No exagero al decir que fui feminista desde el kindergarten, antes de que el concepto se conociera en mi familia. Nací en 1942, así es que estamos hablando de la remota antigüedad. Creo que mi rebeldía contra la autoridad masculina se originó en la situación de Panchita, mi madre, a quien su marido abandonó en el Perú con dos niños en pañales y un recién nacido en los brazos. Eso obligó a Panchita a pedir refugio en casa de sus padres en Chile, donde pasé los primeros años de mi infancia. La casa de mis abuelos, en el barrio Providencia de Santiago, que entonces era residencial y hoy es un laberinto de comercios y oficinas, era grande y fea, una monstruosidad de cemento, habitaciones de techos altos, corrientes de aire, hollín de estufas de queroseno en las paredes, pesados cortinajes de felpa roja, muebles españoles hechos para durar un siglo, retratos horrendos de parientes muertos y pilas de libros polvorientos. El frente de la casa era señorial. A la sala, la biblioteca y el comedor alguien había procurado darles un sello de elegancia, pero se usaban muy poco. El resto de la casa era el reino desordenado de mi abuela, los niños (mis dos hermanos y yo), las empleadas domésticas, dos o tres perros sin raza discernible y gatos medio salvajes que se reproducían incontrolablemente detrás de la nevera; la cocinera ahogaba a las crías en un balde en el patio.
La alegría y la luz de esa casa se esfumaron con la muerte prematura de mi abuela. Recuerdo mi infancia como una época de temor y oscuridad. ¿Qué temía? Que mi madre se muriera y fuéramos a dar a un orfelinato, que me robaran los gitanos, que se apareciera el Diablo en los espejos, bueno, para qué sigo. Agradezco esa infancia infeliz porque me dio material para la escritura. No sé cómo se las arreglan los novelistas que tuvieron una infancia amable en un hogar normal.
A muy temprana edad me di cuenta de que mi madre estaba en desventaja con respecto a los hombres de la familia. Se había casado contra la voluntad de sus padres, había fracasado, tal como le habían advertido, y había anulado su matrimonio, única salida disponible en ese país donde no se legalizó el divorcio hasta el año 2004. No estaba preparada para trabajar, no tenía dinero ni libertad y era el blanco de malas lenguas, porque además de estar separada del marido, era joven, bonita y coqueta.
Mi enojo contra el machismo comenzó en esos años de la infancia al ver a mi madre y a las empleadas de la casa como víctimas, subordinadas, sin recursos y sin voz, la primera por haber desafiado las convenciones y las otras por ser pobres. Por supuesto que nada de eso lo entendía entonces, esta explicación la formulé a los cincuenta años en terapia, pero aunque no pudiera razonar, los sentimientos de frustración eran tan poderosos que me marcaron para siempre con una obsesión por la justicia y un rechazo visceral al machismo. Este resentimiento era aberrante en mi familia, que se consideraba intelectual y moderna, pero de acuerdo a los patrones de ahora, era francamente paleolítica.
Panchita consultó a más de un médico para averiguar qué me pasaba, tal vez su hija sufría de cólicos o tenía la lombriz solitaria. Mi carácter obstinado y desafiante, que en mis hermanos se aprobaba como condición esencial de la masculinidad, en mí era una patología. ¿No es casi siempre así? A las niñas se les niega el derecho a enojarse y patalear. Existían psicólogos en Chile, tal vez incluso psicólogos infantiles, pero ese recurso en aquella época dominada por los tabúes se reservaba para los locos incurables y en mi familia ni siquiera en esos casos; nuestros lunáticos se soportaban en privado no más. Mi madre me rogaba que fuera más discreta. “No sé de dónde has sacado esas ideas, vas a adquirir fama de marimacho”, me dijo una vez, sin aclarar el significado de esa palabreja. Tenía razón al preocuparse. A los seis años me habían expulsado de las monjas alemanas por insubordinada, como un preludio a lo que sería mi futura trayectoria. Se me ocurre que la verdadera razón fue que Panchita era legalmente madre soltera de tres niños. Eso no debiera haber escandalizado a las monjas, porque la mayoría de los niños en Chile nacen fuera del matrimonio, pero no era el caso en la clase social a la que pertenecían las alumnas de ese colegio.
Durante décadas pensé en mi madre como una víctima, pero he aprendido que la definición de víctima es alguien que carece de control y poder sobre sus circunstancias y creo que ese no era su caso. Es cierto que mi madre parecía atrapada, vulnerable, a veces desesperada, pero su situación cambió más tarde, cuando se juntó con mi padrastro y empezaron a viajar. Podría haber bregado para tener más independencia, hacer la vida que deseaba y desarrollar su enorme potencial, en vez de someterse, pero mi opinión no cuenta, porque pertenezco a la generación del feminismo y tuve oportunidades que ella no tuvo.
Otra de las cosas que aprendí a los cincuenta años en terapia es que seguramente la falta de padre en mi infancia también contribuyó a mi rebeldía. Me tomó mucho tiempo aceptar al tío Ramón, como llamé siempre al hombre con quien Panchita se juntó cuando yo tenía alrededor de once años, y comprender que no podría haber tenido un padre mejor que él. Me di cuenta de eso cuando nació mi hija Paula y él cayó fulminado de amor por ella (el sentimiento fue mutuo) y vi por primera vez el lado tierno, sentimental y juguetón de ese padrastro a quien le había declarado la guerra. Pasé la adolescencia detestándolo y cuestionando su autoridad, pero como era un optimista invencible, ni cuenta se dio. Según él, yo siempre fui una hija ejemplar. El tío Ramón tenía tan mala memoria para lo negativo, que en su vejez me llamaba Angélica —mi segundo nombre— y me decía que durmiera de lado para no aplastar mis alas. Lo repitió hasta el final de sus días, cuando la demencia y el cansancio de vivir lo habían reducido a una sombra de quien fue.
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