Cuando un año termina se mira hacia atrás con nostalgia y hacia delante con esperanza, se dice.
Hace como dos años leo con avidez al filósofo francés André Comte- Sponville y la base de lo que propone es retadora, pues anula la sentencia anterior y aconseja: ya que el único tiempo real es el presente, habrá que voltear al pasado con gratitud y al futuro con confianza; tal es la base de su filosofía, a la que él llama “felicidad desesperadamente”. Si me acompañan intentaré hablar de eso: del presente.
A medida que pasa el tiempo (nuestro tiempo, el de cada quien, se entiende) la pregunta es más insistente: ¿Dónde está la vida? Claro que se puede plantear de distintos modos porque en realidad uno se pregunta dónde habita mi ser ante lo fugitivo, ante eso que llamamos tiempo, que discurre por nosotros para determinar una duración. El tiempo sin sujeto que lo experimente, que lo sujeta como el receptáculo del reloj de arena que vierte polvo a polvo el conjunto atrapado, es el desierto infinito, sin dirección, sin principio y sin fin. No soy filósofa y nada me acredita para preguntarme esto ante ustedes, pero la reflexión ontológica es humana y con la misma validez la practica el docto que el prosaico. Y como mi (de) formación es literaria acudo a sus historias con el único propósito de atrapar entre palabras este presente fugitivo.
En su “Aspectos sobre la novela” E.M. Forster imagina que existe un hipotético cuarto atemporal donde se reúnen los más grandes escritores con sus historias siempre humanas, siempre vigentes, y a partir de ello explica la idea de lo clásico. Puedo imaginar que en ese recinto conviven también sus personajes y que Vladimir y Estragon se preguntan eternamente por la llegada de Godot, mientras Romeo y Florentino Ariza aman con la vigencia de una pasión siempre latente. Las ideas que esos escritores presentan, sus historias y personajes, nos ponen delante la vitalidad de lo eterno, ésa que sólo puede latir bajo la mirada del presente.
Retomo la idea y descubro que una frase, como si fuera la entrada al oráculo o al Infierno de Dante, es el vestíbulo de mis obsesiones: “Polvo seré, más polvo enamorado”. Frase inaugural que siempre me hace estremecer y que me ha llevado a leer sobre el tiempo, la trascendencia y, desde luego, el amor. Es el último verso de “Amor constante más allá de la muerte”.
La frase en sí es una rebeldía, la consigna de la identidad que se rehúsa a perecer. Al poeta no le molesta convertirse en polvo, sin embargo, no nos habla de un alma inmaterial sino de materia sensible que se aferra a la consciencia y al recuerdo, el enamoramiento es la exacerbación de los sentidos y ese polvo por minúsculo que sea, no será polvo inerte sino vibrante, consciencia atada a un recuerdo en la eternidad de un presente perpetuo.
Luego leí a Miguel de Unamuno, un hombre lúcido para quien la tragedia de vivir no es otra cosa que la muerte que pone fin al gozo, a esa afición por estar y al drama de perder la historia de lo que fuimos. En “Niebla”, Augusto Pérez se entera de que es un personaje de ficción y que su autor va a matarlo, se entrevista con él en Salamanca y luego se pregunta “¿Será verdad que no existo realmente?, ¿tendrá razón este hombre al decir que no soy más que un producto de su fantasía, un puro ente de ficción? (…) Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo morirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe (…) Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal”.
Augusto busca venganza y desde el presente material de una página Unamuno escribe, yo reescribo y tú lector, descifras en tres presentes que se yuxtaponen, esta cita: “(…) Unamuno (…) ¡Y él se morirá, sí, se morirá, se morirá también, aunque no lo quiera (…) se morirá! Y esa será mi venganza. ¿No quiere dejarme vivir?
¡Pues se morirá, se morirá, se morirá!”. Y en efecto murió, pero sus palabras aún resuenan.
No todo son palabras en mi hipotético cuarto del presente, también está la mirada de Velázquez pintando ¿a las Meninas, o a los reyes, o a ti y a mí? Y concedo que mi preocupación es la misma: ¿Dónde queda la vida que late? ¿Somos pasado, somos presente o somos futuro? ¿O sólo el sueño de un autor que despertará en cualquier momento? ¿Cómo vivir sin angustia ante la tragedia del paso del tiempo y la muerte? El desconsuelo me llevó a Comte.
