“El populismo es una regresión democrática que la izquierda repudia”. Olvidando el punto ciego presente en toda posición ideológica, es fácil que esta mirada se convierta en un axioma entre quienes comparten una cierta experiencia del orden social. Un renovado compromiso de la izquierda con la democracia liberal, explicable a partir de una determinada interpretación de las últimas décadas, está en el fondo de las realidades cambiantes de la izquierda, la democracia o la política misma. Basta, sin embargo, apartarse un momento de esa trayectoria y conversar con quienes observan y viven el mundo desde otra historia social para percibir que la “objetividad” de esta posición es excesiva.
“El populismo es una categoría usada para desacreditar las luchas contra el neoliberalismo”. Con un diferente punto ciego, una discusión entre afectos de la mirada populista propone axiomas también vertiginosos. Hay una inversión de 180 grados en estos otros círculos, para los que la democracia liberal ¡y la misma izquierda! deben ser sacrificadas por obstruir la justicia social.
Si en el primer caso la izquierda queda subordinada a la democracia liberal, para el segundo las reacciones deben anteponerse a la democracia, la izquierda o la república. El primer caso peca de una sobreinstitucionalización de la democracia liberal, valorada como un fin en sí misma a costa de sus flaquezas sociales; el segundo adolece de una sobrepolitización de un concepto y una emoción definidos, justamente, por desvirtuar lógicas procedimentales. Enfrentadas a través de credos disímbolos de la democracia, en las dos situaciones lo que no se busca y pierde es la oportunidad de retomar una suspendida actualización de la izquierda, eclipsada, primero, por un liberalismo insuficientemente democrático y, segundo, por una valiosa protesta social encauzada, empero, bajo liderazgos reacios a la complejidad contemporánea. Por medios liberales o populistas, coincidentes en su conservadurismo, lo que se despilfarra con la ausencia de una izquierda radicalmente reformista es corregir y profundizar la democracia. En este impasse es frecuente que, según nuestro círculo de adscripción, participemos de debates autorreferentes en los que alimentamos “suicidios democráticos” (Carlos Pereda dixit).
Por ejemplo: si la decepción por la izquierda revolucionaria nos impuso la transición ideológica e intelectual por la que la democracia liberal reapareció como la única forma legítima de la política, no es difícil a partir de ahí ponderar el fin de la Historia como sinónimo de modernidad. El deseo de una normalidad política está detrás de esa promesa que ocultó bien la reserva de los mejores beneficios a sectores no mayoritarios. Con la expectativa de que la democracia liberal reconfigurada por la posguerra fría aprontaría prosperidad, se ha hecho tortuoso reconocer el desbordado optimismo y las consecuencias imprevistas de un rumbo que parecía irreprochable. Faltando esa autocrítica, particularmente complicada para las izquierdas que empujaron loablemente su propia resignificación, son aún mínimas las voces que demandan reconsideraciones urgentes y agudas, subrayando correlaciones entre empobrecimiento de la democracia liberal y un modelo económico con principios antidemocráticos. Para una parte de la socialdemocracia mexicana, el paralelismo de la democracia con el neoliberalismo no pasa aún, sin embargo, de ser una malaventurada coincidencia. “La transición democrática arrancó acá en 1977 y el neoliberalismo hasta 1982”, escuché afirmar hace poco a un intelectual socialdemócrata, como si ello pudiera eximirnos de revisitar las interacciones entre democracia y mercado.
“La mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver”, escribió Octavio Paz, quien plantea críticas a los mercados liberales que los socialdemócratas parecieran soterrar. La mucha luz de la correcta convicción de que la democracia liberal es indispensable está dejando en la sombra que para la izquierda el liberalismo debería ser un punto de inicio, pero no de llegada, precisando enriquecerle con otros valores y tradiciones. Esa heterodoxia está, por ahora, negada por un momento paradójico en el que la palidez de los programas ideológicos se defiende con el purismo de geometrías teóricas desfasadas.
Pero pongamos también el ejemplo contrario, cuyas causas sus propios adversarios tuvieron que reconocer. La democracia en México —cito de memoria un análisis socialdemócrata— no ha ofrecido un cambio positivo para las mayorías. Con un malestar justificado, sectores agraviados encontraron en la simplista, pero no enteramente falsa, narrativa del populismo una reivindicación tan poderosa en términos de agencia política que, presurosamente, oscurece su recaída en un fallido libreto. Comparado con otros, el lopezobradorismo es aún un “populismo moderado”. Con todo, la distancia frente a un “populismo cívico”, que no rompa pero sí expanda las barreras de la democracia liberal, se ha hecho evidente. La cara más visible de ello es un estilo personal de conducción que ha servido para desplazar las críticas del proceso más lamentable: la continuada falta de un Estado social. Si esto se ha alejado por un líder sobreimpuesto a las mediaciones institucionales, no debe olvidarse que el sueño de ese Estado de bienestar fue antes deformado por la reforma neoliberal avalada por la socialdemocracia. Populismo y neoliberalismo son esta especie de gemelos ideológicos, a decir de Adam Przeworski.
