“Una cosa es segura: vivimos tiempos en los que -por algo será- las fotografías salen siempre mal y desalmadas. Tiempos en los que una imagen dice más que mil mentiras”.
Rodrigo Fresán
Es difícil encontrar información personal sobre Rainer Elstermann. Se sabe que es alemán, que tiene 45 años, que trabaja como fotógrafo y poco más, como si en esta época de redes sociales extraordinariamente populares, donde cualquiera puede alcanzar la fama fotografiándose mecánicamente a sí mismo con amigos y conocidos, él decidiera hacer exactamente lo contrario: esconderse detrás de su cámara, obligándonos a conocerlo exclusivamente a través de su trabajo, fotos y montajes donde, con escasas excepciones, nunca aparece como protagonista y sólo es una sombra adivinada detrás del flash que registra un momento preciso, eternizándolo.
Elstermann obliga al espectador y a los críticos a enfrentarse a su obra conociendo solamente los antecedentes de sus trabajos anteriores, sin datos personales que sirvan como referencia para entender sus objetivos artísticos; incluso, en la página que hay a su nombre en Myspace, puede encontrarse una amplia muestra de sus fotos, pero no información personal ni críticas de medios importantes o influyentes que le den validez frente al visitante, convirtiéndolo en un hombre misterioso a quien podemos imaginar escondido tras bastidores, planeando su próximo proyecto o, en un momento de descanso, espiándonos mientras vemos su trabajo.
A diferencia de otros artistas que cuentan con un aparato crítico que les sirve como justificativo y base para sus proyectos, Elstermann deja a los observadores parados solitariamente frente a su obra, sin reseñas ni biografias orientadoras, con el fin aparente de obligarlos a sacar sus propias conclusiones, como si no quisiera interponer su propia imagen ante ellos.
Las revistas especializadas y los críticos han optado -frente a esta postura que los deja sin un marco teórico que les sirva como herramienta de interpretación- por repetir mecánicamente las palabras de las gacetillas de prensa, como puede comprobarse en todas y cada una de las páginas que reseñan en la red su obra más reciente, “Old Masters” (“Elstermann recrea pinturas clásicas de viejos maestros reemplazando los personajes originales por niños”), como si, al faltarles un punto de referencia, ni siquiera los expertos en el tema pudieran dar su opinión personal y temieran equivocarse al incluirlo dentro de una escuela, tendencia o moda determinada.
La página oficial de Elstermann (www.rainsenelstermann.de) mantiene el mismo formato misterioso de Myspace: el visitante puede ver libremente todas las fotos de su portfolio pero tiene escasa información adicional sobre ellas y debe limitarse, de nuevo, a sacar sus propias conclusiones, comparando los diferentes estilos en cada serie expuesta: ¿por qué toda la primera parte está dedicada a hermosas mujeres retratadas en blanco y negro? ¿Por qué, a continuación, hay personas de color vestidas como en los años 40 y 50? ¿Por qué en su última serie, “Old Masters”, Elstermann sustituye por niños a los personajes pintados originalmente por maestros como Hans Holbein, Petrus Christus, Hans Memling, Jan van Eyck, Johannes Vermeer y Peter Paul Rubens?
La única excepción a esta regla implícita -no condicionar al espectador explicando su trabajo o hablando de sí mismo- es “Japan”, una serie publicada originalmente en el magazine inglés 125, donde Elstermann explica que decidió retratar a niños actuando como adultos porque “la gente en las pinturas de la época muestra una cualidad infantil. Es interesante fotografiar niños como si fueran adultos porque capturas en ellos algo que aún no son pero en lo que se convertirán en el futuro” (enunciado que también puede aplicarse a la posterior “Old Masters” en el resto de sus trabajos, Elstermann no dice nada y se limita a mostrar sus fotos en forma secuencial, dejándonos en total libertad para adivinar por qué hace lo que hace, como si todo, -incluyendo las preguntas que generan sus fotos en el público- formara parte de su sistema personal de trabajo y estuviera pensado para enriquecer su obra ante un espectador demasiado acostumbrado a opinar copiando las críticas de los expertos en el tema.
Ver las numerosas fotos del portfolio sacadas, en muchos casos, del lugar donde aparecieron originalmente, las enriquece agregándoles un valor adicional que en su marco original -revistas comerciales pensadas para un publico másivo como 125, National Geographic, Geo o Victor- no tenían: así, la serie publicada en el magazine alemán Feld muestra a diferentes hombres que parecen haber sido sorprendidos mientras estaban levantándose de la cama, con las marcas de la almohada todavía en la cara, los ojos semicerrados, bostezando ruidosamente frente a una cámara indiscreta que no les da tiempo para prepararse y posar. Como en una película detenida en un momento ambiguo, el fotógrafo nos obliga a imaginar qué paso antes y después: ¿qué hacían esos hombres? ¿Por qué todos parecen enojados? ¿Por qué algunos están vestidos de mujer?
Sin los textos originales de la revista donde aparecieron que sirvan como soporte, imágenes como estas se vuelven, en manos de Elstermann, ambiguamente poderosas frente a un observador convertido en detective, obligado a seguir las pistas entre una foto y la siguiente sin la ayuda de un texto que sirva de referencia y guía. El propio Elstermann reconoció en un momento que “quería imágenes como películas. Esto me llevó a mi primera inspiración: el director británico Jack Cardiff, la única persona a la que le escribí una carta como fan”.
