Cuando no quiere responder a una pregunta incómoda, el licenciado Andrés Manuel López Obrador dice que es dueño de sus silencios. No es así, pero lo que resulta cada vez más evidente es que no siempre es dueño de sus palabras.
Un día sí, y al otro también, el presidente de la República incurre en notorios despropósitos, se deja llevar por el temperamento pendenciero que le dio tan buenos resultados en campaña pero que resulta impropio e ineficaz en un gobernante: habla como si se encontrase en una plaza pueblerina colmada de adláteres suyos a los que es preciso soliviantar y se le olvida que gobierna un país cuya pluralidad tiene la responsabilidad de reconocer y respetar.
Dominado por la irreflexión, el presidente López Obrador se ha vuelto rehén de una retórica de buscapleitos con la que intenta respaldar decisiones autoritarias. Lo que consigue con ese desprecio a quienes no opinan como él es acentuar la polarización de la sociedad mexicana.
El presidente no tolera que lo critiquen. No es un político sintonizado con la diversidad y la interlocución que son características de las transiciones democráticas. Él se quedó estancado en el priismo patriarcal, en donde la figura presidencial era sacralizada con aludes de convenencieros aplausos, ante el forzoso mutismo de quienes no estaban de acuerdo. Hace medio siglo la sociedad mexicana le dio la espalda a ese estilo autoritario pero nuestro presidente no quiere darse cuenta.
Esa intransigencia conduce al licenciado López Obrador a descalificar a quienes no se subordinan a lo que dice y hace. Encarrerado en el denuesto veloz, con frecuencia se equivoca.
Nadie puede responder al vuelo, sin tropezar, a todo lo que le preguntan. Las homilías mañaneras le permiten al presidente influir en la agenda de los asuntos públicos pero —con frecuencia— de la peor manera. El encuentro cotidiano en Palacio Nacional se ha convertido en una rebatiña de gritos y favoritismos en donde resulta escasa la posibilidad de que formulen preguntas los periodistas profesionales, enviados por medios serios. Las primeras filas y la atención del presidente están acaparadas por los adeptos que alaban, en vez de interrogar. Cuando algún periodista auténtico hace una pregunta que le desagrada al presidente, en vez de respuesta es posible que haya alguna imprecación.
Así sucedió el viernes 14, cuando una reportera de Sonora preguntó si habrá un impuesto federal por la tenencia de automóviles. El presidente respondió con indignación: “es increíble cómo inventan cosas nuestros adversarios, los del partido conservador, y muestran el cobre. No cabe duda de que la verdadera doctrina de los conservadores es la hipocresía, y son muy cretinos, con todo respeto, porque ahora que estamos defendiendo a México, defendiendo nuestra soberanía, en vez de cerrar filas y de ayudar están apostando a que nos vaya mal, desde luego, no todos”.
La obsesión del presidente con los conservadores se ha convertido en una suerte desubicación ideológica e histórica. Si somos rigurosos, la política del actual gobierno es, en muy buena medida, conservadora. El rechazo a que aumenten los impuestos de tal manera que quienes ganen más tengan obligaciones fiscales más altas, se ha convertido en una espléndida defensa de los más adinerados. Por otra parte, con muchas de sus decisiones el presidente perjudica a los más pobres y a las personas de clase media.
La intemperancia con la que injurió a quienes ubica como antagonistas suyos da cuenta de la tensión que experimenta el Presidente, sobre todo después de la rendición que tuvo que admitir ante el gobierno de Estados Unidos, pero también indica la pésima información en la que sustenta sus afirmaciones. La posibilidad de que haya tenencia en todo el país (ahora es un impuesto local que se cobra sólo en algunas entidades) fue planteada días antes por el diputado Alfonso Ramírez Cuéllar, presidente de la comisión de Presupuesto en esa Cámara. No se trata de un “adversario” de López Obrador sino de un miembro de su partido. El desliz que cometió el presidente acaparó la información acerca de esa conferencia de prensa. La agenda que estableció de esa forma no era la que buscaba comunicar. En vez de propiciar la unidad entre los mexicanos, como dijo también esa mañana, López Obrador hizo todo lo contrario.
La propensión a descalificar a quienes considera que tienen desacuerdos con él manifiesta una inquietante e insuficiente civilidad política de nuestro presidente. En una sociedad abierta como la que hemos construido, los desacuerdos se ventilan de manera pública, a partir de hechos y con argumentos. La conducta de otros gobernantes, que han sido reacios a la conversación pública, no exime al actual presidente de esa obligación democrática.
Al presidente no le gusta discutir. No tiene el ánimo de diálogo que hace falta para admitir como interlocutores, y de esa manera respetar, a quienes discrepan de él. Esa carencia en el talante del presidente propicia innecesarias confusiones en el escenario interno pero, además, contribuye a debilitar las posibilidades del país en sus relaciones exteriores.
El presidente, al menos hasta ahora, se niega a acudir a reuniones con otros gobernantes. Es natural que se sienta más a gusto en sus recorridos por el país, en donde miles de ciudadanos le aplauden cada promesa e incluso cada dicterio, que en el intercambio con iguales suyos que gobiernan otras naciones y que no necesariamente están de acuerdo con él. Pero al permanecer ausente de encuentros fundamentales como el de los gobernantes de los 19 países clave en la política internacional, además de la Unión Europea, el presidente López Obrador priva a México de la posibilidad de explicar y defender nuestros intereses nacionales en ese privilegiado foro.
Intolerancia o soberbia, reticencia a la confrontación con otros puntos de vista o simple recelo a quienes tienen opiniones o intereses distintos a los suyos, los motivos del presidente López Obrador, cualesquiera que sean, son lesivos para el país y antes que nada para las posiciones que él mismo promueve. Con ese ensimismamiento la presencia internacional de México se envuelve en un caparazón provinciano, distante y distinto del liderazgo global que tendría que afianzar.
Con tal comportamiento el presidente es rehén de sus palabras y, también, de sus silencios. Las omisiones en el intercambio internacional pesan tanto, o más, que las posturas expresas. México nunca ha necesitado tanto del respaldo y las alianzas globales como ahora que enfrentamos la iracunda y arbitraria agresión de Donald Trump. Siempre, pero especialmente ahora, el aislamiento es una forma de suicidio político.
El Presidente, por cierto, nunca es dueño de sus silencios. Cuando deja en el aire una pregunta, la ausencia de respuesta admite varias interpretaciones que salen de su control. No siempre es verdad que el que calla, otorga. Pero en el caso de un gobernante, el mutismo es por sí mismo una definición política. Cuando al presidente López Obrador le preguntan sobre los derechos reproductivos de las mujeres, o acerca de las agresiones de Trump o la posibilidad de que México acepte ser “tercer país” para el refugio de migrantes, la falta de respuesta es ya una contestación. El silencio implica que no ha querido respaldar derechos fundamentales de las mujeres, que quiere dejar pasar los agravios del déspota estadunidense, o que está dispuesto a considerar la aceptación como tercer país para los solicitantes de asilo.
Más claridad, menos silencios, diálogo auténtico, menos palabrería y menos ocasiones para el disparate y el desvarío, más hechos y menos bravatas con la cantinela de que tiene otros datos: el presidente, pero también el país, ganarían con todo ello. Dicho sea, como se dice en Palacio, con todo respeto.
Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 17 de junio de 2019, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.