Este texto fue publicado originalmente el 27 de febrero de 2017.
Reivindico la denuncia de la estupidez. En todas sus formas, en particular la burla porque me gusta la risa como recreo de la inteligencia, hasta por las gesticulaciones grotescas del rostro que en aquella memorable obra de Umberto Eco, a los ortodoxos religiosos (idiotas) les parecía propia de simios.
No solo me gusta advertir sobre la estupidez ni solo lo disfruto, estoy convencido de que la renuncia del pensamiento es uno de los actos más cuestionables en los seres humanos, entre otras razones, porque es de lo único que estamos provistos para establecer contextos civilizatorios, más aún, para pretender la equidad que no en la inteligencia sino en las cosas se haya determinada desde tiempos inmemoriales. Es decir, festejo a Diderot y su denuncia del argumento idiota en favor del esclavismo y río de las proclamas de la iglesia que le exigieron humildad, vale decir, enterrar los sentimientos que explotan del agua y las pasiones en vez del temor a Dios; Diderot era soberbio sí, pero no en el significado de la evocación religiosa -que así alertaba contra el rebelde- sino en razón de sus capacidades para no aceptar esa condición, la esclavitud, que entonces la creencia dominante la definía como propia de la naturaleza.
La estupidez es la renuncia del pensamiento razonado y una de sus peores expresiones es buscar el sometimiento del otro con justificaciones de la fe, por ello admiro a Leonardo Da Vinci, quien rechazó los bienes de la iglesia o el patrocinio de los Medici al querer dictarle el contorno de su arte, y admiro también a esa gran burla del papa pintada en los techos memorables por Miguel Ángel. Ah, qué decir del gran Voltaire en su burla perpetua del fanatismo y de tantos otros que al anteponer la inteligencia nos han hecho más humanos. Ah, el donaire burlón de Antonio Gramsci en sus cuadernos contra la ignorancia de los exponentes del fascismo.
¿Tiene sentido reír del que miente porque antes no averigua? Sí, en la política como en la vida misma, desde la difusión de bulos hasta la despreciable invitación para que las personas no se vacunen, como si el tiempo no hubiera pasado, con la misma impronta de hace siglos para denostar a Pasteur, entre otras razones por su falta de humildad y negarse a respetar los designados divinos. Tiene sentido hacer el escarnio de esa actitud sí, y más cuando se hace a sabiendas de que se miente para abrir paso a la proclama o al sentimiento primitivo porque carece de ideas para asirse y que, como la Santa Inquisición hizo, solo responde con flatulencias en la boca o los prejuicios a flor de sentimiento, de ahí que ese sea uno de los primeros tribunales en condenar a las mujeres que no querían el sometimiento por impías, en silenciar a las grandes mujeres por su inteligencia, llamarles putas casi siempre o frívolos seres que solo se aprovechan de su figura calipigia.
Hay que reír no de quienes creen, eso es un asunto suyo, incluso aunque depositen en los astros su propia destino o estén convencidos de la reencarnación. Hay que reír de quienes de eso hacen un catecismo, su misión lo mismo como testigo de Jehová que como visionario que nos quiere abrir los ojos y persuadirnos de seguir sus dictados.
Bromear sobre el farsante que quiso los laureles todos consigo como Pierre Curie encima de su esposa, es como mostrarles la lengua y pronunciar el nombre de Mary Curie y reír de aquel fervor que la condenó por ser mujer, ah, y por tener un amante tras la muerte de su esposo. Esa burla en nuestros días se ensaña con la misoginia, qué bueno, y también contra el otro extremo, lo políticamente correcto, que exige silencio y uniformidad a los demás.
Suscribo la burla que nos hace libres, desprecio la humildad que se desprende del temor e incluso de la renuncia a lo más maravilloso que tenemos los hombres y las mujeres, pensar; no hacerlo es uno de los siete pecados capitales contemporáneos, además de los que Savater ya propuso en sendos libros.
Sugiero la burla de quien no busca explicaciones sino solo confabulaciones para “entender” la existencia humana y hasta el diario trajín de la disputa pública por el poder, lanzar sonoras carcajadas a quien no acepta más prédica que la suya, al que acusa al otro sí ese otro no piensa como debe ser, al que siente encarnar la solución de todo lo que nos acontece y, desde luego, burlarse de quienes creen en esos pases mágicos.
Cuánta razón tiene Voltaire, sin duda hay ideas que no merecen respeto desde tiempos inmemoriales hasta nuestros días, no lo merecen quienes creen encarnar una raza milenaria por encima de los demás, no la merece el tonto que exige respeto a esas costumbres de los demás no lo merece la ignorancia.
Siempre valdrá la pena buscar que prive la equidad entre hombres y mujeres (equidad, no igualdad), que no haya diferencias por razones de género, piel o pertenencias y roles sociales, incluso aunque parezcan irremediablemente los estamentos, el desarrollo de la civilización se explica por esa búsqueda histórica. Pero nada de eso opera frente al idiota que sin pensar busca igualar su opinión con los demás y menos aún que busque el mismo respeto cuando infringe una de las más elementales reglas de la ética que es hablar sin saber, pontificar sin pensar y difundir mentiras sin verificar y luego… Exigir respeto. Al menos el mío, no lo merece y estoy convencido de que el intercambio generoso entre los distintos puntos de vista siempre implica la buena fe del que no todo lo sabe ni puede saberlo.
Desde luego que por todo ello coincido con quien quizá sea uno de los últimos exponentes del pensamiento ilustrado, Umberto Eco, cuando aludió a las legiones de idiotas que las redes sociales sacaron de las tabernas para permitirles aludir en Italia al falo enorme que se imposta por encima del Vaticano porque Dios está furioso, al idiota que en Francia alude a atentados terroristas inexistentes, a los usuarios españoles que justifican el escarnio contra los homosexuales, a los costarricenses que celebran la vida privada ultrajada de una funcionaría o a la estupidez de los argentinos que deploran a la mujer que exhibe los senos en las playas, al brasileño que aplaude como mico la prostitución de niños en las favelas y al mexicano que del cumpleaños quince de una niña hace una fiesta nacional que es también un desmadre y una catarsis que exhibe su doble moral y su racismo. ¿Hay que reír de todo eso y tener presente que son legiones de idiotas, representantes del mismo abandono de la inteligencia que acompaña a los hombres y a las mujeres desde su origen? Sostengo que sí, y con la soberbia propia de quienes estamos dispuestos al intercambio de razones y no a darle estatus intelectual a la idiotez.