Para que existiera la familia, el clan, la tribu, el pueblo y la sociedad, fue necesario que sus miembros acataran normas, reglas, leyes; luego crearon derechos. El ser humano no puede vivir sin reglas, lo contrario a ellas sería el caos. La religión, la ética y la moral lo contienen (que también contienen preceptos normas), pero es la ley, por sus sanciones, la que lo obliga a respetar los derechos comunes y los individuales. Lo que tomó el Derecho de lo que consideró Tomás de Aquino en su Summa Theologiae: “La ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada por el que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad”, sigue siendo válido aún.
Como quienes tienen a su cuidado la comunidad también pueden transgredir leyes, la prensa se erigió como el cuarto poder para denunciar y corregir abusos y errores. Un contra-poder que, a diferencia de los tres de un Estado, no es criticado ni sus finanzas auditada, que, además, se ofende cuando se le quieren imponer reglas. Es un poder que en muchos casos ha sido controlado por el poder político y en otros, por el poder económico.
Los medios son empresas privadas y buscan obtener ganancias, pero el periodismo es una profesión aparte; tiene un compromiso con la sociedad para informar con veracidad e imparcialidad, para servirla; por lo tanto, un medio no puede comportarse como una empresa comercial cualquiera, debe tener deberes que se autoimpone como la base de su legitimidad.
Para eso se han creado códigos de ética. Que reiteradamente ignoran los medios y periodistas. Porque esos medios, en general, están en manos de comerciantes cuyo interés no es el periodístico, por ende, en muchos casos son cómplices del poder político. Lo ético es incompatible con los intereses del mercado.
Hace más de 30 años, Manuel Buendía catalogaba a los empresarios de la prensa en dos clases: una, “la de los periodistas auténticos, de estirpe, por vocación, por aptitud, por entrega”; y, la otra, la ubicó con tres categorías: la del “hombre de negocios sencillo y rupestre” que adquiere un periódico porque cree que es buena inversión; la del negociante que adquiere uno o varios periódicos y revistas como “puntal” para otro tipo de negocios: terrenos, inversiones financieras, agencias de automóviles, ventas al gobierno, hoteles… y “la de delincuente, dentro y fuera de los negocios, que establece un periódico porque él —archimillonario, al fin— desea comprar impunidad y respetabilidad social. Además, claro, de cumplir a través del periódico, unas cuantas venganzas”.
En esta segunda clase, sostiene Buendía, “en los niveles degradados del empresarismo, se estimula la conducta antisocial del periodista en mil formas”; agrega que, aquí, “hay una sobrentendida escala de impunidades” donde “se copa, se niega, se pervierte el desarrollo profesional”.
Décadas después se habla aún de la impunidad de cierto periodismo; esta revista es un catálogo de ello (por eso mismo, los medios hacen como que la ignoran).
Como en general, la publicidad del gobierno y de empresas de la iniciativa privada son las fuentes principales de ingresos y no las audiencias, se publica la publicidad disfrazada (propaganda corporativa, la llama Pascual Serrano), se oculta que hay entrevistas y encuestas pagadas, se difunde de manera soterrada la ideología de los anunciantes; el miedo a perder esa publicidad provoca que se silencie, cambie el enfoque o minimice la información que serviría al usuario; se tuerce la verdad. Se desvía la atención con banalidades, como fotografías de mujeres desnudas o semidesnudas que oculta una misoginia; asimismo fotos de personas muertas violentamente, incentivando a las audiencias como voyeurs. Se le niega el derecho al pobre a expresarse públicamente.
Las nuevas prácticas nocivas del periodismo incluyen el plagio (copiar y pegar); competir por la misma noticia o “piratear” la nota del medio que la difundió primero. Usar “estudios” de dudosa veracidad para avalar unhecho; inventar una noticia, publicar sin verificar, sostener una información solamente por el prestigio de un periodista; mantener la vieja práctica de publicar un boletín como fue enviado de la oficina de prensa de una institución o empresa e insistir en publicar dichos (se calcula que el 80% de la información son declaraciones).
También se hacen pasar las filtraciones como periodismo de investigación, cuando esos datos únicamente deben servir para investigarla, de otra forma el periodista o el medio solamente le hace el juego y se presta a las intenciones de quien filtró la información.
Como hemos sostenido antes, la información es tratada como mercancía, por eso, señalaba Ryszard Kapuscinski:
“Tiempo atrás, el valor de la información estaba asociado a diversos parámetros, particularmente al de la verdad. Se la concebía también como un arma a favor del combate político. Hoy todo ha cambiado. El precio de una información depende de la demanda, del interés que suscita. Lo primordial es la venta. Una información se considera sin valor si no llega a interesar al gran público”.
