“The Final Cut” (2004), cinta dirigida por Omar Naïm, muestra a un Robin Wiliams muy lejos, afortunadamente, de sus caracterizaciones bobaliconas, presentándonos en esta ocasión a un tipo reflexivo, introvertido, incluso depresivo, cuyo trabajo no le ayuda mucho a levantar su entusiasmo: es el “editor” de la vida de las personas, es decir, de lo que un chip proporcionado por la compañía Zoë Tech e implantado en las personas desde su nacimiento, registra hasta el momento de su muerte.
Durante el funeral, el material de la vida de cada individuo -ya perfectamente editado, con los “cortes” debidos de situaciones o información incómodas- se proyecta como si se tratara de una película y los dolientes tienen la oportunidad de sentir pesar y tristeza por quien se les adelantó en el viaje, aunque dicha persona haya sido una verdadera alimaña en vida. A final de cuentas eso nadie lo sabrá, para eso está el “editor”, Robin Williams, en su papel de lustrador de pecados.
Por supuesto, “The Final Cut” es un drama con un toque de ciencia ficción, la cual, como muchas en la cartelera de hoy, nos engaña con la verdad al señalar que está “basada en hechos reales”. Aquí, los hechos reales son los obituarios, el dolor de las personas y, más recientemente, un servicio que se ha puesto en boga en Europa y Estados Unidos, y que a México ha llegado. Al menos así lo informa la reportera de CNN Expansión, Ilse Santa Rita, en su trabajo titulado “Gayosso ‘sale vivo’ de su propio funeral”, publicado el 28 de octubre pasado.
Santa Rita reporta el uso de las esquelas interactivas que funerarias como la de J. García López ha puesto en práctica gracias a Internet. A través de un código QR -una especie de “código de barras”, describe la reportera- “impreso dentro de la esquela, los familiares y seres queridos pueden acceder a un video homenaje con fotografías de momentos significativos en la vida de la persona y pensamientos escritos que los familiares allegados hayan decidido dedicarle”. Para el director comercial de la agencia, Óscar Padilla, “Donde antes se colocaba un simple guión entre la fecha de nacimiento y de fallecimiento, ahora colocamos toda una vida”.
El “simple guión” entre la fecha de nacimiento y de fallecimiento al que se refiere Padilla es el que ha sido por muchos años compañero inseparable del obituario, el cual, de acuerdo con Wikipedia, es un texto que “intenta dar un recuento de la textura y el significado de la vida de alguien que ha muerto recientemente. Debe distinguirse de un aviso de muerte (también conocido como aviso fúnebre o aviso mortuorio), el cual es un anuncio pagado y redactado por los miembros de la familia, y publicado en un periódico o en varios, ya sea por la misma familia o por la casa funeraria. También se le conoce como esquela”.
En su relación con los medios, el obituario no está exento de hechos curiosos. Por ejemplo, para nadie es secreto que en las redacciones de los diarios -y ahora en las de los portales web-, cada jefe de edición tiene a la mano el famoso “zopilote”, que no es sino el obituario largo y detallado, con datos duros del personaje que por cuestiones de edad o de salud está más que anunciada su próxima partida final. No es un secreto que el “zopilote” del comandante Fidel Castro Ruz, planee desde hace varios años en las redacciones y monitores de los medios, como sucedió con el papa Juan Pablo II, que por mucho tiempo rompió las quinielas mensuales que se construían cada mes en torno a su deceso.
En 2006, a pregunta expresa hecha por un lector acerca del tema de los obituarios, Bill McDonald de The New York Times, señaló que el mencionado rotativo tenía más de mil 200 obituarios de guardadito en archivo, algunos de ellos escritos desde 1982, los cuales, si no se actualizan de forma regular, a la mera hora prácticamente hay que rehacerlos.
Al igual que lo hizo con el comportamiento humano, Internet transformó todo lo que se le atravesó en su camino.
El obituario, antaño una publicación de naturaleza sobria, que mantuvo su estructura sin cambios por muchos años, ¡pum!, de repente navega en el océano virtual, se convierte -como lo especifica Ilse Santa Rita- en “un producto digital con contenido emocional”.
Y si un obituario de alguna manera no es sino el recuento final, las últimas palabras que se escribirán de nosotros antes de que pasemos del olvido relativo al olvido absoluto, por qué no explayarse. Y, para ponerle más pimienta al asunto, una nueva industria florece en torno a la elaboración de obituarios: la especialización a través de cursos o mediante la contratación de un ghost writer que condensará nuestras hazañas, por modestas que éstas hayan sido.
