las personas obtengan acceso a servicios que antes no tenían.
Según Internet World Stats, para junio de 2017 existían en el mundo tres mil 885 millones de seres humanos conectados a Internet. Esto representa al 51.7% de la población total del planeta. Las tres zonas con mayor número de usuarios son Asia con mil 938 millones de internautas, Europa con 659 millones y América Latina y el Caribe con 404 millones. A pesar de estas cifras, casi la mitad de la población del mundo vive desconectado –sin contar los conectados que desconocen los usos–. Las causas de tal desigualdad son económicas y políticas. Por ejemplo, de acuerdo al BM el continente africano registra la penetración más baja de telefonía móvil en el mundo en comparación con los países de ingreso alto. Otra cifra es la adopción de Internet, la cual está muy rezagada: solo el 31% de la población de los países en desarrollo tenía acceso a esa tecnología en 2014, frente al 80% en los países de ingreso alto. China tiene la mayor cantidad de usuarios de Internet seguida de EU, India, Japón y Brasil. Desde el punto de vista de la cantidad de cibernautas el mundo se ve mucho más equitativo que desde la perspectiva del ingreso.
Estados, empresas tecnológicas, organismos internacionales y gurúes futuristas visualizan un panorama prometedor cuando disminuyan las brechas desiguales en el acceso a la nueva tecnología. En septiembre de 2014 Mark Zuckerberg visitó México donde hizo un pronóstico sobre tales visiones: “Cuando todos estemos conectados, los negocios y las economías van a empezar a crecer”. En los últimos años a través del proyecto internet.org, Facebook se ha vinculado con gobiernos y otras empresas para llevar Internet a comunidades desconectadas. Facebook presume haber sacado de la brecha digital a más mil millones de personas. En el Mobile World Congress de Barcelona, Zuckerberg anunció sus planes para lanzar un satélite que abastecerá de red a cientos de zonas rurales de África, así como el uso de drones impulsados por energía solar pues “lo importante para mí es que esté todo el mundo –conectado–, no solo los que tienen dinero para pagar conexiones caras”. La visión capitalista de las grandes compañías que controlan parte de las innovaciones en Internet no tiene sólo principios económicos, sino también políticos. En 2015 la compañía Alphabet, matriz de Google, informó que pondrían en marcha con el apoyo de las tres principales operadoras telefónicas de Indonesia un proyecto para llevar internet mediante globos aerostáticos. El objetivo es democratizar la red: dos terceras partes de los habitantes de Indonesia se encuentran en la brecha digital. A finales de 2016, la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba (Etecsa) y Google acordaron poner en marcha el servicio Google Global Gache (GGC) para mejorar la conectividad de los habitantes de la isla. De acuerdo a Etecsa, actualmente existen 273 zonas de Internet inalámbrico, 193 salas públicas de navegación y 613 sitios gratuitos de conexión.
Los intentos por democratizar el acceso a la tecnología y al conocimiento han pasado del discurso de los Estados y del poder económico a las normas y políticas públicas. La conectividad se ha vuelto una prioridad para los gobiernos en tanto signifique ciertas mejoras sociales y al mismo tiempo la disminución de otros tantos problemas. Organismos internacionales y diversos estudios empíricos han aportado suficientes datos para sostener dichas políticas públicas. Sin embargo, una nueva visión que apuesta a la desconexión y que incluso podría ser considerada fóbica parece emerger ante los problemas generados no por la falta de acceso, sino por las excesivas prácticas tecnológicas. Esta visión no considera a la brecha digital como un problema, sino parte de la solución. Desde esta óptica, un nuevo movimiento intenta revertir las condiciones de existencia que los sistemas económico y político han fomentado mediante las estructuras globales de comunicación. Los desconectados pretenden ser una disyuntiva ante los efectos secundarios que la sociedad hiperconectada está imponiendo a sus habitantes.
Los desconectados
Bien podría acusarse de tecnófobo a quien rechaza la conexión y el uso de la nueva tecnología. Dentro de esta definición encajarían quienes prefieren utilizar una máquina Olivetti o escribir cartas a mano en lugar de enviar mensajes por WhatsApp, quienes siguen acudiendo a las bibliotecas en vez de googlear o aquellos que gustan escuchar la radio tradicional en lugar de seleccionar una programación de reproducción desde el teléfono móvil. Lo cierto es que las prácticas análogas siguen vigentes. ¿Es posible que la sociedad actual viva sin la nueva tecnología? Las respuestas generan más sospechas y el replanteamiento de nuevas preguntas. Entre las respuestas se concluyó que la conectividad implica inclusión, mientras que la desconexión abona a la exclusión. Desde la política los Estados deberán de fomentar la inclusión, desde la economía el desarrollo social está en la conexión. Sin embargo, en un estrato cultural tales soluciones no encajan con la realidad. Es precisamente la forma en cómo se confecciona la interculturalidad contemporánea lo que vuelve a las sociedades y a sus integrantes en individuos diferentes, desiguales y desconectados (Canclini, 2005).
