Para nadie resulta un secreto que México destaca como un país de escasos lectores. Existe un agudo desinterés de la población por la literatura. Al menos parte de esa indiferencia encuentra su raíz en el satisfecho elitismo promovido por los grupos que han marcado línea en las letras nacionales. Como observa Alberto Chimal:
“Es posible que parte de la culpa la tenga la cultura literaria mexicana del siglo pasado –que en buena medida sigue vigente hoy–, pues en aquel tiempo muchos escritores fijaron el ideal de su oficio lejos de los lectores: por rechazar el mercantilismo, o bien por esnobismo, o bien por tener más interés en cultivar la cercanía por el poder político, lo importante para ellos no era llegar a grandes poblaciones sino a unas pocas personas `importantes’”.
De acuerdo con ese elitismo el escritor debía buscar el reconocimiento de sus pares, no el de la gente común y corriente.
“Octavio Paz –sigue Chimal– elogiaba `el reconocimiento de los entendidos, que es el que de veras cuenta´. Incluso, la ruta a seguir para muchos que han venido después sigue siendo la que lleva, como escribió el poeta y ensayista Armando González Torres, a `dejar de escribir y empezar a mandar´: la actividad literaria como antesala del propio poder”.
Quien escribe para sí mismo no piensa en los lectores. Sencillamente habla consigo mismo. Si más tarde alguien se descubre interesado por esa plática solitaria es por añadidura. Abundan, sin embargo, quienes convencidos de que escriben para sí mismos no resultan indiferentes ante los comentarios que sus textos provocan en los demás. De hecho no conozco a nadie a quien no le concierna el efecto que su trabajo literario produce en sus lectores. Pero no dudo que existan escritores preñados por un divino desinterés. Seguro en el Tíbet y el Monte Carmelo. No obstante incluso San Juan de la Cruz escribe para alguien, a saber, para quienes se proponen seguir el camino espiritual que él ha seguido.
En el estrecho imaginario que gobierna el establecimiento cultural mexicano, lo contrario a la práctica monacal de la literatura es el best seller; ese que por fuerza deja de lado cualquier operación espiritual genuina. Acaso sin proponérselo, el ejercicio elitista de la literatura ahonda la división existente entre el mundo material y el mundo espiritual. Una división medieval, pero el anacronismo no constituye el peor defecto de ese solipsismo aristocrático de los letrados. Lejos de ampliar los espacios para la auténtica realización humana en el mundo que vivimos, la literatura exclusiva para entendidos los acorta y pervierte. Los acorta, obvio, porque se asume y promueve como arte para unos cuantos. Y los pervierte porque fija una falsa identificación entre calidad y arrogancia, entre alta poesía y desdén metódico a quienes no la comprenden. Los corrompe, además, porque desembaraza a los autores de la responsabilidad de crear nuevos públicos y ancla su sobrevivencia económica a la influencia política que consigan ejercer en el ágora. Obsérvese aquí que no resulta necesario ser un intelectual orgánico para ser un intelectual influyente. Poco importa si, paradójicamente, no se puede encontrar en México un intelectual que no cumpla una función orgánica para el régimen o, en su caso, para los políticos detractores del régimen. Quiéranlo o no, los intelectuales con influencia política acaban sirviendo a los políticos de uno u otro bando aunque se convenzan a sí mismos que los anima un genuino interés ciudadano.
Con todo, la literatura de escritores para escritores no integra necesariamente una gimnasia pervertida. No, no es una cosa del demonio. Quizá a algunos de sus practicantes les encante sentirse un poco o muy endemoniados, pero hace tiempo que no hay nada diabólico en ella. La perversión radica en otra parte. En la necedad que ubica la literatura para pocos como la única vía no despreciable para un escritor que ama la literatura. En la chata torcedura que ningunea a los autores de género y echa a pelear la diversión y las letras. En el dogma puritano que decreta que la única literatura apreciable es la que consumen los espíritus selectos, nunca la que resulta accesible para el gran público. La pregunta no es, entonces, ¿literatura para pocos o para muchos? pues la respuesta es literatura para pocos y para muchos.