En un ámbito donde todos quieren ser singulares, Nacho Toscano vivió para los demás. Hizo estudios de arquitectura y antropología, pero se dedicó a la promoción cultural. En Bellas Artes, que llamaba con cariño “El Teatro Blanquito”, dirigió la Ópera y fue subdirector y director general. Ajeno a las ambiciones políticas y los dobleces de la grilla, apoyó a los artistas sin reclamar créditos para sí mismo.
Lo conocí en 1977, en el campus de la UAM-Iztapalapa, donde no habían crecido los árboles y donde él era jefe de Actividades Culturales. Entonces yo vivía con discos de rock bajo el brazo. Nos topamos en la explanada de la universidad; Nacho no era afecto al heavy metal, pero trabamos conversación y supe que entendía la cultura como una forma del afecto. Su popularidad entre los alumnos tenía que ver con los novedosos conciertos que programaba en el Teatro del Fuego Nuevo y los carteles del cine-club diseñados por Rafael López Castro (tan atractivos que fallaban como publicidad porque los desprendíamos para coleccionarlos), pero sobre todo con su capacidad para asimilar propuestas ajenas y convencernos de que todo lo hacíamos entre todos. Cuando terminé la carrera, era coordinador de Extensión Universitaria y me ofreció trabajar en Actividades Culturales, junto a Francisco Hinojosa, que dirigía Publicaciones. Algo le quedaba a Nacho de su paso por arquitectura porque aplicaba uno de los lemas de Le Nôtre, el diseñador de jardines de Luis XIV: “El caos está permitido, siempre y cuando se ajuste al presupuesto”. Aceptaba nuestras ideas como formas tolerables de la locura, incluido un concurso de jazz con polémica final en la Sala Nezahualcóyotl. Javier Hinojosa y Gerardo Suter prepararon una antología de nuevos fotógrafos mexicanos. El rector, que venía de las ciencias duras, exclamó ante el presupuesto: “¡Cuesta lo mismo que un estroboscopio!”. Nacho lo persuadió de que la fotografía bien vale un estroboscopio.
Capaz de convencer a los otros, asumía su trabajo como un aprendizaje. Oía lo que no le interesaba con el deseo de que le pareciera útil. En abril de 1981 le pedí que nos reuniéramos en el Salón Verde de la UAM para ver el regreso a la tierra del Transbordador Espacial Columbia. Accedió con la serena resignación de quien respeta la aeronáutica porque sabe que sus colaboradores están en la luna.
Desde la UAM, apoyó la ya histórica revista Pauta, dirigida por el compositor Mario Lavista, y al grupo de música contemporánea Da Capo. En Bellas Artes, comisionó óperas a Daniel Catán, Federico Ibarra y el propio Mario Lavista. En 1986, Werner Schroeter, que había inquietado el nuevo cine alemán, vino a México a montar Salomé, de Richard Strauss. Se esperaba una muy provocadora Danza de los Siete Velos. El succès de scandale podía llevar a la remoción del director de la Ópera. Nacho afrontó los riesgos sin perder la sonrisa. Para satisfacer las exigencias de Schroeter, consiguió un camello a precio de bicicleta.
En sus últimos años, se dedicó al festival y a los cursos de perfeccionamiento musical de Instrumenta Oaxaca, contribuyendo a que esa ciudad se convirtiera en un bastión de las artes.
Sus amigos le debemos infinitas muestras de hospitalidad, incluida la de pedirle asilo por quebrantos sentimentales (su departamento llegó a ser conocido como la Casa de los Corazones Destrozados). Esta capacidad de rescate se extendió a una de las más complejas actividades humanas: el baile, que dominaba con personal estilo. Una y mil veces nos salvó de hacer el ridículo o aburrir a nuestras parejas por no saber bailar.
En una de nuestras primeras conversaciones me habló de una enfermedad. Practicaba el buceo, un río subterráneo lo llevó a una gruta en la que respiró guano y sufrió una toxoplasmosis. Sabía que yo había querido ser médico. Como hasta en eso era generoso, me hablaba de sus enfermedades como si yo pudiera aliviarlas. Ante la última sólo dijo: “es una chinga”. No le escuché otra queja en más de cuarenta años. Gracias a Claudia Walls, su ángel de la guarda en Nutrición, lo pude visitar hace unos días. Su situación era muy grave. Inmerso en el dolor, pedía las cosas mínimas que piden los enfermos. Sólo entonces lo vi solicitar algo para sí mismo.
“Acuérdate de mí”, dice el fantasma del padre de Hamlet. Nacho Toscano no tuvo que decirlo.
Donde haya música, volverá a bailar.
Este artículo fue publicado en Reforma el 10 de enero de 2020, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.