En el país Neanderthal

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Primero la transición a la democracia. Luego las reformas estructurales. Dos faenas distintas pero una sola fe en las maniobras trascendentes. Con un sistema político abierto México se convertiría en un país libre. Con los nuevos encuadres legales, sueltos ya todos los lastres corporativos y proteccionistas, México se convertiría en un país próspero. El país bárbaro quedaría en el pasado mediante el nuevo arbitraje patrocinado por esas transformaciones de fondo. Al fin remontaríamos la Era Neanderthal y andaríamos por el mundo, ora sí, como auténticos contemporáneos de todos los hombres. La meta era ajustar el reloj mexicano. Llegar a tiempo, de una vez por todas -¡oh, Cronos desfavorable y traicionero!-, al banquete de la civilización. Y así obramos. No sin vacilaciones y tropiezos procedimos de acuerdo al guion. Logramos que el sistema de partido único cediera el paso a un sistema de varios partidos. Con la reforma energética cayó el último mito que mantenía enclaustrada la economía mexicana. ¿Y qué tenemos ante nosotros? El mismo país Neanderthal de siempre. El mismo, pero un poco más violento.


¿La violencia e inseguridad en las calles prueba que nos equivocamos? Sólo si no pensamos con claridad. Los cambios políticos y económicos que hemos urdido durante las últimas décadas van en la dirección adecuada. Requieren mejoras y matices vitales, pero no existen razones para echarlos por la borda. El sistema político abierto y competitivo sigue teniendo ventajas considerables sobre el régimen cerrado y de partido único. A despecho de los impulsos proteccionistas y xenofóbicos que auspiciaron el Brexit y a Trump, las alternativas posibles al libre comercio mundial resultan peores que el libre comercio mundial. La globalización orquestada por los mercados abiertos ha profundizado la desigualdad. Su dinámica acelerada y brutal ha hecho más fuertes a los fuertes y más débiles a los débiles. Por regla general los ricos han emergido más ricos de su vorágine y los pobres han amanecido más pobres. Urgen mecanismos compensatorios que favorezcan la equidad. Ya se vio: si no se imaginan e instrumentan medidas que ofrezcan un sitio para todos, los excluidos de la fiesta cerrarán el changarro a los que siempre salen ganando en ella.


Lo dicho: los cambios que hemos introducido en México durante las últimas décadas nos ubican en la dirección correcta. Demandan mejoras y matices importantes, pero nos colocan en el menos malo de los caminos posibles. La expansión de la violencia e inseguridad se encuentra asociada a la corrupción y la impunidad endémicas antes que a la apertura política y comercial. Cierto: muchos creímos que la corrupción y la impunidad se reducirían en automático con un régimen de competencia política. Pero no ha sido así. Muchos políticos panistas, perredistas y de otros partidos han demostrado ser tan corruptos como los priistas. Pero la gente los castiga en las urnas por igual. Luego se escapan y vuelven a poner en evidencia la ineficacia de la procuración de justicia que se estila en el país, pero a despecho de la impunidad los ciudadanos no premian con su voto a los políticos corruptos.


Por el contrario. Por eso ahora los políticos de todos los colores traen en la boca un discurso de anticorrupción. Son discursos que nadie cree, pero cuando llega la hora de acudir a las urnas ningún ciudadano medianamente consciente respalda al partido del presidente municipal, gobernador o presidente de la república que sobresalió por su corrupción y arbitrariedad. De modo que el sistema de competencia partidista funciona. No gracias al espíritu de servicio de los políticos profesionales, sino por el voto del ciudadano que, no por sentirse defraudado, ha renunciado a votar, pero funciona. La salud pública se introduce a través del sistema de competencia política en forma lenta y anticlimática, pero a fin de cuentas se introduce en él. Con y sin albur. Calma. Recobremos la seriedad: ¿sería mejor que nos entregáramos a una radicalización sin alternativas o nos abandonáramos a una indiferencia cínica o, algo más común, inconsciente de sí misma?


Sea con seriedad o sin ella, nos hayamos beneficiado gozosamente de lo que se introduce o nos espantemos ante la posibilidad de que nos introduzcan algo, cualquier cosa, resulta obvio que la transición a la democracia y la apertura económica no nos han trasladado al primer mundo. El subdesarrollo nos apremia con bárbaros niveles de violencia e inseguridad, que se suman a nuestros históricos y bárbaros niveles de inequidad social. Nuestra era Neanderthal no ha concluido. Vivimos en su cogollo, pero no por obra de las transformaciones esenciales que hemos introducido en las últimas décadas, sino a pesar de ellas. En México tenemos futuro, aunque mucha gente de fuera y dentro crea que no. Nuestra capacidad de sostener el buen humor en la adversidad está para demostrarlo.

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