En la épica populista llama la atención la facilidad con la que sus seguidores están también dispuestos a desahuciar el efecto que una izquierda radicalmente reformista podría tener sobre la democracia liberal. Para los socialdemócratas, el disminuido lugar de la izquierda pareciera no trascender el centrismo ideológico, no bajo una economía mixta con capacidad de desmercantilizar, sino maniatado por una economía desregulada. Subsumirse para ser moderna es un imperativo disimulado en esta posición conversa al realismo económico. “La economía es de derechas y la política social de izquierdas”, rezan algunas voces socialdemócratas. Pero para el populismo la propuesta resolutiva es más desmesurada. Si la izquierda previa al vuelco de 2018 pone remilgos al nuevo rumbo, esa izquierda es cómplice del statu quo y no caben apuros en desaparecerla. ¿Ser de izquierdas hoy es ser populista?, resulta de este modo una pregunta que para los populistas habría dejado de tener sentido, convencidos de que lo suyo tiene más miga que cualquier linaje ideológico. Con estos amigos la izquierda no necesita rivales.
Dos últimas ideas. Vista desde el siglo XIX, la historia de las izquierdas no ha sido otra que la de los compromisos con la realidad. Primero, para validar la universalización del sufragio como su entrada a instituciones burguesas de la democracia liberal, una vez entendido que la utopía de una contrasociedad no sería factible dentro de la dependencia capitalista del Estado. Los votos de las clases obreras no bastaron nunca para transitar al socialismo. Descubierto esto, los socialdemócratas transigieron con una democracia liberal, que durante la posguerra los tuvo como columna vertebral. Posible por una excepcionalidad histórica, el liberalismo acusó recibo de exigencias sociales imposibles de desatender. Ese liberalismo progresista, igualitario y cercano al socialismo democrático sostuvo un “compromiso de clase” entre capitalismo y democracia, merced al que un Estado social con redistribución económica entró en el campo de lo real. Ese original “compromiso histórico” comenzó a romperse en los años 70, y recordarlo hoy cuando otro sentido común defiende la libertad económica por encima de las restricciones colectivas luce como una memoria cruel. Este renovado compromiso que las izquierdas se vieron impelidas a suscribir continúa siendo una imprescindible conciliación con los límites de la democracia liberal. Pero, al quedar ese compromiso desprovisto del otrora equilibrio entre capital y trabajo, el resultado redujo la democracia.
Para ciertos sectores puede ser ideal que la democracia no sirva más que para elegir gobernantes. Esa lectura, condicionada por experiencias y fortunas intelectuales y materiales, reprocha a quienes son ajenos a esa historia social su incomprensión de los dilemas democráticos. Mitos y degradaciones de la ciudadanía, se ha llegado a decir dentro de esta mirada, causan el rechazo a la democracia liberal. Un tipo de izquierda, demasiado segura de estar del lado correcto de la historia, ha dejado de repensarse por fuera del consenso liberal, democrático y conservador que la relegó. La reacción populista a esta penumbra, lo dije ya, me parece igualmente desactualizada.
Quiero pensar que una salida se halla en la reactivación de un liberalismo progresista, igualitario y democrático. Y es que el liberalismo, a decir de Russell Jacoby y Stephen Holmes, perdió sensibilidad social con la retirada del socialismo como una ideología que demandaba su mejor versión. El neoliberalismo, y ahora el populismo, no remplazaron ese espejo con el que el liberalismo se vigorizaba. Recuperar el liberalismo integral, plantea Holmes, serviría para deshacer falsos dogmas para los que este sería contrario al Estado de bienestar y la limitación de los mercados. Sólo bajo la hegemonía neoliberal pudimos aceptar un neoconservadurismo así. Precisamos, pues, de un liberalismo enérgico con el que la socialdemocracia pueda comprometerse en términos de exigencias sociales y frente al que los populismos entiendan que combatir a la izquierda y a la democracia liberal es absurdo. ¿Será esto posible?
Bibliografía
Holmes, S., Passions and Constraint. On the Theory of Liberal Democracy, Chicago, U.P., 1995.
Jacoby, R., The End of Utopy, Nueva York, Basic Books, 1999.
Przeworski, A., Las crisis de la democracia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2022.