Así que todos esos discursos sobre los medios que dicen lo que los demás callan, que el compromiso es con la verdad y lo del deber del periodismo y el servicio a la sociedad, no es cierto. Esos medios y periodistas conocen los códigos deontológicos pero no los aplican. No existe el periodismo independiente. Según Xavier Mas de Xaxàs, se miente cuando se omite información de manera intencionada y “aunque la omisión sea más aceptada que la mentira activa, puede ser igual de dañina”.
También se manipula al “crear” la noticia, hacer noticia lo que no lo es. De acuerdo con el maestro Niceto Blázquez, eso se logra al “trastocar sutilmente esos datos de modo que, sin anularlos del todo, den la noticia un sentido distinto del original en función de unos intereses preconcebidos por parte del emisor”, de tal forma que el receptor no se percate de esa intervención sin recurrir a otras fuentes.
Es falta de ética interpretar una información de manera sesgada. Si el tema verdaderamente importante es una presunta invasión de tropas, que violarían la soberanía de un país, ese no fue el punto principal de una nota, sino se enfocó en una supuesta humillación al presidente de esa nación. Esa es una versión sesgada; aparte de que no hubo comprobación de las fuentes.
Otro problema es el periodismo convergente, porque a parte de conseguir la información, el periodista debe tomar fotos y videos, hacer la nota para el medio digital, otra para la radio; una más para la televisión, y más tarde, otra nota para el medio que se imprime por la noche, todo con el mismo salario. Así, el medio se ahorra al fotógrafo y al camarógrafo. También se le exige que sepa algo de diseño y edición… Y nadie lo defiende.
Los medios exigen saber, investigan y publican sobre quiénes son los dueños de propiedades, negocios o bienes, principalmente si pertenecen a miembros de la clase política o gobernante. Pero cierran el pico a la hora de la pregunta sobre quiénes son los dueños (verdaderos) de los medios. Esto tampoco es particular de nuestro país, Access Info Europe, organización dedicada a promover la transparencia y el derecho a la información en la Unión Europea señala que sólo dos países trasparentan esa información: Austria y Croacia, cuya legislación obliga a las empresas periodísticas a poner a disposición del público esos datos. Y en España pasa algo como en México. En el Registro Mercantil el público puede acceder a cierta información, pero según Access Info Europe, “muchas empresas están registradas con el nombre del gestor, por lo que el dueño real no es el que aparece ahí”.
Mucho bien le haría al derecho de las audiencias saber a qué clase pertenecen los dueños, porque “La prensa no es sincera cuando denuncia los injustos tratos de privilegio porque ella misma tiene sus propios intereses. Su mayor defecto es la propiedad y no puede ser imparcial y verdadera defensora del bien público en la medida en que sus propietarios están interesados en otros negocios”: Niceto Blázquez.
Con esas condiciones se han venido manejando los medios desde “la noche de los tiempos”. A pesar de que los estudiosos de la ética periodística señalan que un medio debe autorregularse, no lo hacen. Pero cuando una organización o institución pretende crear reglas, leyes o llamar su atención sobre lo que considera faltas a la ética, se le crispan los nervios, se le descompone el rostro y se unen para gritar: “¡Censura!”.
Este texto no debe considerarse una perorata o apología para justificar los Lineamientos Generales sobre la Defensa de las Audiencias, tan en boga en estos días. Las leyes deben ser analizadas concienzudamente para no lesionar otros derechos. Y la audiencias y los periodistas deben estar conscientes de que, si ellos mismos no han podido autorregularse, deberá ser otro organismo el que lo haga. Ya lo había señalado hace más de 15 años el maestro Niceto Blázquez, de que en los medios, los transgresores de la ética deberían ser sancionados con algo más fuerte que una llamada de atención, antes de que sea la autoridad judicial la que tenga que ver con ello:
“Pero la experiencia enseña que, dada nuestra condición humana, las normas de conducta profesional sin el respaldo de alguna proporcionada sanción resultan inútiles en la práctica. Hay profesionales de la información que lo quieren todo: la libertad de expresión sin límites y la impunidad garantizada en caso de delinquir. El miedo fundado a que se comprometa la libertad de expresión es comprensible. Pero no es justo ni razonable eximir a los periodistas de eventuales y saludables sanciones cuando violen culpablemente las normas éticas de la profesión.
“Si los profesionales de la información no salen ellos mismos al paso de sus errores, lo harán las autoridades públicas. Los delitos informativos serán tratados entre los delitos comunes. Los vacíos éticos serán compensados por las leyes penales. Si ellos no se dan a sí mismos unos principios éticos respetables, no faltará quien se los imponga por la fuerza, con el riesgo que esto supone para el libre y responsable ejercicio de la libertad de expresión y garantía de la objetividad informativa”. (El desafío ético de la información).