Para alguien como yo, que estudia las relaciones internacionales, la mención a un nuevo orden resulta poco menos que frustrante. Cuando, por ejemplo, en 1974, en la sexta Asamblea Especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se acuñó el concepto de nuevo orden económico internacional, se buscaba empoderar las peticiones que los países en desarrollo formulaban a los más prósperos para que la economía internacional repartiera sus beneficios de manera menos desigual. Décadas más tarde, George Bush padre, a la sazón presidente de Estados Unidos, se dirigió a finales de 1990 al Congreso de su país anunciando un nuevo orden en el que la casi difunta URSS cooperaría con Washington, quien, a partir de ese momento, se erigiría prácticamente en el vencedor de la Guerra Fría y podía apoyar la democratización en el planeta, el respeto a los derechos humanos y un liderazgo casi incuestionable que hacía del país, lo que pasaría a ser una suerte de “potencia solitaria” en la posguerra fría. Aquí el nuevo orden de Bush implicaba, sí, un cambio: Estados Unidos dejaba de tener antagonista y ahora podría hacer las cosas, presumiblemente a su antojo y sin contrapesos.
Sin embargo y como es sabido, tanto el nuevo orden económico internacional anunciado en 1974, como el nuevo orden de Bush de 1990, jamás se materializaron. Hoy los países en desarrollo siguen pugnando por mejores términos de intercambio, por revertir el proteccionismo comercial y por acceder a la cooperación para el desarrollo que confían les brinden las naciones más prósperas. En cuanto hace a Estados Unidos, su pretensión de ser, como anunciaba William Clinton no bien lograda su victoria en los comicios presidenciales de 1992, “la única nación indispensable”, se vino abajo junto con las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York, con motivo de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 que también incluyeron a Washington D. C. y Pensilvania.
En este sentido, al menos desde la óptica de las relaciones internacionales, la mención a un nuevo orden resulta poco afortunada, una utopía y remite a un escenario poco plausible, casi irreal. De ahí que, al menos para mí, el título de la película más reciente de Michel Franco, Nuevo Orden, generara curiosidad respecto al tipo de orden a que el laureado cineasta apostaba.
A continuación, hago un aviso de spoiler: Nuevo Orden está ambientado en México en el momento actual. Remite a la polarización entre los marginados y los más ricos. Denuncia el despilfarro y la corrupción materializados en una familia acaudalada y políticamente muy influyente, que reside en el Pedregal de San Ángel en la Ciudad de México. La familia celebra la boda del hijo de familia, Alan (Darío Yazbek Bernal) con Marian (Naian González Norvind) cuando en plena fiesta irrumpen los marginados de la ciudad a la residencia, ayudados por el personal de servicio de la familia. Mientras esto sucede, se revela en los medios que hay motines en toda la Ciudad de México y que son replicados en diversos estados del país. Al poco tiempo, el Ejército establece un nuevo orden al decretar el toque de queda, asesina a los marginados sin miramientos y secuestra a personas de sectores acaudalados, a las que ultraja y mantiene en confinamiento mientras pide rescates millonarios a los familiares. Entre los secuestrados figura Marian, por quien solicitan recompensas tanto quienes la retienen en confinamiento, como quienes la llevaron al lugar. A medida que transcurre la historia se muestra a varios de los retenidos por los militares, a quienes supuestamente liberarán luego de que sus familiares paguen el rescate respectivo, aunque terminan asesinándolos. La película cierra con la imagen de un general del Ejército, acompañado del Presidente de la República y el padre de la familia acaudalada, quienes atestiguan la ejecución, en la horca, de los desposeídos que participaron en la revuelta, mientras se escucha a una banda de guerra a la par que se muestra a la bandera nacional.
