Goethe y Beethoven están enlazados para siempre, así como sucede con las parejas que sólo viven de la cotidianidad, a través de una mentira: no es cierto que el poeta hubiera recibido el desprecio del compositor y pianista por su vasallaje frente al poder. En cambio, es cierto que ambos hacían reverencia por Bach (y quién no), pero eso no significa nada más que una coincidencia, mientras que la leyenda comprende un desplante tan intenso como el de la sinfonía que hizo más famoso al arreglista.
Goethe sí fue un cortesano del poder, incluso puede afirmarse que ésa misma fue su naturaleza y que ése fue el ethos que le impulsó por tantos lares. Ah, y también la poesía; mejor aún, para ser más precisos: el amor en todas las expresiones que él pudo asimilar, y junto con ello, o más bien precisamente por ello, encontrar la inspiración para ordenar en las letras sus sentimientos y su comprensión de la vida (digámoslo rápido) para hacer de todo eso, por primera vez en la historia del mundo, una literatura universal. Ah, Goethe, Goethe, ese canalla desprovisto de principios para quien lo juzga por sus pasiones descarrilados, y no me refiero a su energía por aprender hasta el último momento, sino a la fuerza para sufrir la pasión incomprendida de una mujer, Ulrike, que apenas lindaba los 16 mientras que él rebasaba los 74. Lo alucinante, claro, es que sin esas heridas del corazón, jamás habríamos conocido Elegía de Marienbad, tampoco hubiera vivido aún diez años más el poeta, impulsado por aquella ilusión.
Estoy en los primeros aposentos del escritor. Aquí donde miró el trabajo de pintores y fue un oidor de las aventuras de otros que ahí concurrían para hablar de sus descubrimientos por el mundo; en su habitación también, esa que tiene la puerta entrecerrada, donde escribió los primeros trazos de Fausto. También estoy en la cocina que atendía su madre con dos sirvientas y frente al reloj que tanto tiempo entretuvo al niño por sus precisiones astrológicas, y entro a la sala de visitas, la biblioteca y hasta los títeres que le entretuvieron están ahí, como han estado hace más de doscientos años. El piso rechina con los pasos, como si aún viviera el encino que se expande con sus vetas tenues por el piso. Es extraño, justo en el instante en el que salgo de su casa recuerdo sus palabras:
“¡Dejadme aquí compañeros de camino!”.
Como cuando se despidió aquel hombre de entre nosotros con la gran invitación para pensar, siempre pensar, para desentrañar los misterios naturales.
Ya estoy afuera de la casa en la que vivió Goethe. Prendo mi celular y entiendo que aquellos dos de quienes hablé al principio están entrelazados para siempre, pero no por la mentira multidicha, sino porque al escuchar ahora la Quinta Sinfonía, comprendo bien que ese enlace está entre los hombres y mujeres que viven y dan por encima de sus posibilidades.