Como si fuéramos eternos, pocas veces nos sentamos a pensar qué ocurrirá al momento que nos corresponda cerrar la cuenta. Casi siempre son los familiares o amigos cercanos los que tienen que lidiar con nuestra falta de previsión en todos los rubros que nos rodearon mientras anduvimos recorriendo el mundo. Ellos son los que tienen que encargarse del obituario, si se quiere dar más solemnidad a nuestro adiós, claro está.
Solo que, ¡oh, sorpresa!, resulta que nuestros familiares o amigos no nos conocían tan bien como creíamos, y cuando se les pregunta acerca del tema, solo balbucean palabras híbridas de oculto significado. Justo en ese instante, alguien preguntará por qué diablos no se te ocurrió dejar tu obituario preparado.
Aunque, seamos sinceros, tampoco es un asunto que nos deba quitar el sueño. Esa clase de olvidos (olvidos que, la verdad, son muy sanos) han sucedido todo el tiempo y en todos los tiempos. Fue en 1960, por ejemplo, que Barbara Bryan comenzó a redactar obituarios en el diario en el que trabajaba. Al darse cuenta que los deudos no tenían siquiera idea de la historia personal del muerto en cuestión decidió elaborar un curso sobre cómo redactar obituarios apropiadamente. Y, aunque suene increíble, sus estudiantes hoy se cuentan por docenas cada que abre un curso al respecto.
Sinceros y arrepentidos
El contenido de los obituarios del siglo XXI se ha vuelto ameno, no nos podemos quejar. Ya no es el ladrillote del pasado que solo ponderaba las virtudes del fallecido y nos ocultaba la parte más humana de su vida: la suma de sus vicios y defectos. La periodista Abby D. Phillip, de ABC News, publicó en agosto 19 de 2012 un artículo al que tituló “More Turn to Colorful, Confessing Self-Written Obituaries”. En él, en un tono más bien compungido, el científico Val Patterson, de Salt Lake City, señala: “Mi dolor es que me sentí invencible cuando fumé todos esos cigarros de joven, sabiendo que eran malos para mí. Lo peor de todo es que he robado a mi amada Mary Jane una década o más en la que pudimos envejecer juntos, riendo de todas esas cosas simples que llenaban y nos hacían disfrutar la vida con palabras y momentos felices”.
Conmovedor, ¿verdad?
Tampoco es para tanto, pues resulta que el tierno señor Val Petterson fue en vida un verdadero pícaro. Extendiendo su obituario, el hombre confesó a sus colegas científicos que en realidad él era un ladrón: “Soy el tipo que robó la transmisión del motor View Inn en junio de 1971”. Asimismo, sin aclarar por qué, dijo a Disneylandia y al San Diego’s Sea World que podían sacar de sus registros las “suspensiones de por vida” que pesaban sobre su persona.
Su obituario también sirvió para que Patterson diera a conocer públicamente que su filosofía de vida era “todo es cuestión de risa” y que su última carcajada la echó mientras escribía su obituario antes de morir de cáncer en la garganta el 10 de julio de 2012. Tenía 59 años y muchas ganas de seguir riendo.
Aunque, lo mejor de todo es que Val Petterson resultó ser un irreverente como se conocen pocos, y su obituario le funcionó como libreto de vodevil. Así, el Sr. Alegría llegó al punto de poner sus estudios en tela de juicio. Confesó que nunca estudió doctorado alguno y menos obtuvo un título con esa especialización. Dijo que el diploma de doctor le fue enviado por error y correo por parte de la Universidad de Utah. Más aún, con la franqueza que te brinda saber que estás en la última fase de una enfermedad terminal, Petterson añadió en su obituario que no sumó siquiera los créditos suficientes para graduarse en la universidad estatal.
Su obituario lo cierra con un sentido del humor poco común para un ser agonizante: “A todos los ingenieros electrónicos con los que he trabajado, lo siento, pero tienen que admitir que mis diseños siempre han funcionado muy bien; en esas condiciones fueron diseñados, y siempre me hicieron reír en el trabajo”.
Solo que no siempre se toma la muerte con el desenfado que mostró Val Petterson. El cofundador del imperio Apple, Steve Jobs, no bien se enteró que padecía cáncer de páncreas, comisionó a Walter Isaacson a que escribiera su legado, la biografía del genio detrás de la manzana.
¿Ego? ¿Vanidad? No. Jobs solo quería que sus hijos lo “conocieran”. Suena raro, pero así fue. “No siempre estuve ahí para ellos. Yo quería que supieran por qué no estuve y que entendieran por qué lo hice”.
Hoy, más que nunca, todo cabe en un obituario sabiéndolo acomodar.