Debido a que la red amplifica los espacios individuales de comunicación no es sencillo imponer un estado de homogenización. La diversidad que permite la nueva tecnología implica el enfrentamiento entre valores jerárquicos y valores alternativos, incluso antisistémicos. Este es el escenario donde los desconectados se visibilizan. La desconexión es en realidad una moneda con dos caras. La primera se refiere a que las nuevas generaciones son las que más emplean la nueva tecnología. En México el 68.5% de los cibernautas son menores de 35 años de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares (ENDUTIH) 2016, del INEGI. Según el informe 2017 de la empresa Com- Score, en Estados Unidos el grupo de jóvenes entre 18 y 24 años es el que pasa mayor tiempo usando aplicaciones del teléfono móvil: 3.2 horas por día. Las nuevas generaciones que tienen acceso a la red son quienes permanecen hiperconectadas a lo largo del día para llevar a cabo todo un abanico de actividades. El mercado orienta los nuevos afiches a este grupo, lo mismo intenta hacer el sistema político: los programas de conectividad tienen un mayor éxito en las comunidades de jóvenes –ya conectados– que en personas pertenecientes a otros grupos de edad sin conexión.
La segunda cara de la moneda se basa en el argumento de que quienes más se conectan a la red son quienes más se podrían desconectar de la realidad. En este sentido, la hiperconexión tiene efectos secundarios tanto a nivel macro –en lo social– como a nivel micro –en la vida íntima–. Por ejemplo, es un hecho que en la sociedad actual existe un proceso de erosión de las formas de autoridad paternales debido a que ahora todo gira en torno al “yo”. La ciencia, la medicina, la cultura, el ocio, el arte, los medios de difusión, las leyes, el dinero, etcétera, circulan en torno al individuo. Para varios pensadores este estado de hiperindividualización desalinea a las personas y las sincroniza en un estilo de vida basado en el consumo (Lipovetsky, 2000). El sistema político ahonda en la crisis al estandarizar los estilos individuales bajo el reconocimiento de ciertos derechos y libertades que deben ser protegidos por el Estado. Nos encontramos ante una profunda crisis de colectividad.
Hoy en día, los niños y los jóvenes presentan en distintos grados formas de desconexión con el orden establecido, con la vida que llevan los padres, con las relaciones afectivas de sus semejantes, con los valores que aprenden en el aula, con las estructurales morales difundidas por las iglesias, con los mecanismos de violencia real o velada, con el discurso político de las autoridades, con el dolor provocado por las enfermedades, con las estrategias de aprendizaje de la escuela, etcétera. Según Honoré (2008), los problemas que presentan las nuevas generaciones son reflejo de las aspiraciones de un mundo hiperexigente diseñado para explotar al ser humano desde los primeros años de vida: queremos que la infancia sea tanto un ensayo general para una edad adulta llena de éxitos como un jardín secreto repleto de alegría y libre de peligros. La denuncia de la Escuela de Frankfurt sobre la razón instrumental adquiere vigencia: para satisfacer el “yo” importa siempre el fin sin importar los medios.
A esta desconexión entre los nuevos estilos de vidas y las formas de poder provenientes del orden tradicional se integran otros problemas que acarrea la hiperindividualidad: las nuevas prácticas tecnológicas. Se trata de los efectos secundarios producto del cambio tecnológico que anteriormente señalé. El uso de nuevos artefactos puede generar cambios en las formas de existencia que habían sido sostenidos por generaciones pasadas. En la recargada visión capitalista las formas de autoridad simbólica y coercitiva se diluyen ante el empoderamiento del individuo. El nuevo super-hombre goza de derechos, puede poseer propiedades privadas, escribir lo que piensa en Facebook y decidir el color de su nuevo auto. Es aquí donde el hiperindividualismo se convierte en problema pues la práctica tecnológica puede autosometer la libertad de pensamiento y acción. Podemos citar una gran cantidad de posturas críticas al respecto que ven en la tecnología el origen de tales discapacidades. Un reciente estudio de la Universidad de McGill reveló que el cerebro disminuye su funcionamiento cuando es sometido a multitasking. El estudio, encabezado por Daniel Levitin, descubrió que cuando las personas realizan varias actividades al mismo tiempo el cerebro paga un costo elevado: sufre un mayor cansancio y tiene menor capacidad de atención. Cuando los artefactos conectados a Internet se hicieron cada vez más pequeños y fue posible su traslado espacial el resultado fue la germinación de la cultura multitasking. Las personas realizan casi al mismo tiempo una gran cantidad de actividades como ver televisión, trabajar, hacer tareas, enviar mensajes electrónicos, consultar notificaciones en Facebook, descargar música online, tomar fotografías para Instagram, responder tuits, etcétera.
