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domingo 05 enero 2025

El gran vendedor de mentiras

por José Luis Durán King

Hay un viejo edificio -actualmente remozado- en el número 10 de la calle Enrique González Martínez, colonia Santa María la Ribera. Desde 1975 se conoce al inmueble como Museo Universitario del Chopo y funciona como un recinto museográfico dedicado a la promoción y difusión del arte contemporáneo.

Efectivamente, el museo, con su estructura estilo Jugendstil alemán, es un icono de la zona norte de la Ciudad de México, aunque no siempre sus funciones sonaron tan aburridas. No, tuvo mejores momentos.

La estructura, prefabricada y desmontable, fue ideada por Bruno Möhring para ser un cuarto de máquinas de la acerera Gutehoffnungshu%u0308tte. Ya como edificio -en su complexión de hierro, tabique prensado y cristal- fue escenario en 1902 de la Exposición de Arte e Industria Textil, en Du%u0308sseldorf, Alemania.

Wikipedia no explica cómo ni por qué el empresario mexicano José Landero y Coss se enamoró del mastodonte de hierro, al grado de comprar una parte importante de la estructura, y no solo eso, transportar el crucigrama hasta la Ciudad de México, armarlo -con el ingeniero Luis Bacmeister a cargo de la penosa tarea- e instalar en el alvéolo la Compañía Mexicana de Exposición Permanente, S.A., que como su nombre lo indica, estaría abocada a la realización de exposiciones comerciales de productos industriales y artísticos. Como empresa de sociedad anónima el edificio duró muy poco. Para 1905, la compañía Landero y Coss estaba en quiebra. Aun así sobrevivió otros años. Para 1909 no había más que presumir, así que, mediante contrato con la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, el inmueble -que siempre dio la impresión de ser mansión de vampiros más que recinto cultural- fue primero albergue para que una delegación japonesa desplegara sus maravillas en la Exposición de Arte Industrial, inaugurada el 2 de septiembre de 1910, y después, a partir del 1 de diciembre de 1913, Museo Nacional de Historia Natural.

Ustedes disculparán el periplo tan extenso para entrar en tema, pero la verdad es que me moría de ganas de hablar del Museo del Chopo, por ser uno de mis lugares de juegos favoritos mientras fui vecino de la colonia Santa María la Ribera. De hecho, desde el número 34 de la calle Amado Nervo donde vivía con mi madre y hermano- se alcanzaba a ver parte de la estructura del -se rumoraba- embrujado museo.

El museo del Chopo estuvo cerrado de 1964 a 1975. Aunque gran parte de su acervo -el esqueleto de un dinosaurio, otro de un mamut, una colección de pulgas vestidas, monstruos de dos cabezas en frascos, murciélagos con las alas abiertas para siempre gracias a unos alfileres que los sostenían a una base, etcétera- fue a dar a diferentes museos, varios de los mozalbetes de la colonia tuvimos la oportunidad de ver in situ el gabinete de maravillas polvorientas reunidas en el lugar para abrir boca de propios y extraños.

El Museo del Chopo, en su primera etapa, fue parte de una tendencia que arranca en Europa a partir del Renacimiento, y que bajo el nombre de Wunderkammern (Gabinetes de curiosidades) integraba especímenes vegetales y minerales de llanuras distantes, artefactos extraños de culturas “primitivas”, armas fantásticas, esqueletos de “monstruos humanos”, plantas mutables, instrumentos quirúrgicos de la medicina antigua, extremidades de momias y conchas de mar con figuras peculiares grabadas en ellas, entre otras.

Del gabinete de curiosidades al gabinete de historia natural hubo un solo paso, y ambos destacaban por el pensamiento conservacionista y el interés por el mundo natural, de público y empresarios.

Y ese paso ocurrió en la segunda mitad del siglo XVII, al hacerse públicos los gabinetes. Cuando en 1759 el Museo Británico abrió sus puertas, las curiosidades como tales fueron desplegadas ahora como colecciones, lo que permitía una visión casi completa de la naturaleza.

Primero el Museo Británico, después los de París y Munich, tocaron la marcha fúnebre a una etapa, sí, llena de maravillas, de extraños embrujos con aroma a ultramar, pero también rebosante de fraudes y charlatanerías, de sirenas “fabricadas a mano”, viejas nodrizas que no lo eran tanto, de cuerpos deformes exhibidos para ponderar la “normalidad” del espectador, todo un espectáculo de lo grotesco disfrazado de maravilloso, en el que el rey indiscutible fue el empresario estadounidense Phineas Taylor Barnum.

P.T. Barnum nació en Bethel, Connecticut, el 5 de julio de 1810. De broma, el futuro hombre de negocios decía que era un hombre con suerte por no haber nacido un 4 de Julio, pues las celebraciones escandalosas lo asustaban. Al parecer eran varias las cosas que lo intimidaban, pues de acuerdo con sus propias palabras, su naturaleza más bien era cobarde, por lo que tenía “una propensión a mantenerme fuera de peligro”.

Sin gusto por el trabajo físico ni por los paisajes, Barnum no tuvo amigos ni lazos sentimentales de cualquier especie, según se desprende de su autobiografía, publicada -vaya ironía- en 1855, es decir, el año en que el poeta Walt Whitman colocó en librería Hojas de hierba, obra en la que demuestra de manera fehaciente su amor por la humanidad, al tiempo que pinta un violín a la riqueza material, por cierto, el único motor en la vida de Barnum.

La ausencia de vínculos afectivos y sentimentales explican en mucho la personalidad de Barnum, a la que Charles Baxter, en el artículo “Hatching Monsters”, publicado el 13 de enero de 2014 en la revista Lapham’s Quarterly, resume de la manera siguiente: “La vida de P.T. Barnum es uno de esos artefactos históricos curiosos: la memoria sociópata”.

