El presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que el próximo lunes dará a conocer el plan de infraestructura para impulsar la inversión en nuestro país, con el claro propósito de reactivar la economía mexicana. Aún no se conoce el número de proyectos ni el monto que representarán ni sus alcances, pero conociendo lo que ya ocurrió con el plan anunciado en noviembre de 2019 y con otros anuncios en materia económica de la actual administración, no deberíamos tener grandes expectativas.
Cuando hablo de mis dudas basado en el plan de 2019, lo digo porque simplemente no tuvo mayor impacto en el desempeño económico de nuestro país, en buena parte por el problema de la pandemia —que no se puede negar—, pero también porque desde que se anunció fue notorio que, más que un ejercicio serio de planeación y de concertación para el impulso de proyectos, se trató en realidad de un inventario de proyectos que diversas empresas ya traían en sus planes y de buenos deseos por parte de los funcionarios que intervinieron en la elaboración de aquel plan.
El presidente adelantó que habrá proyectos de los sectores energético y de comunicaciones, en los que se supone habrá inversión privada y pública. La cuestión que me hace ser aún más escéptico respecto que respecto al plan del año pasado es que, por más esfuerzos que hagan para anunciar proyectos en el ramo energético, las señales que el gobierno federal se ha encargado de enviar de manera reiterada a los inversionistas del sector hacen pensar que cualquier proyecto de inversión del sector privado en energía estará impregnado de la incertidumbre que se ha encargado de consolidar el equipo del presidente, tanto por lo que hace al ramo eléctrico como al de hidrocarburos.
Por lo anterior, cualquier anuncio grandilocuente de proyectos y montos carecerá de credibilidad porque no hay duda de que si algo hemos aprendido en estos 23 meses de gobierno es su tentación a repudiar las reglas establecidas, a descarrilar el marco legal y regulatorio que buscaba impulsar la presencia de inversionistas del sector privado en esas dos ramas y a pretender hacerle creer a los mexicanos que Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad solas, sin la colaboración del sector privado en la compartición de riesgos, pueden con el desafío energético de México para los próximos 10 o 20 años.
En cuanto al sector telecomunicaciones, ¿cómo podría ser creíble que los operadores estarán dispuestos a incrementar los montos de inversión para construir más infraestructura o modernizar la existente, cuando el segmento móvil enfrenta la absurda e irracional pretensión de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público de incrementar de manera sustancial las cuotas que los operadores de servicios móviles que tienen concesionadas bandas de frecuencias del espectro radioeléctrico deben pagar por el uso o explotación de este bien del dominio público? Se trata de un incremento significativo en sus costos, lo que no estaba en su horizonte de planeación y que, sin duda, afectará los montos que podrán invertir en infraestructura.
Así que mucha coherencia entre lo que se anunciará y las propuestas que hace el Ejecutivo en el Congreso no hay. De esta forma, cualquier anuncio de inversiones que esté muy por encima de lo que los operadores móviles han invertido en promedio en México en los últimos años —que, por cierto, el Instituto Federal de Telecomunicaciones advierte que sigue con una tendencia a la baja— estará lamentablemente afectado en credibilidad para su realización.
Para concluir y poner en contexto el nuevo plan que será anunciado resulta conveniente recordar cuál fue uno de los principales compromisos que asumió el gobierno de López Obrador en la presentación del plan de infraestructura de 2019. En la página 3 de ese acuerdo se comprometió a “construir un ambiente propicio a través de los siguientes elementos: a) reglas y mensajes claros que generen confianza y estabilidad para invertir; b) Estado de derecho fuerte y eficaz; c) estabilidad macroeconómica; d) eliminación de las barreras que con frecuencia impiden la realización de proyectos de inversión, con estricto apego al marco jurídico”.
A simple vista podemos señalar que ninguna de esas premisas se cumplió. No es necesario sumergirnos en una gran discusión para discernir el grado de cumplimiento de las mismas: es evidente que el gobierno no hizo un esfuerzo serio para cumplir con ellas y, por tanto, con su compromiso principal de generar un ambiente propicio para la inversión.
No extraña, pues, que el anuncio del lunes de antemano carezca de la credibilidad que debería acompañar a un evento económico como este. Esa falta de contundencia para que los inversionistas confíen plenamente en lo que el gobierno anuncia es lo que tiene al índice de inversión fija bruta en un nivel similar al que se registraba entre octubre y noviembre de 2004, hace 16 años. Previo a que se desatara la crisis provocada por la pandemia de Covid-19, este índice ya se encontraba en su peor nivel desde mayo de 2011.
La pandemia es un gran pretexto o una gran encubridora de lo deficiente que ha sido el gobierno federal para tratar con la inversión privada pero, como lo he dicho en otros momentos, sólo ha acentuado un problema que ya estaba ahí, así que nadie se haga el sorprendido o el engañado, menos a estas alturas del sexenio.