Sabemos que en algunas culturas mesoamericanas y de Oriente Medio la escritura humana se inició con pictogramas que convirtieron a la imagen en transmisora instrumental del discurso linguístico. Más tarde la cultura de la palabra escrita y la de la imagen se divorciarían y hasta se enfrentarían polémicamente en una mutua desconfianza cultural que ha llegado hasta nuestros días. Aunque el verbo griego grafein nos recuerda pertinentemente que designó indistintamente las actividades que nosotros distinguimos como hacer trazos, escribir, dibujar y pintar.
Y en sus orígenes la escritura utilizó soportes duros, como las tablas de barro cocido o la piedra, que han permitido que monumentos como el código de Hammurabi o la piedra de Rosetta hayan llegado hasta nosotros. Pero no tenemos traza del más famoso de tales monumentos pétreos, que fue el decálogo estampado en piedra que Yahvé entregó a Moisés en el monte Sinaí, según nos relató el Éxodo y corroboró siglos más tarde Charlton Heston en suntuoso Technicolor.
Los egipcios introdujeron hace unos cinco mil años el papiro como primer soporte flexible y duradero de la escritura. Los chinos inventaron el papel y los árabes, al conquistar Samarkanda, se apoderaron del secreto de su fabricación y lo introdujeron en Europa en el siglo IX. Así nació el libro códice, el paralelepípedo de papel con hojas consecutivas unidas por un lado que ha llegado hasta hoy. Los libros estaban destinados a atesorar un contenido fijo o estable, pero sabemos perfectamente que en los monasterios medievales los monjes raspaban y borraban los textos de los antiguos autores paganos para reescribir encima textos sagrados cristianos. Éste es el origen del palimpsesto, que supuso una anomalía en el destino del libro como depósito y custodio de un texto original estable, como había ocurrido con los soportes duros primitivos. El invento de la imprenta volvió a otorgar estabilidad y autonomía a los textos escriturales que circularon desde el Renacimiento hasta el siglo XX.
Cuando apareció la computadora hace medio siglo, y más precisamente el procesador de textos informático, nació una nueva forma de soporte y de escritura, pues su pantalla supuso una regresión hacia los soportes duros del origen de nuestra civilización escritural. Y no sólo esto, sino que combinó el arcaico soporte duro con la práctica del palimpsesto medieval, ahora automatizado por medios electrónicos. ¿Qué ofrece la pantalla de una computadora sino una catarata textual, un palimpsesto automatizado que no deja cicatrices sobre su soporte, como ocurría en los soportes medievales manipulados por los monjes? La pantalla de la computadora se inscribió en el desbocado proceso de “pantallización” de la sociedad moderna, que se inició a fines del siglo XIX con la pantalla pasiva y de reflexión del cine y continuó con las activas pantallas emisoras de la televisión, de las computadoras, de los videojuegos, del teléfono celular, del GPS y de los centros de videovigilancia. Si nuestros abuelos levantaran la cabeza, seguramente el fenómeno que más les sorprendería sería la enorme densificación de la “pantallización” social, prótesis audiovisual sin la cual el hombre contemporáneo parece no poder vivir. Y este fenómeno está generando nuevas formas de escritura, como demuestran los mensajes de SMS de nuestros adolescentes, verdaderos sociolectos o jergas juveniles con sus textos comprimidos y minimalistas aunque, para compensar su frialdad telegráfica, tienen que añadir luego algunos “ja, ja” o emoticones -regresiones posmodernas hacia los viejos pictogramas- que lo alargan, en contradicción con la intención de economía textual inicial.
Y eso nos lleva a Internet, con más de mil 300 millones de usuarios en la actualidad, aunque es una falsedad seguir afirmando que es un sistema global, pues en África, por ejemplo, la población que tiene acceso a la red apenas llega al 3%. Internet es un instrumento consolidado sólo para quienes vivimos en lo que Jorge Semprún llama irónicamente “el balneario”. Aunque Internet tiene multitud de funciones, que ahora no voy a detallar, creo que las dos principales son el envío de textos personalizados, selectivos y monodireccionales, en contraste con su función de vertedero público global. Refiriéndose a esta segunda función, Umberto Eco afirmó hace años que Internet era “una gran librería desordenada”. Después de esta afirmación han aparecido buscadores especializados bastante eficaces, pero aun así el físico Jorge Wagensberg me diagnosticó no hace mucho en una conversación que “Internet es mejor para planear que para aterrizar”, afirmación con la que estoy totalmente de acuerdo. El problema de Internet como vertedero global es que en su seno valen formalmente lo mismo el paper del sabio de Harvard que el paper del tonto más tonto del pueblo. No hay más que echar una ojeada a algunas voces de Wikipedia para darse cuenta de que democracia informativa no es sinónimo de excelencia informativa, antes al contrario. Durante mucho tiempo en la voz “Román Gubern” de Wikipedia figuró, al final de la biografía del autor, el siguiente dato: “Se le atribuye el invento del trabalenguas drappakappatruko, traducido a más de 70 lenguas”. El caso es que en una ocasión en que tuve que dar una conferencia en la Universidad de los Andes, en Venezuela, la profesora que me presentó a la audiencia afirmó con mucho aplomo que mi obra estaba traducida a más de 70 lenguas. Enseguida entendí el origen de esa información. Y también hemos sabido que tanto la CIA como el Vaticano efectúan correcciones periódicas tendenciosas para favorecer su imagen pública, sus estrategias o sus doctrinas.