Y Baxter sabía lo que escribía cuando se refirió a Barnum y su biografía, ya que el hombre, aun antes de ser empresario, era un sádico socialmente aceptado, que gozaba engañando a la gente, que detectaba las vulnerabilidades de la gente para después sacar el mayor provecho de ella.

Hombre de grandes empresas, Barnum fracasó al abrir una pequeña tienda en 1928. Para 1929 contrajo matrimonio y para 1834, una vez que había cerrado la tienda, se mudó a Nueva York, donde prácticamente comienza su carrera de embaucador. Tras comprar en mil dólares una esclava negra llamada Joice Heth, el empresario en ciernes corrió la noticia de que la mujer tenía 161 años, y que durante su vida había sido la nana de George Washington, a quien enseñó no solo a vestirse sino a caminar.

Con un fajo de octavillas, carteles y artículos de prensa que él mismo escribía, Barnum atraía a cientos de espectadores, ávidos por ver y escuchar historias. Algunas personas deseaban ser sorprendidas, por lo que daban al empresario el beneficio de la duda, otros, de plano, acudían para burlarse del empresario. Como fuera, todos pagaban boleto.

¿Y qué pasaba si el cuento se descubría? Nada, Barnum no perdía el sueño. Así, en 1836 falleció la anciana Joice Heth, supuestamente nacida en Madagascar. Aun muerta, la vieja nodriza significó beneficios económicos al empresario. Éste anunció por periódico que se montaría una autopsia pública en Nueva York, para así determinar la edad exacta de Heth.

El médico David L. Rogers fue el encargado de diseccionary analizar el cuerpo de la vieja esclava, lo hizo ante más de mil 500 personas congregadas alrededor de la mesa y ansiosos por conocer el veredicto. En lo que concierne a taquilla y apuestas -que las hubo y en grandes cantidades-, Barnum fue el gran ganador.

Resulta que el especialista señaló que la anciana a la que había realizado la autopsia contaba, a lo mucho, con 80 años. La gente montó en ira, reclamó al despiadado hombre de negocios, pero Barnum simplemente dijo que el cuerpo diseccionado en público no era el de la anciana Heth, ya que ésta había hecho tanto dinero con su espectáculo que optó por irse a vivir a Europa.

P.T. Barnum, el rey de los embaucadores, vivía en completo acuerdo con sus propias premisas. Supo, desde muy joven, manejar los medios a su antojo, fue un extraordinario publicista que comprendió que el axioma sagrado de la publicidad es tu propia capacidad de convertir las apariencias en realidad. “Céntrate en la apariencia de los negocios y generalmente la realidad los seguirá”, decía, no sin razón. Y también fue el primero en señalar que se puede crear noticias a través de la publicidad y que la publicidad puede ser noticia.

Joice Heth fue la primera maravilla que Barnum mostró al mundo. Ya con las cosas probadas, el empresario inauguró el Museo Americano de Nueva York, el cual destacó por sus “cuartos de lectura”, nombre que Barnum dio a los espacios de exhibición de cuerpos anómalos, freaks, gente inválida y deforme cuya constitución desafiaba de alguna manera las leyes euclideanas.

El espectáculo de lo anómalo, el freakshow, dio a las clases trabajadoras y campesinas, a los migrantes de Estados Unidos, una certeza de la que carecían de forma consciente: el despliegue de las diferencias, las extremidades nunca concluidas o excedidas por tumores, despertaba en el espectador la conciencia de su normalidad.

Para la investigadora Susan Stewart, “En las exhibiciones, el freak representa la denominación de la frontera y la seguridad de que lo salvaje, lo externo, es ahora un territorio”. Mientras que Charles Baxter añade: “En el freak se evidencia el impulso colonial por conocer y dominar lo desconocido, lo exótico”.

Entre las atracciones que presentó el Museo Americano de Nueva York destacan los siameses Chang y Eng, la Sirena Fiji y un hombrecillo al que llamaban General Tom Thumb.

A Barnum, empresario atroz, hay que atribuirle la idea del actual Teletón, al disfrazar su voracidad monetaria con el velo de la beneficencia social. En su contexto histórico, el empresario sabía que las personas nacidas con anomalías evidentes eran acosadas de forma tan cruel que en general terminaban suicidándose o recluyéndose. Barnum les dio un lugar para vivir y sacar provecho de sus extraordinarias diferencias.

Para 1855, el empresario de los engaños decidió que era momento de retirarse del escenario. Sin embargo, forzado por la falta de dinero, Barnum reabrió el Museo Americano. En 1871, en Brooklyn, el hombre dio a conocer El Espectáculo más Grande sobre la Tierra, que fue el preludio de una unión que tendría lugar en 1881, cuando Barnum y su más feroz competidor, James A. Bailey, crearon el Barnum & Bailey Circus, el circo más prominente que se haya instalado jamás en Estados Unidos. Entre los charlatanes que dieron cultura a Occidente, P.T. Barnum se pinta solo, al menos por una cosa, si no es que por varias. A una sociedad incrédula por naturaleza, como lo es la estadounidense, el empresario les proporcionó una puerta de escape a su vida ordinaria, llena hasta entonces solo de cerveza barata y estadísticas de base ball. Llenó el vacío existencial del norteamericano pobre con maravillas reales extraídas de este mundo gentil, con artilugios para bobos y con la exposición de cuerpos anómalos que quitaban el aliento. Dio una fe casi religiosa a una sociedad aplastada por una realidad que solo los impelía a trabajar sin saber exactamente qué hacer una vez que cobraran su salario.

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