La sabiduría, dice Comte, sería vivir en el presente, en el instante sin recuerdos ni proyectos; gozar es sólo real en el presente y la esperanza es un tormento que pospone la felicidad; la materia sólo existe en presente. “Ser es ser presente” y eso basta para definirla. El presente es donde el tiempo acontece, es por donde pasa, el devenir que suprime uno a uno los instantes como el movimiento de las manecillas, la supresión de sombras, la gota de agua que cae o el latido del corazón. El pasado es del recuerdo y el futuro es de los sueños. El tiempo pasa en presente pero el hombre actúa en él con el deseo de futuro y con la experiencia de su pasado, todo ese tiempo a cuestas disponible para actuar.
En “Las ciudades invisibles”, Ítalo Calvino dice a través de Marco Polo que el viajero avanza hacia adelante sólo para descubrir que a cada paso lo que se modifica es el pasado y que todo cuanto fue cobra nuevo sentido en el presente:
Marco Polo imaginaba que respondía (…) que cuanto más se perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí (…) aquello que buscaba era siempre algo que estaba delante de él, y aunque se tratara del pasado era un pasado que cambiaba a medida que él avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos”.
El tiempo se siente en el cuerpo, en la materia que se estremece de aquello que pasa y que sólo se verifica en presencia, en presente. Nos recuerda el filósofo que para los estoicos había dos conceptos de tiempo: uno que es suma del pasado y del futuro; el otro, es el de cronos que se compone de la continuidad siempre plena de presente. Las palabras de Calvino iluminan el significado, el pasado o el futuro son estancias virtuales que no hacen más que alimentar de sentido el presente, única experiencia vital, único recinto del Ser. La existencia se suspende entre dos verdades ineludibles, una pasada: naciste; una futura: morirás, ambas certezas como columnas sostienen el presente y lo determinan. La filosofía de vivir en el presente, desde esta óptica, no es una evasión posmoderna y frívola, es la responsabilidad de saber que llevamos a cuestas un pasado que se actualiza con cada acto, la proyección de un futuro que se determina en cada paso y la certeza de que la eternidad no es otro mundo, sino el devenir mismo, efímero, siempre presente y que nos obligaría, acudiendo a Nietzsche o a Séneca a vivir con más cuidado: “Siempre tras las cosas futuras (…) no estamos nunca en nuestra época, estamos siempre más allá”.
¿Pero se puede vivir en el instante? La respuesta parece ser que no. El instante es una abstracción, una nada que conecta pasado con futuro, la duración se hace patente en acción que lo ocupa y que el hombre ocupado disipa con la espera de un mejor futuro pero que el sabio disfruta como la única eternidad posible. “La consciencia es un recuerdo; la atención, una espera y vivir no es otra cosa que la evocación y la anticipación de vivir”. En resumen, se recuerda y se proyecta en presente, estos dos tiempos no son nulos, cobran sentido únicamente en el presente, lo determinan. Por eso el filósofo alerta, hacia el pasado gratitud porque nos constituye, el sabio se alegra de haber vivido, el alma insensata es ingrata; hacia el futuro confianza, que es la esperanza fundada que no espera nada que no tenga ya, la paz continua de un presente que sabe que la muerte no es nada porque al ser la anulación no podemos temer donde no somos. Evitar el temor y la esperanza que sacrifican el gozo de vivir en presente por la espera de un ideal que siempre se pospone con el nombre de futuro pero, advierte, el presente es una dimensión de pasado y de futuro, sin ellas, la voluntad y el pensamiento no serían posibles.
Vivir el presente implica saber que los recuerdos no son la nostalgia dolorosa, sino la presencia feliz de aquello que fue y ha quedado en lo que somos. Vivir el presente es aceptar que el futuro no se controla, se prevé desde la humilde terraza del presente que lo espera sin ansia, como un tiempo que se dibuja en sueños, en imaginación o en proyectos que se van actualizando con la consciencia despierta de que a cada segundo en que los sentidos laten, la eternidad se hace presente.
Autor
Maestra en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana y profesora del ITESM, campus Toluca
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