Cuando se hizo la luz, el hombre concibió la televisión.
La distancia entre el evento y el invento es enorme, aproximadamente de unos 14 mil 500 millones de años. Es la relatividad del tiempo: la Tierra tiene 4 mil 500 millones de años y el hombre la habita desde hace 6 ó 7 millones; habita, escribimos, para señalar que es el único ser vivo capaz de incidir en su ecosistema. Así concibió la televisión hace poco más de siete décadas. Y con eso redujo el tiempo y la distancia de la comunicación a lo instantáneo Detengámonos aquí: en un segundo un rayo de luz recorre cerca de 300 mil kilómetros; en ese lapso daría diez veces la vuelta a la Tierra. La televisión hace algo similar: proyecta imágenes al instante desde cualquier sitio a donde sea. Es vista y escuchada por millones. En todo el planeta. Por eso al surgir, el aparato modificó aún más la percepción del tiempo, la distancia y la velocidad que hasta entonces teníamos, pero no lo hizo ni en un día ni ella sola. Al menos en tal sentido, no presenciamos un fenómeno inédito. ¿Cómo modificó la conducta, los valores y las prácticas de los hombres? ¿Esa es una condición privativa de aquella máquina o forma parte de un trayecto histórico en el que se asentó el imperio visual de nuestros días?
Esto es asombroso: durante los siglos XVII y XVIII se viajaba de Holanda a China en uno o dos años. Es el tiempo que ahora tarda una nave en llegar a Júpiter para desde ahí trasmitir imágenes de televisión y fotografías. Eso sucede ahora con la Luna, a la que hace 400 años vio por primera vez en un telescopio Galileo Galilei y a la que el hombre, a bordo del Apolo XI, llegó hace cuatro décadas en cinco días.1 A finales del siglo XVIII, para que un acontecimiento ocurrido en Boston fuera informado en Filadelfia a través de los periódicos, transcurrían en promedio dos semanas; a mediados de la centuria siguiente el telégrafo redujo sustancialmente el tiempo pero la televisión lo achicó a fracciones de segundo. Luego trasmitió en vivo y en directo.2 En definitiva, la televisión es parte de un proceso complejo en el que las comunicaciones son resultado de la imaginación y de las necesidades del hombre al mismo tiempo que han influido en las formas de interacción social.
Tenemos frente a nosotros varios documentos que muestran las barreras del tiempo y el espacio trastocados. Se refieren a la navegación, el correo, el tren y los aviones. Otros aluden a los grandes inventos de comunicación: el telégrafo, el disco, la radio y el teléfono. La comparación entre todo eso y la televisión es tentadora, pero no tenemos ni el tiempo ni el espacio para hacerlo. Por eso quedémonos sólo con que eso nos da una idea de los infinitos entrecruces que hay entre la comunicación y el campo inmenso y seductor que llamamos luminosidad. Aquí escogimos nada más un ejemplo: la televisión. Entendemos que eso es algo así como un zarcillo de luz que nada significa en el universo, pero que tiene un alcance definitivo en el imperio de la imagen que priva en la Tierra y por eso ayuda a comprender al hombre, aunque sea en un ápice.
Hagamos este último registro antes de comenzar. Desde tiempos inmemorables, la astronomía ha diluido pacientemente el mito de la creación mediante el análisis secular del Big Bang, incluso aunque en su origen ese análisis hubiera recurrido a Dios. En esa dirección, el desenlace de la ciencia sobre los dogmas o el fanatismo ha sido inevitable. Sin pretender escarnecer otros juicios, estamos convencidos de que la reflexión de los medios de comunicación muestra una tendencia parecida frente a la televisión, el aparato receptor, productor y trasmisor de imágenes en movimiento a distancia del que nos ocupamos enseguida.
Luces milenarias
Comprender la Gran Explosión con la que inició el universo implica una construcción intelectual y necesariamente una representación; la que sea. Son hechas mediante la profesión de fe que centra en la voluntad divina ese fenómeno o con métodos y formas científicas de análisis y verificación que disgustarían a los dioses. Sea como sea, esto requiere un grado de abstracción. Pasa lo mismo con el desarrollo tecnológico de la industria de la comunicación que, basado esencialmente en la composición de la luz y las sombras, refleja cualquier componente de nuestro entorno o genera signos que lo representa para recrearlos y de este modo incidir en el análisis y la interpretación de la realidad.