Este fenómeno se ha amplificado con los blogs, que no son más que versiones informatizadas y perfeccionadas derivadas de los tazebaos, o periódicos murales de la Revolución Cultural China. Quien quisiera podía enganchar en una pared su propio periódico (aunque, cuidado, no podía apartarse de la ortodoxia maoísta). Esta nueva versión de autoexpresión en el ciberespacio está muy bien, pero hay que recordar inmediatamente el principio de matemáticas sociales que nos enseña que la sobreinformación equivale a desinformación, lo que hace más necesarios que nunca los llamados “líderes de opinión”, que seleccionan de la ingente masa informativa lo relevante para el usuario. El concepto de líder de opinión se acuñó en los años 40 del siglo pasado, pero hoy es más pertinente que nunca. Cuando hace algún tiempo un senador vasco insultó al rey de España en su blog, la mayor parte de los ciudadanos españoles nos enteramos porque el filtro selectivo de los periódicos retuvo este dato como relevante. Creo que son muy pocos los españoles que cada mañana consultan todos los blogs de todos los diputados y senadores del parlamento español. Yo, desde luego, no lo hago. Y espero que alguien competente me cuente si en algunos de ellos se ha publicado algo que merezca ser conocido verdaderamente por la ciudadanía.
Además de palimpsesto electrónico, la computadora ha introducido algo que me parece muy interesante para el lector moderno y que se llama hipertexto. El hipertexto ofrece una estructura lectora de movilidad arborescente, cuya utilidad enciclopédica es notabilísima. Se trata de un palimpsesto automatizado que evoca la estructura del arcaico arbor scientiae de los escolásticos medievales, aunque ahora se trata de un árbol dinámico y selectivo, verdaderamente revolucionario en términos de valor informativo.
Y con eso llegamos al libro electrónico, al famoso e-book que produce sentimientos tan encontrados en quienes hemos crecido y nos hemos formado -intelectualmente y sentimentalmente- con el libro-códice de papel, creando con él una verdadera dependencia emocional. Yo figuro entre quienes creen que durante mucho tiempo coexistirán el libro electrónico y el libro en papel y que, por supuesto, las enciclopedias, anuarios, prontuarios y libros de consulta general tienen su destino natural en Internet. Pero pienso que el libro-códice en papel, el que aprendimos a amar en nuestra infancia, ofrece todavía algunos atractivos o ventajas que merecen ser reseñadas y cabalmente valoradas. Éstas son:
1. El libro entendido como objeto de diseño gráfico. ¿Cuántas veces no hemos comprado un libro por el atractivo de su portada?
2. El libro de papel nos permite ojear y hojear el texto con una rapidez y comodidad que no nos autoriza el libro electrónico.
3. En el libro-códice podemos ponderar de un vistazo lo que llevamos leído y lo que nos falta por leer. Es cierto que esta información numérica se halla también en la parte inferior o superior de la página electrónica, pero su ponderación es mucho menos sensorial e inmediata.
4. En el libro tradicional el ojo recibe la luz reflejada en la hoja blanca de papel, mientras que en la pantalla electrónica es una luz emitida directamente hacia el ojo, lo que produce una mayor fatiga visual, como saben todas las personas que leen textos en la pantalla de la computadora.
5. Si un libro recibe un golpe o se cae al suelo no se rompe. No ocurre lo mismo con el libro electrónico.
6. La movilidad de la lectura electrónica depende de una batería, que cuando estamos enfrascados en un episodio apasionante bajo la sombra de un árbol puede exigirnos con su impertinente pitido que lo apaguemos inmediatamente, so pena de quedarnos sin texto. Esto no ocurre con el libro de papel.
A pesar de los inconvenientes que acabo de reseñar, vuelvo a insistir en que creo en un largo periodo de coexistencia entre ambos medios, el vehículo multicentenario y artesanal y el medio electrónico. Ambos entrarán en legítima competencia en nuestro denso ecosistema alfanumérico, que está regido por la ley de los usos y gratificaciones de los medios, una ley que nos explica perfectamente por qué la televisión no ha aniquilado la existencia social de la radio, pero en cambio por qué el cine sonoro provocó la extinción del cine mudo.
Con mucha frecuencia me preguntan acerca de cómo será el futuro paisaje mediático y el horizonte audiovisual a lo largo del nuevo siglo. Cuando me inquieren con estas indagaciones de aliento futurista yo siempre pienso en una hermosa leyenda del budismo zen que cuenta cómo un joven discípulo se dirigió con ansiedad a su maestro para preguntarle: “Maestro, ¿a dónde vamos?” Y el maestro le responde con calma: “Ya estamos”.
Agradecemos al FCE la autorización para reproducir esta conferencia dictada durante el Congreso Internacional del Mundo del Libro
Autor
Pensador español, autor de El Eros electrónico (2000). Integrante del Consejo Editorial de etcétera
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