Hace no muchos días recibí un correo electrónico firmado por una señora cuyo nombre por lo menos era notable: Christabel Darwin, en el que hacía favor de informarme que su fortuna se tornaba esperanzadora ya que recientemente obtuvo en herencia un millón de libras esterlinas. El problema es que no las podía cobrar sin mi ayuda y para ello me ofrecía la mitad de su fortuna a cambio de que le diera mis datos personales. Analicé el monitor y me pregunté acerca de las razones que tendría esta anciana (la imaginé viejita y con el pelo morado) para confiarle este secreto a un extranjero desconocido al que seguramente imaginaba idiota.
En un país en el que “El Divino”, Cabal Peniche o Raúl Salinas (por cierto, todos libres) han demostrado que la máxima de que el que no tranza no avanza, cuesta mucho ser honesto. Un ciudadano que enfrenta disyuntivas como llevar la foto de su próstata para recuperar su tarjeta de circulación o acudir ante un diligente coyote, por supuesto elige a este último para luego quejarse de la corrupción. La verdad es que ante nuestro nacional escepticismo todo nos huele a fraude; las elecciones son un caso ejemplar. No tengo la menor duda de que Peña Nieto ganó, tampoco que las elecciones se dieron en un ambiente de profunda inequidad y ahí es donde confundimos los términos, mientras los resquicios chicaneros de la ley lo permitan, todos se aprovecharán. Sin embargo, eso es probablemente una chingadera pero no un fraude.
La ciencia, a la que concebimos como una actividad noble y pura realizada por hombres y mujeres que son pura lumbrera, no está exenta de los jabonosos caminos del engaño y existen numerosos ejemplos históricos que dan testimonio de estos desvíos. ¿Recuerdan a Gregor Mendel? Sí, el monje agustino con peinado de maestra de piano que descubrió las leyes de la genética a través de su experimentación con plantas de chícharo. Pues bien, Ronald Fisher, el más grande estadístico de la primera mitad del siglo XX analizó los resultados de nuestro buen sacerdote y concluyó que Mendel había manipulado sus resultados para obtener un efecto más contundente ya que éstos eran casi perfectos y se alejaban de la dispersión natural de toda muestra estadística. El asunto no resultó gravísimo dado que el efecto encontrado por Mendel era real y lo que había hecho era modificar (“cucharear” diría el clásico) su hallazgo, eliminando los datos que no le convenían.
Remontémonos ahora a 1949 y pensemos en Kenneth Oakley, un antropólogo norteamericano que pidió permiso para analizar el cráneo del hombre de Piltdown, un fósil hallado en 1912 cerca de Sussex, Inglaterra. El descubrimiento revolucionó la antropología del siglo XX, ya que parecía que se había hallado un “eslabón perdido” entre nuestros parientes los primates y los homínidos. Algunas dudas se levantaron y fue entonces que a Oakley se le ocurrió algo elemental: fechar los huesos, encontrando que éstos eran mucho más recientes de lo que se suponía. Cuatro años más tarde se llegó a la conclusión inequívoca que el hombre de Piltdown era un fraude en el que se habían mezclado huesos humanos con los de un orangután moderno. Se habían limado cuidadosamente las zonas que hubieran hecho evidente el engaño y se habían teñido los huesos en zonas críticas. Los antropólogos de la época retiraron discretamente a esta “especie” de los libros de texto y los detectives científicos iniciaron su cacería infructuosamente ya que a la fecha no se sabe con certeza quién fue el autor del fraude.
Una última reflexión. Las políticas científicas actuales premian la fugacidad y la obtención de resultados rápidos y espectaculares. Investigaciones más metódicas y de largo plazo salen de los canales de subsidio a los que antes tenían acceso. Éste, evidentemente, es un incentivo perverso para que nuestros científicos se aparten de los caminos del honor y caigan de vez en vez en tentaciones que, cuando son descubiertas, son motivo de profundo desprestigio (a diferencia de otros fraudes, hay que reconocer que el gremio científico no perdona).
En fin, no seré yo quien señale con índice flamígero, ya que a los 18 años falsifiqué mi cartilla militar en el fraude más idiota que registra la historia.1 Sea.
Nota:
1 Ver Revista Nexos “El soldado” http://www.nexos.com.mx/?p=6470