La televisión -ya sea mecánica, electrónica, analógica o digital, en cualesquiera de sus derivaciones o despliegues- no se entiende sin la electricidad y ésta no existe, igual que el tiempo, el sonido o la distancia, sin la capacidad humana para decodificarla. En ese sentido, y aunque éste parezca un enunciado tautológico, la televisión, tanto en sus caracterizaciones tecnológicas como en sus contenidos, es incomprensible sin el ethos social que le da preeminencia entre los demás medios de comunicación: sus alcances y límites son determinados por un (casi) insondable y complejo entresijo de variables económicas y financieras, sociológicas, políticas y culturales. Nos referimos a uno de los más formidables inventos del siglo XX que no es resultado directo ni unívoco de ese gran desarrollo tecnológico porque éste no ha sido ni será lineal. Si tuviéramos que bosquejar una representación de ese proceso lo podríamos plasmar igual a los espirales de la Vía Láctea. Pero como no es el caso sólo afirmamos: la televisión, junto con Internet, es uno de los máximos exponentes de la simbiosis histórica que hay entre realizaciones técnicas y cambio social, donde lo visual tiene preeminencia. Su alcance ahora es planetario.
La ácrona comparación arriba expuesta -entre el Big Bang y la televisión- registra algo más que la anécdota de una de las teorías científicas más aceptadas sobre el origen de las galaxias que fue expandida como si fuera una explosión publicitaria justo a través de la televisión, en la BBC en 1949, mediante un detractor suyo que, paradójicamente, así la bautizó. Ese algo más nos remite a la importancia de la luz, y sus múltiples formas de energía electromagnética radiante.
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El cosmos no sería sin nosotros, pero no porque la Tierra sea el centro de atención de las miles de millones de galaxias que lo integran, como creía Tolomeo, sino porque no habría representación de éste sin la acuciosa investigación humana: “Sol que sería de ti sin nuestras miradas”, exclamaría Zaratustra. La televisión tampoco sería sin nosotros. Contra todas las apariencias, tampoco es el centro del universo nuestro en el
planeta: mediático, político, social y cultural. Aunque, eso sí, en varios sentidos la televisión es también nuestra propia representación. Lo más probable es que en otros planetas haya vida, incluso inteligente y para ésta el universo sí sea. En cambio, la televisión es un referente exclusivamente nuestro, no es un invento extraterrestre ni una máquina con vida propia capaz de aniquilar la especie o ensalzarla a derroteros siderales. No somos moscos atraídos por la luz. No al menos sin disfrutarla, pensarla, comentarla e incluso retroalimentarla. No ha sucedido ni sucederá calamidad alguna o cielo en la Tierra por eso, la humanidad se sitúa más allá de tales designios. En todo caso, si algo relevante sucede en cualesquiera de esas u otras direcciones será obra nuestra y, por cierto, lo más seguro es que será televisado. En suma: Dios no nos creó a su imagen y semejanza, fue al revés, nosotros lo creamos a nuestra imagen y semejanza. Sucede lo mismo con la televisión. A ésta hay quienes la han endiosado como fuente de todos los bienes o de todos los males. Nosotros, en cambio, asumimos junto con Diderot que a Dios le disgustaría más el fanatismo que el ateísmo. Alguna vez nuestros antepasados creyeron que todo lo que sucedía en la Tierra era por los designios de Dios, en cualesquiera de las múltiples representaciones que hicieron de él. Desde mediados del siglo XX a la fecha, hay quienes creen que esas virtudes las tiene la televisión.
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El hombre se pregunta por los astros casi desde el principio. Entre esa inmemorable inquietud y la actual de analizar la televisión hay un enorme trecho que está por llegar a uno de los puntos cúspide de la cultura visual. Eso es irreversible. Es de una magnitud similar a la que tuvo el fuego en el homínido o al manejo que éste debió hacer de los temporales para asentarse. Digámoslo a lado de Giovanni Sartori, “nos encontramos en un momento de mutación genética”. Pero no basta con avizorar una nueva era y quedarnos estupefactos o sentenciar el final de nuestra especie. Hay que analizarla. Descreemos que ésta siga la ruta apocalíptica avistada como irremediable por el famoso y más citado que cuestionado intelectual italiano. Incluso él mismo acepta que tal vez exagera un poco con sus asertos porque, dice, la suya “quiere ser una profecía que se autodestruya”.3 Descuide usted, aquí no habrá profecías. Coincidimos con P. Flichy en que “a diferencia de la unidad del texto escrito, la del medio audiovisual se manifiesta más en el discurso profético que en la realidad tecnológica e industrial”, vale agregar, social y política.4 Para decirlo de otro modo: no haremos televisión, nada más ensayaremos algunos trazos para analizarla.
