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domingo 22 diciembre 2024

Un mexicano constructor

por Raúl Trejo Delarbre

Mi padre murió el jueves. Los últimos días fueron difíciles. El mes próximo hubiera cumplido 93 años. Fue un hombre íntegro, con una personalidad cargada de contraluces. No era perfecto aunque, no siempre en broma, se ufanara de serlo. A últimas fechas le fallaba la memoria, la autocrítica nunca fue su mejor atributo y siempre le sobraron desprendimiento y una radical honestidad.

Menciono a mi padre en este espacio no por la pedantería que me llevaría a suponer que lo que es importante para mí lo es para quienes se asoman a esta columna. Me permito conversar aquí sobre él porque creo que su historia es la de muchos mexicanos que, en la segunda mitad del siglo XX, se esforzaron para trabajar con empeño, respaldaron la construcción de instituciones básicas, no buscaron ni acumularon fortuna y les bastó con la satisfacción de haber hecho bien su trabajo.

El ingeniero Raúl Trejo Cabrera pasó casi toda su vida laboral construyendo obras contratadas por el sector público. A comienzos de los 50 fue uno de los millares de profesionales de la construcción que hicieron Ciudad Universitaria. Estuvo en la construcción del edificio de la SCOP, entre muchos otros. En los años 60 creó y dirigió las plantas que producían durmientes de concreto para vías ferroviarias como la que conducen al tren Chihuahua-Pacífico. En varias etapas las empresas para las que trabajaba lo enviaron a construir hoteles, edificios de viviendas u oficinas públicas en media docena de estados.

La generación de mi padre confió en el progreso porque lo hizo avanzar paso a paso en cada autopista, en cada hidroeléctrica o en cada complejo habitacional. El desarrollismo no fue una ideología sino un contexto económico y político. Los mexicanos de esa generación participaron de la expectación ante la Segunda Guerra, admitieron el tránsito del cardenismo a la revolución institucionalizada, disculparon excesos, pero también reconocieron logros del régimen así solidificado, transcurrieron sus años más productivos en un país enormemente estratificado y desigual, pero en donde el esfuerzo personal permitía vivir con decoro. La clase media se expandió, amortiguando las tensiones entre quienes padecían pobreza extrema y los muy adinerados.

Mi padre desde joven tenía simpatías de izquierdas pero tengo la impresión de que, cuando votaba, era por el PRI. Una de nuestras peores discusiones ocurrió en el verano de 1988, cuando cuestioné el comportamiento de Cuauhtémoc Cárdenas, que se negaba a reconocer las evidencias de su derrota electoral. Aunque era varios años mayor que él, había coincidido con Cárdenas en la Escuela de Ingeniería. También conoció a Heberto Castillo, de quien le interesaban más sus ingeniosos sistemas constructivos que sus aventuras políticas.

Creo que el ingeniero Trejo quería ver al país como uno de los edificios que hacía: son fundamentales los cimientos –sólidos, profundos, resistentes–; luego columnas y muros de carga capaces de soportar tensiones inesperadas; las losas de cada piso deben tener elasticidad pero también firmeza; a las viviendas hay que edificarlas pensando en las necesidades de la gente, con sentido común. La mejor ingeniería es la que prevé y resuelve problemas en vez de ignorarlos o crearlos.

En los meses recientes fue incapaz de comprender —igual que tantos de nosotros— decisiones como la cancelación del aeropuerto en Texcoco. Había estudiado el diseño de esa obra y se interesaba en el fascinante esfuerzo constructivo que representaba.

Para ingenieros como mi padre, la edificación de la infraestructura que acompañó y propulsó el desarrollo mexicano fue un compromiso profesional y, por decirlo de alguna manera, una oportunidad ética y patriótica. La obra pública, promovida y garantizada por el Estado, era la forma de afianzar al país. La utilidad social de esa obra pública estaba por encima de la corrupción. Frente a quienes se beneficiaron de manera ilícita de las contrataciones discrecionales y opacas que eran la norma en esos años, hubo millares de constructores que vivieron de su trabajo y para su trabajo.

Mi padre siempre celebró el pensamiento analítico. Aseguraba que antes de hacer las cosas hay que entenderlas. Consideraba que la ingeniería es la aplicación práctica de las reglas de la física. De no haber sido ingeniero civil le hubiera gustado ser físico. Se entusiasmaba con la obra de Stephen Hawking, en donde el raciocinio no entra en disputa con la creatividad. En los años recientes, antes de que el glaucoma le embargara el gozo de la lectura, se interesaba mucho en el colisionador de hadrones instalado entre Francia y Suiza. Le apasionaban las matemáticas, hojeaba encantado sus textos escolares de trigonometría y nos pedía libros sobre extravagancias como el teorema de Fermat.

Esa vocación por la lógica no lo preservaba de arrebatos que podían ser destempladamente arbitrarios y de los que luego se arrepentía. Más allá de esos fastidiosos momentos, trataba de ser un hombre justo. La racionalidad como imperativo convivía con discretas inclinaciones estéticas y con un interés por los asuntos públicos, secundarios a la vocación ingenieril pero presentes siempre. Cuando yo era adolescente su biblioteca estaba repleta de volúmenes sobre concreto reforzado y resistencia de materiales. Pero allí encontré además los primeros libros que leí de Mariano Azuela, Luis Spota, Carlos Fuentes, Gustavo Sáinz, entre tantos otros. En casa, desde que era niño, a diario recibíamos Excélsior y cada jueves la revista Siempre! Aunque nuestra situación familiar siempre fue modesta, nunca faltaron novedades literarias y hemerográficas.

Mi padre tenía una habilidad manual que para su pesar no fue hereditaria y que le permitía hacer carpintería y mecánica automotriz. Muchos de los libreros que tenemos en nuestras casas los hizo o diseñó él. En su taller doméstico acumuló centenares de  desarmadores, serruchos, leznas, taladros. Cuando en su casa se requería alguna reparación eléctrica o de fontanería se empeñaba en hacerla él mismo –no siempre con éxito– y se negaba a que contratáramos a alguien para realizarla.

Nació en Guadalajara (le iba a las Chivas, aunque desde hace poco, con una condescendencia inusitada en él, se interesaba en los Pumas) pero su patria chica era San Luis Potosí, en donde creció y, más tarde, levantó o remozó inmuebles. Algunos de sus amigos hicieron política local y le ofrecieron cargos estatales y municipales que afortunadamente nunca aceptó. Cuando se metía en el túnel de los recuerdos (es decir, constantemente) hablaba con gusto de la época en la que vino a estudiar Ingeniería en la Universidad Nacional. Llegó a vivir con su hermano mayor, que a su vez cursaba Medicina, en una maltrecha pensión de estudiantes en el viejo barrio universitario. Me contaba que en el Palacio de Minería, donde estaba la Escuela de Ingeniería, había una alberca de agua gélida.

La semana pasada, mientras escuchaba su respiración angustiada en el cuarto de hospital en el que pasó sus últimos días –y desde el cual lo llevamos a su casa, donde murió en cuanto llegó a su habitación, en la que mi madre le aguardaba– pensaba en los méritos con frecuencia soslayados de muchos mexicanos como él. Gracias a ellos el país que recibimos fue mejor que el que les dejaron quienes los precedieron. Mi padre fue uno de esos muchos mexicanos que trabajaron, crearon, edificaron y anhelaron con integridad y confianza en su nación. Su recompensa fue saber que cumplieron con sus responsabilidades. Gracias, papá.


Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 29 de abril de 2019, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.

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