Cuando un servidor era infante, al inicio de los 70, (sobresalta a veces, reconocer la vejez propia) mis hábitos tenían la virtud de la simpleza; leía libros de manera ávida, veía series de televisión precámbricas y jugaba con mis amigos en la calle mientras el más bruto se encargaba de advertir que venía un auto por lo que había que suspender las hostilidades.
Las cosas se empezaron a modificar gradualmente, un día, azorado, vi un teléfono que no tenía cable y poco más tarde mi hermana Diana llegó con una caja más grande que mis malos pensamientos en la que venía una especie de tostadora megatónica en la que se podían ver películas a voluntad. Llegaron las computadoras (las primeras las trajo a México mi amigo Alfredo) que tenían la capacidad de almacenar un texto de dos cuartillas, y luego los celulares que en su origen eran para oligarcas ostentosos. Finalmente el asunto explotó y llegó Internet, las redes sociales, las tabletas y los drones.
Bien, el testimonio anterior además de generar una evidencia contundente de mi proceso geriátrico, lo es también de lo mucho que ha pasado en más o menos 30 años, lo cual es razonable ya que sólo un idiota que no soy yo, repelaría de los adelantos de la humanidad. Sin embargo, la reflexión pertinente es acerca de los cambios sociales que estos generan y que me interesa discutir con usted, querido lector.
Lo primero que se ha perdido es el sentido de la pausa, todo debe ser inme diato e instantáneo; he visto a las mentes más brillantes de mi generación sufrir descarnadamente porque dos palomitas azules no ofrecen una respuesta en veinte minutos. Asimismo, he sido testigo de la imbecilidad rampante de gente a la que considero lúcida sacándose fotos propias para compartirlas con la humanidad en un ejercicio que simplemente no entiendo y menos cuando las féminas costumbran parar la trompita en un gesto muy similar al de un huachinango al mojo de ajo. Conozco gente de mi edad que me reclama por no haber asistido a una reunión a la que supuestamente fui invitado, ante mi alegato de que nunca me llegó el mensaje recibo una respuesta que siempre me desarma: “Te invité en el feis”…Diosss.
La idiotez humana, que como se sabe es inagotable, ha generado un proceso social en el que los desarrolladores de estas porquerías se hacen estúpidamente ricos. Cada seis meses sale una versión nueva de la misma madre y ello genera una lucha de velocidad por adquirirlo so pena de parecer un menesteroso que no tiene el poder adquisitivo para comprar una cosa que habla consigo misma.
Hace poco leí azorado en la columna de Gil Gamés que una mujer británica había ligado por medio del confiable Facebook a un caballero que la sedujo de manera irremediable. Fue tal su poder que le solicitó que a la hora del primer encuentro, que era sexual, se pusiera una venda en los ojos porque se avergonzaba de algunas cicatrices producto de una supuesta intervención de un tumor cerebral. La incauta aceptó, y mantuvo dos años ¡dos años! Relaciones con su anónimo novio hasta que un día el sentido común le hizo retirarse la venda hallando que el hombre del tumor era en realidad una amiga de ella, misma a la que demandó (aunque un servidor si fuera juez desestimaría la demanda por imbecilidad congénita).
La tecnología se mueve vertiginosamente, la privacidad es un concepto que se diluye en la noche de los tiempos. Uno no puede salir a la calle sin que un tipo le tome una foto si es que se ha tenido la mala idea de salir en bata y pantuflas. Los drones sobrevuelan nuestros hogares con la finalidad de captar escenas indecorosas y el bodrio llamado “Big Brother” me demuestra palmariamente que todo está perdido. Nada se puede hacer al respecto por lo que mi última sugerencia es que si a usted, querido lector, lo contacta una rubia despampanante y hambrienta de sexo, cuide sus pasos… no vaya a ser su vecino.