Echemos un vistazo a varios aspectos clave para luego mirar directo a nuestro objetivo.
Notas
1 Sagan, Carl. “Cosmos”. Una evolución cósmica de quince mil millones de años que ha transformado la materia en vida y consciencia. Grupo Editorial Planeta; Barcelona, España 1980. 366 pp. Páginas 139 y 140
2 Russell Neuman, W. El futuro de la audiencia masiva. Fondo de Cultura Económica, Santiago, Chile, 2002
3 Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. Punto de lectura, 2006, página 19. 213 pp.
4 Flichy, P. Las multinacionales del audiovisual. Por un análisis económico de los medios. Editorial Gustavo Gili, S. A Barcelona, España, 1982. 278 pp. Página 9.
Del pincel al pixel
Hace más de 100 años sucedió algo en la Tierra: la gran explosión, el acontecimiento que impulsó la expansión continua del imperio de la imagen. Igual a como sucede ahora en el cosmos, en la televisión podemos mirar y escuchar los vestigios de aquel denso e ígneo campo magnético desde el que se desató el movimiento y el cambio de la materia y la energía que, con la interacción de los individuos, se sintetiza en una pantalla.1
Los polvos estelares concentrados en aquel dispositivo de comunicación podrían ser los primeros encuentros de comunicación cara a cara: ahí se expresan los actos simbólicos iniciales del hombre; perduran hasta nuestros días como piedra de toque desde la que es útil analizar la esfera de los medios de comunicación y su influencia. Los astros de la Vía Láctea serían los dibujos rupestres y la pintura: es donde se esboza el inicio de la representación. El telescopio, el daguerrotipo, el telégrafo, el teléfono, el fonógrafo, el disco y la radio serían las estrellas de la Osa mayor: señalan, dispersos, el sonido y la imagen estática. Hay múltiples nebulosas espirales, es decir, todos aquellos inventos que precedieron a los citados. Los planetas son los primeros impactos fotográficos y el cine su puesta en armonía. La televisión integra a todo eso y más. Pero no es inferior ni superior en sí misma a cada uno de esos componentes; tampoco amalgama de éstos que tienen sus propias características. La televisión resulta de la conjugación de algo tan complejo que hay quienes afirman, y nosotros coincidimos, en que a partir de ésta puede elaborarse la ontología de la vida moderna.
El átomo primigenio de la constelación televisiva se halla en la necesidad del hombre por representar la realidad y comunicarla por medio de imágenes. Aunque en sí misma, como pasa con la Tierra en relación al universo, la televisión tiene su hábitat celeste. Lo escribe mejor Gustavo Bueno:
“La curva del desarrollo del ‘Ente televisivo’, a lo largo del siglo XX, nos indica que tras un lento aunque continuado ascenso durante la primera mitad de la centuria, tuvo lugar una suerte de floración explosiva, en tecnología y en instituciones que, a lo largo de la segunda mitad del siglo, llegaron a infiltrarse en las diversas sociedades que habitaban la Tierra y llegaron a recubrirla. La proliferación incesante de la ‘materia televisiva’ -de las emisoras, del instrumental cada vez más diferenciado, de las redes de antenas, postes repetidores, satélites, cables, técnicos especializados, cámaras, actores, directores, programadores, realizadores, presentadores, corresponsables, prensa especializada, orquestas sinfónicas adaptadas a los estudios, agentes comerciales…-determinó la configuración de nuevas corrientes y procesos dialécticos en el seno de esa misma materia o sustancia televisiva”.2
Ya detallaremos al respecto. Lo haremos con el paneo que permita ir más allá de las delimitaciones ideológicas extremas con las que habitualmente se critica a la televisión. En un polo, la denuncia y el pontificado, en otro el enaltecimiento. Son los enfoques apocalípticos o integrados sobre los que alertó Umberto Eco.
1 Este es un parafraseo hecho a partir del primer párrafo del capítulo “El filo de la eternidad”, del libro Cosmos ya citado.
2 Bueno, Gustavo. Televisión. Apariencia y Verdad. Gedisa, editorial. España, 333 pp. Página 191.