El fenómeno de desconexión a nivel micro es casi imperceptible para los usuarios hasta que manifiesta sus primeros efectos en la vida personal: fragmentación de la atención, problemas de pareja, conflictos laborales, abandono de los hijos, etcétera. Hoy en día sectores privado y público, igual que instituciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) están considerando algunas prácticas tecnológicas como fuentes de distintos problemas físicos y psíquicos. En EU, Japón, Alemania, España o China, existen centros especializados que atienden a personas con adicción a la nueva tecnología. El caso más conocido es Corea del Sur, donde existen más de 100 clínicas para el tratamiento de tecno-enfermos. En el portal tecnoadiccion.es se define la adicción a Internet como el uso incontrolable de la red que interfiere negativamente con la vida diaria del usuario, llegando a generar en la persona comportamientos compulsivos vinculados con el sexo, las compras, el juego, etcétera. La adicción a la red puede abarcar el consumo excesivo de pornografía, la participación constante en subastas, las interminables charlas virtuales, la sustitución de la vida real por la vida en las redes sociales digitales, las compras desenfrenadas en línea etcétera. Los desórdenes también incluyen deseos desmedidos por objetos de conexión: computadora portátil, teléfono móvil, consola de videojuegos, televisión inteligente, etcétera.
En abril de 2015 fue lanzado el primer reality show transmitido por Internet cuyo leit motiv fue la desconexión. Casimiro Aguza y Josefina Moratalla, fueron los dos jóvenes que participaron en el experimento producido por Rol Social y cuyo objetivo fue saber qué ocurriría si a dos personas usuarias de redes sociales se les restringe el acceso a Internet. A través del sitio www.desconectados.net se pueden consultar las experiencias narradas por Casimiro y Josefina a lo largo de dos semanas. El resultado arrojó que fueron los días iniciales y la primera semana, el periodo que generó el mayor nivel de ansiedad a tal grado que Casimiro que había dejado de fumar volvió a fumar. Además de este experimento otras formas culturales se han visibilizado como una especie de “sensor” que advierten a la sociedad sobre los riesgos que representa la vida virtual. En los últimos años un movimiento urbano llamado “desconectados” está emergiendo en Europa. Se trata de jóvenes que literalmente se han desenchufado de la red. En el libro La gran adicción. Cómo sobrevivir sin internet y no aislarse del mundo, Enric Puig Punyet (2016), doctor en filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona muestra su experiencia de lo que llama exconectado. En su obra, el profesor Puig relata una decena de casos donde varias personas después de padecer agotamiento tecnológico, ser dependientes de las redes sociales y vivir en un mundo virtual, decidieron de un día para otro desconectarse de la red. Las experiencias demuestran que existe la vida después de la red. Así ocurrió con Phillipe, un hombre francés de 41 años de edad y quien después de dos años de desconexión mejoró considerablemente su nivel de vida.
Cierre
A nivel macro la nueva tecnología es enmarcada por el sistema político como parte de una filosofía capitalista renovada. La ciencia y la tecnología se han convertido en fines distantes –la mayoría de las veces– de los intereses sociales. El cambio tecnológico continúa generando problemas en las estructuras sociales: la penetración de la red no es igual en tanto la base material de las sociedades sea dispareja. La conectividad y el uso social de la nueva tecnología son consideradas por los sistemas establecidos como una de las soluciones a la disparidad social. Estados y otros poderes –principalmente el económico– fomentan la cultura de la conectividad para disminuir la brecha digital. En una esfera micro la conexión propicia la disolvencia de lo colectivo, exacerba la individualidad y puede llegar a derivar en desconexiones de la realidad. Las nuevas prácticas derivadas de la hiperconectividad tienen repercusiones en la vida personal. La desconexión propiciada por el uso tecnológico opera como forma de evasión del mundo real, en tanto la desconexión como forma de evasión de la realidad virtual opera como mecanismo de liberación del agotamiento virtual. En los próximos años el campo de la desconexión continuará cobrando interés en tanto se acentúen los problemas derivados a nivel planetario y los efectos secundarios sobre el cuerpo y la psique humana.