A mi me parece más o menos claro que cuando hablamos de propaganda política y electoral hacemos referencia a una actividad humana que involucra la difusión de opiniones, información e ideas correspondientes a un partido o a un candidato con el fin de usarlas para hacer proselitismo, ganar adeptos y conseguir votos para un cargo de elección popular.
Nuestro código de elecciones vigente define la propaganda electoral como “el conjunto de escritos, publicaciones, imágenes, grabaciones, proyecciones y expresiones que durante la campaña electoral producen y difunden los partidos políticos, los candidatos registrados y sus simpatizantes, con el propósito de presentar ante la ciudadanía las candidaturas registradas”. Lo que esos escritos, publicaciones, imágenes, grabaciones, proyecciones y expresiones contienen es precisamente información, ideas y opiniones del candidato y/o del partido que pretende el puesto.
La exposición de esa información y de esas ideas y opiniones por la vía de la contratación de tiempo en radio y televisión está -recordémoslo, porque es fundamental para el proceso democrático- prohibida en el artículo 41 de la Constitución, siendo esta medida el eje estratégico de la reforma electoral de 2007, cuya filosofía se rigió por la misión de sustraer las competencias electorales de la influencia determinante del dinero invertido en los poderosos mass media.
Sirva esta explicación, amable lector, para poner de relieve una -por lo menos- aparente contradicción entre este mandato constitucional que ha sido clave para apuntalar el principio de equidad en las condiciones de la contienda comicial y el nuevo texto que en el marco de la reforma de telecomunicaciones y radiodifusión -tan aplaudida recientemente- se plasmó en el artículo séptimo constitucional para ampliar y fortalecer la libertad de expresión. Veamos a que me refiero: El artículo 41 constitucional -vigente-, en su fracción tercera, apartado A, estipula puntualmente lo siguiente:
“Los partidos políticos en ningún momento podrán contratar o adquirir, por sí o por terceras personas, tiempos en cualquier modalidad de radio y televisión.
Ninguna otra persona física o moral, sea a título propio o por cuenta de terceros, podrá contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, ni a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular. Queda prohibida la transmisión en territorio nacional de este tipo de mensajes contratados en el extranjero.”
Por su parte, el nuevo texto del artículo séptimo dispone -según la redacción que mantiene hasta el momento de escribir estas líneas, dado que el proceso de reformas aún no ha concluido-:
“Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio. No se puede restringir este derecho por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones.
“Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura, ni coartar la libertad de difusión, que no tiene más límites que los previstos en el primer párrafo del artículo 6º. de esta Constitución. En ningún caso podrán secuestrarse los bienes utilizados para la difusión de información, opiniones e ideas, como instrumento del delito”.
Lo novedoso de este artículo séptimo respecto de su redacción anterior estriba principalmente en que la protección constitucional antes era solo referida a los escritos y su publicación, en tanto que ahora -en su primer párrafo- se extiende a la difusión de opiniones, información e ideas “a través de cualquier medio”.
Sin duda se trata de una norma que fortalecerá sustancialmente el ejercicio de la libertad de expresión, más si se considera que la garantía ha sido reforzada significativamente cuando se señala contundentemente que no se puede restringir ese derecho por vía alguna que se encamine a impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones. Ni duda cabe de que esto representa un avance y un crecimiento de las libertades democráticas en México.
Sin embargo, amable lector, no es que yo quiera ser un aguafiestas -como luego se dice-, pero resulta que la redacción del segundo párrafo me parece insuficiente para armonizar las normas referentes al tema, porque solamente contempla, respecto del nuevo derecho a difundir ideas, opiniones e información por cualquier medio, los límites previstos en el primer párrafo del artículo sexto de la propia Constitución -concretamente ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provocación de algún delito, o perturbación del orden público-, pero no las restricciones previstas en el apartado A, fracción tercera de su artículo 41, referentes a la prohibición a cualquier persona de contratar propaganda en radio y televisión dirigida a influir en las preferencias electorales de los ciudadanos, a favor o en contra de partidos políticos o de candidatos a cargos de elección popular.
Quiero decir que diez años de experiencia como Director de Radiodifusión del IFE -entre 1995 y 2005- me enseñaron a tener en muy alta estima todas aquellas medidas que tendieron a reducir sustancialmente la influencia del dinero en la competencia electoral y el abuso de las comercializadoras de tiempo en radio y televisión, que solían ver las campañas electorales con la misma avidez con la que esperaban los multimillonarios recursos que suelen acompañar a la publicidad mercantil en torno a las olimpiadas o los mundiales de futbol. Por ello sostengo que no debe permitirse una contrarreforma electoral que le devuelva al dinero su perniciosa influencia desequilibradora sobre la competencia entre partidos políticos y candidatos por los puestos de representación.
Mi convicción es que debe mantenerse la prohibición prevista en el artículo 41. Al mismo tiempo estoy convencido del beneficio que para la libertad de expresión representa la reforma del artículo séptimo constitucional en el marco de la reforma de radiodifusión y telecomunicaciones. Representa un fortalecimiento indudable de los derechos humanos y de los principios constitucionales del régimen democrático. Considero, en consecuencia, que es necesario reconocer, en primer lugar, que existe una aparente disonancia entre los fragmentos que hemos abordado de los artículos séptimo y 41 constitucionales, y en segundo lugar, incluir en el segundo párrafo del artículo séptimo la previsión sobre los límites señalados en el 41, referentes a la contratación de propaganda electoral en radio y televisión.
Es necesario hacer la salvedad a que me refiero, porque de lo contrario se corre el riesgo de que distinguidos notables del mundo intelectual -como Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín- encuentren nuevos motivos para volver a la carga con otro juicio contra el corazón de la reforma electoral de 2007.
Cuenta una de las leyendas de la mitología griega que cuando el rey Ulises, de Itaca, había tardado demasiado en regresar de la guerra contra Troya, al grado de que muchos lo consideraban muerto, a su bella esposa Penélope le surgieron varios pretendientes, que a medida que transcurría el tiempo elevaban el tono de sus exigencias. Entonces Penélope, que había hecho una promesa de amor a su marido y no deseaba romperla, dijo a los pretendientes que habría de elegir a uno cuando terminara de tejer una manta, misma que comenzó a confeccionar a la vista de todos. Pero como ella no tenía intención alguna de terminarla, en las noches se dedicaba a destejerla. Pensaba que así calmaría los ánimos de los pretendientes, hasta que regresara su esposo.
Si no queremos que el proceso de reformas en curso funcione como el tejido de Penélope, deben hacerse las previsiones y las salvedades necesarias para impedir que un avance en materia de comunicación promueva el retroceso en la equidad electoral.
Lo del rey Ulises, la verdad, es otra historia…