Las escenas son cada vez más frecuentes. Las terminales de aviación y autobuses están distinguiéndose por la presencia de migrantes centroamericanos.
Van en grupos, acompañados por agentes de migración. Los migrantes saben que no hay camino de regreso y en algunos casos están en espera y esperanzados de que las autoridades migratorias de EU revisen su solicitud de asilo.
Es evidente la frustración y el temor que les provoca regresar a sus lugares de origen. Van directos al entorno que dejaron, el cual está cargado de problemas; regresan a su pesadilla original.
En la complicada y siempre transitada terminal dos del AICM, un grupo de 10 menores guatemaltecos esperaba la salida a su país, acompañados por agentes de migración mexicanos.
Los menores habían dejado Guatemala sin consultarle a nadie; en la mayor parte de los casos, sus padres están ausentes. Conversando con algunos de ellos nos decían que lo que querían era encontrarse con sus padres en EU. No sabían con exactitud dónde estaban; pero nos dicen, con mirada propia de la edad, que estando del otro lado, “podemos encontrarlos”.
Los menores, como todos los migrantes, regresan a sus países sin esperanza alguna. No saben dónde están sus padres y lo único que esperan es que en su regreso les ayude el gobierno guatemalteco. Los agentes de migración, nos explican, están obligados a entregarlos en el aeropuerto a una instancia similar al DIF en nuestro país.
Cada menor es la manifestación de historias de carencias y han sido, y son, huérfanos. Salieron de su país con esperanza y van a regresar sin saber qué hacer y, además, inquietantemente frustrados.
Para los agentes de migración mexicanos están ante un trabajo complicado. Tienen que llevar a los menores a su país, a sabiendas de lo que les espera. Uno de ellos nos dice que inevitablemente acaban encariñándose con ellos; “estamos con ellos cerca de 48 horas y en ese tiempo lo terminas por ver como si fueran tus hijos, sin dejar de pensar en los tuyos”.
Entre los menores sólo había una niña. Uno de los agentes se encargó de ella; “nos encariñamos”, nos dice. La menor no sabe nada de sus papás. Decidió ir a EU porque sus amigos le dijeron que seguro ahí los iba a encontrar. El agente nos cuenta que tiene una hija de la misma edad y que no puede dejar de pensar en ella.
La menor guatemalteca está medicada. Los médicos la revisaron en Reynosa y le detectaron desórdenes mentales; presumen esquizofrenia. La niña no puede dormir; vive asustada a sus 9 años. En el tiempo que la pudimos ver, no se separó del agente de migración.
Hay que reconocer e identificar la labor de los agentes de migración. Sin estar bien pagados, hacen un trabajo difícil, que requiere capacidad y también sensibilidad.
En ellos y ellas recae el trato directo con los migrantes. Son quienes los reciben en las estaciones migratorias después de ser detenidos, por más que esta palabra no les guste a algunos. Los migrantes llegan a los centros enojados y frustrados; los agentes buscan la manera de tranquilizarlos, explicándoles qué procede a partir de ese momento.
No es fácil hacérselos ver; están cargados de rabia y escuchan poco. Nada es fácil, y menos sabiendo lo que les espera.
Esto no va a parar. Para Trump, son los migrantes, y ahora ya puso en su lista a las drogas. Estamos, y estaremos, en su mira porque somos una de sus fórmulas para tratar de reelegirse.
Mientras tanto, el drama y el dolor migrante está entre nosotros. Ahora habrá que prepararse ante la nueva amenaza arancelaria llamada drogas y armas; como si nosotros pusiéramos la distribución y el consumo en EU.
RESQUICIOS.
El triunfo mexicano en los Panamericanos de Lima tiene nombre y apellido; la preparación de los atletas. Si se les quiere ver de nuevo en la alta competencia en Tokio hay que seguir haciendo buena parte de lo que se ha hecho. En esto, no empiecen de cero ni le anden echando culpas al neoliberalismo.
Este artículo fue publicado en La Razón el 12 de agosto de 2019, agradecemos a Javier Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.