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“Tengo un tumor. Me operan el lunes”.

El golpe es seco, contundente. Deambulo por los cuatro días que faltan para la cirugía como por un trance narcótico. No la llamo, no respondo a ese mensaje; tan sólo me concentro en transitar la rutina. Así hasta que recibo la notificación: “en una hora se abre espacio para visitas en cuarto. Sólo hoy, mañana no se sabe”.

No lo pienso. Salgo de mi casa en ese instante. Recorro a pie más de la mitad del camino al hospital, situado a varios kilómetros. Atravieso calles y avenidas varias. Luego tomo un autobús. Miro sin mirar el abigarramiento de gente y de comercio informal que me indica que por fin he llegado.

Me anuncio. Su novio sale a mi encuentro y me conduce por donde otros recovecos, los arquitectónicos, acrecientan mi sensación de irrealidad y de sopor.

Llegamos. Ella está recostada, mal envuelta en esa fealdad aséptica que son las batas de hospital. La ventana ofrece la vista de la chimenea humeante y descomunal de una fábrica. Está recién despierta y aún acusa los efectos de la morfina. Su novio me hace entrar en la habitación y le dice:

“Me encontré a este señor afuera del cuarto. Pero no sé quién es ni cómo llegó aquí”.

Ella me mira y sonríe débilmente. A pesar de la medicación me reconoce. Y le digo:

“Me han dicho que es usted una gran bailarina. Y vine a ver si me permite una salsa.”

Ella sonríe de nuevo.

Su novio nos deja solos. Pese a las circunstancias, hablamos. Hablamos durante un buen rato.

“¿Sabes? Deberías escribir un libro con tus sueños”. No respondo nada.

Luego hablamos de todo: el clima, la música, la radio

(“¿Eso es Piazzola? Suena rarísimo.”). Me dice que la operación es lo más difícil que ha hecho nunca. Ya lo creo, le digo, mientras miro de reojo la porción de su muslo que el deslizamiento de la falda revela. Se ve delgadísimo.

Silencio. Quejas, trompicones lingüísticos. Un ligero cambio de posición en la cama que equivale a una proeza.

No hables demasiado, le digo. Ahora es mi turno de hablar: anoche tuve otro sueño. Estaba en el barrio en que viví de niño. Era mediodía. Ni un alma en las calles. Tampoco autos ni la menor traza de basura. El cielo sin nubes era de un azul intenso, casi fluorescente. Y, de pronto, una avioneta cruzó el cielo mientras lanzaba miles de volantes blancos hacia las calles vacías. Me quedé inmóvil por un rato y de alguna manera supe que era Jueves Santo. Entonces tomé uno de los volantes y lo leí. No recuerdo nada salvo la última frase: “Así que está usted muy invitado a irse a chingar a su madre.” Lo deseché. Me entró un calor súbito e insoportable y comencé a caminar en busca de agua. Caminé y caminé hasta encontraruna cabaña de madera. El paisaje había cambiado sin que yo lo notara y se había transformado en un bosque. Del interior de la cabaña se filtraba el sonido de un saxofón. Me acerqué cautelosamente y descubrí que quien lo tocaba era Santa Claus sentado en una mecedora en el porche. Parecía sucio, la ropa raída, el rostro manchado de grasa, los dedos aceitosos. Qué quieres, dijo con hastío. Agua, le contesté. Me miró durante unos instantes y dijo: ¿Sabes? Tu problema es que eres demasiado duro, muchacho. Demasiado duro. Y luego volvió a tocar el saxofón y yo lo veía tocar en silencio y con una sensación de desconcierto. Y entonces en algún momento me desperté.

Ella me dice: “¿Lo ves? Deberías escribir el libro. Escribe el libro.”

Me doy cuenta de que es momento de marcharse. Hay más gente que quiere subir a verla. Se lo digo. Ella me toma de la mano y me dice:

“Tal vez deberías irte a África”.

Su novio me acompaña a la salida. Me dice que la mejoría es lenta pero evidente. Eso me alegra. Nos despedimos en la puerta del hospital y yo vuelvo a la calle.

Afuera pululan los vendedores ambulantes, los puestos informales de alimentos, gente que habla a gritos en sus celulares, niños que lloran mientras se dejan arrastrar por sus padres a lo largo de las banquetas llenas de agujeros. Olvido dónde estoy y me siento transportado a un suburbio de Calcuta o de Hong Kong. Me escala una sensación de malestar. Me detengo. Enciendo un cigarro y apoyo mi espalda contra una pared. Pienso en que tal vez sí debería irme a África. Y en que Santa Claus tiene razón.

Termino el cigarro. Oteo el horizonte: todo se ha tornado de un gris viscoso e impersonal. El camino de regreso a casa ha de ser largo.

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