Ese procedimiento que combina síntesis e incertidumbre, donde se deja al observador sacar sus propias conclusiones, solo frente a la obra de arte, se repite sistemáticamente a lo largo del sitio: a una provocativa serie de hombres y mujeres posando desnudos le sucede las fotos despojadas tomadas a destacadas personalidades europeas que sonríen tímidamente en sus austeros lugares de trabajo, como si el abrupto cambio de estilo y tema tuvieran un objetivo oculto que sólo un observador atento puede descubrir sin necesidad de palabras del propio autor que den un sentido a ese giro imprevisto, donde el montaje final cumple una función tan importante como la forma de hacer cada toma, que, en el caso de Elstermann, siempre es despojada de cualquier elemento superfluo: al igual que en las novelas policiales tradicionales, todo lo que aparece tiene una función especifica que cumplir en el armado final. La foto que mejor sintetiza el metodo al que Elstermann somete a cada espectador (darle la posibilidad de sacar sus propias conclusiones, sin forzarlo a aceptar un argumento definitivo) muestra a una mujer con el rostro totalmente tapado por su cabello.
¿Quién es? ¿Qué hace? ¿Es vieja o joven? No hay ningún dato en la foto que permita adivinar algo más sobre ella (de hecho, podría ser un hombre y no una mujer) o el origen de la toma: lo único que tenemos es un exterior absolutamente despojado -la ropa que lleva puesta y el color de su cabello- para sacar nuestras propias conclusiones sobre el mensaje que el fotógrafo quiso darnos; ni siquiera sabemos si forma parte de un proyecto personal o es una foto de una publicidad que Elstermann decidió que trascendía el origen utilitario para el que había sido pensada.
El apartado dedicado al “making-off” no agrega información sobre estas series y sigue mostrando a un Elstermann furtivo que parece más interesado en mostrar su trabajo que en publicitarse él mismo como personaje o explicar por qué hace lo que hace. Esta política manifiesta -obligar al espectador a centrarse en los detalles específicos de la obra para que saque sus propias conclusiones y no en el fotógrafo que la hizo- es extraña en una época donde sólo la exposición desenfrenada en redes sociales como Myspace parece capaz de garantizar la popularidad y difusión de un artista; la reticencia de Elstermann para mostrarse a sí mismo, su trabajo en primer lugar, se ha vuelto, como escribió Jonathan Franzen,”una virtud obsoleta” porque “ahora la gente te habla de buena gana de sus enfermedades, alquileres, antidepresivos… Los camareros no sirven la comida hasta que no hayas entablado una relación personal con ellos”.
Ante este escenario posmoderno, donde importa más el artista y sus confesiones públicas que su obra, la principal virtud de Elstermann -no la única- consiste en preocuparse más por la forma de hacer y presentar su trabajo al espectador que en autopromocionarse.
“La mayor belleza de una foto -escribió Tomás Eloy Martínez- está en lo que se niega a decir. Por empezar, la foto omite la presencia del fotógrafo, que se sitúa siempre, o casi siempre, fuera del cuadro, como un cazador a la espera de su presa. El objeto de la caza no son las figuras incluidas en la foto ni tampoco lo que hay más allá de ellas, sino nosotros, ahora. El objeto de la caza somos las personas que miramos, sin saber desde qué lugar de la realidad el fotógrafo está apuntándonos, desde cuál punto exacto del pasado”.
Este párrafo sintetiza el credo central del elusivo Elstermann y ayuda a entender por qué despoja a su trabajo de palabras y explicaciones que considera superfluas en un nuevo siglo -como escribió Fresán- donde una foto vale más que las mil mentiras que circulan interminablemente sobre ella y su autor en una red sobrecargada de información, donde es difícil distinguir qué es real y qué no.
Ante este escenario, igual que Martínez, Elstermann cree que el fotógrafo debe permanecer en segundo plano frente a su obra, especialmente cuando parece que la novedad es exactamente su opuesto, como denunció oportunamente Susan Sontag: “Cada vez hay más registros de lo que la gente hace por su cuenta. Al menos, o sobre todo en Estados Unidos, el ideal de Andy Warhol de rodar hechos reales en tiempo real -si la vida no está montada ¿por qué debería montarse su registro?- se ha vuelto la norma de millones de transmisiones por Internet, en las que la gente graba su jornada, cada cual en su propio reality show. Aquí me tenéis: despertando, bostezando, desperezándome, cepillándome los dientes, preparando el desayuno, enviando a los chicos al colegio. La gente plasma todos los aspectos de su vida, los almacena en archivos de ordenador, y luego los envía por doquier”.
La idea de los viejos fotógrafos -tradición a la que Elstermann pertenece por derecho propio- es exactamente la opuesta a esa sobreexposicion obscena del yo, donde el registro compulsivo de las propias actividades parece ser el común denominador de los nuevos artistas, más ocupados en promocionarse que en mostrar -o hacer- su obra.
En estos años dominados, según Roland Barthes, por la “irrupción de lo privado en lo público o más bien a la creación de un nuevo valor social: la publicidad de lo privado”, la intención de Elstermann, es otra, claramente sintetizada hace 30 años por el propio Barthes en La cámara clara: “Enunciar la interioridad sin delatar la intimidad”. Tal vez por eso las fotos de Elstermann siempre son directas y despojadas y permiten al espectador contemplarlas interminablemente, sin ningun efecto especial que dificulte su observación, montadas en escenarios particularmente cuidados, dominadas por una estética funcional, donde lo que importa es la mirada del espectador y no la infinidad de palabras que alguien pudo decir sobre ellas o, peor aún, el hombre que las tomó.