Nuevo Orden es una película incómoda, tanto para el espectador como para el propio Franco. La denuncia de la polarización entre ricos y pobres que existe en el país la usa para sugerir que estos últimos son simples conejillos de indias de los cuerpos castrenses. ¿Qué reivindican los desposeídos más allá de incursionar en los hogares de los ricos, matarlos, golpearlos, robarlos y hacer desmanes? Eso lo deja el director a la imaginación del espectador. A los pobres los manipulan los militares para generar desorden e ingobernabilidad. Al seguir aquello de “a río revuelto, ganancia de pescadores”, los cuerpos castrenses aprovechan la crisis para secuestrar a miembros de las clases pudientes —más que para cobrar rescates a los familiares para su liberación, para mostrar a los “civiles influyentes” quién manda ahora. En una secuencia Daniel (Diego Boneta), hermano de Alan, acude con las autoridades para solicitar su ayuda y rescatar a Marian. Tras ello se muestra que los encargados de la seguridad del país tienen perfectamente identificado el lugar en que se encuentra Marian, a quien liberan para, a continuación, asesinarla. Esto, de nuevo, como una señal de que, a menos que las clases pudientes apoyen el golpe de Estado, correrán la misma suerte.
Hay varios aspectos que me llaman la atención de la propuesta de Franco en su Nuevo Orden. Para empezar, la manera en que se muestra al Ejército plantea una irracionalidad brutal. Es como Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons, con la diferencia de que ahora los milicos no son enviados por los civiles sino que aquellos toman las riendas del país y subordinan a los segundos. Aquí los militares son presentados como bandoleros uniformados que asesinan sin miramientos tanto a quienes encuentran en las calles tras el toque de queda, como a quienes mantienen secuestrados. Son rufianes, violadores, abusivos, sátrapas. Poco favor le hace Franco a las fuerzas armadas mexicanas al ignorar su evolución y que, pese a abusos que han llevado a que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos emita diversas recomendaciones a la luz de incidentes que han encabezado, son, entre las instituciones existentes, las que tienen mayor credibilidad y reconocimiento de parte de la sociedad en el momento actual.
En Nuevo Orden no hay mención a la policía en absoluto, como tampoco a los marinos —es muy interesante que en las narrativas sobre el autoritarismo en el país omitirse a la Armada, quizá porque se pierde de vista que es una corporación, a diferencia de la mayor parte de los países, independiente de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Todo se centra en soldados corruptos que cometen cualquier cantidad de atropellos contra la población sin importar si son ricos o pobres. No hay ninguna reivindicación en la película a favor de los que menos tienen, que son quienes encabezan las revueltas, y que al final de la película son ahorcados, lo que muestra un retroceso político descomunal de la mano de Franco, quien parece olvidar que la pena de muerte en el país fue abolida oficialmente el 9 de diciembre de 2005 durante el gobierno de Vicente Fox y fue erradicada paulatina y previamente en los estados a partir de 1924.
La película, aunque filmada hace dos años, llega a los cines mexicanos en plena pandemia y, de manera irremediable, con salas de cine semivacías como parte de las medidas de la mal llamada “nueva normalidad”. Personalmente disfruto acudir al cine porque para mí no es lo mismo ver en la televisión, mucho menos en una tableta o celular, una producción. El cine tiene una razón de ser y por eso ha sobrevivido pese a todos los malos augurios que las plataformas de streaming le anticipaban. Lo comento porque asistir al cine en las condiciones actuales —trátese del consorcio conocido como la magia del cine o de su competidor la capital del cine— implica pasar controles de seguridad semejantes a los de un hospital, lo que, quiérase o no, genera cierta ansiedad. Si a ello se suma una película cuya narrativa pretende insinuar que no hay esperanza y que lo ahí presentado efectivamente puede ocurrir, entonces la experiencia puede ser poco grata. “Es una ficción necesaria”, insistirán muchos. Pero, a diferencia del nuevo orden económico internacional de 1974 o del nuevo orden de Bush de 1990, Franco sí presenta transformaciones al statu quo si bien en un sentido regresivo.
No faltarán quienes acusen que el margen de maniobra de que disponen las fuerzas armadas en el actual gobierno —por ejemplo, y hablando de la Sedena, que se ha convertido en el mayor arquitecto de las grandes obras de infraestructura de la presente administración— vaticina una suerte de involución al autoritarismo, máxime luego del incidente que se generó con Estados Unidos en torno al general Salvador Cienfuegos. Para quienes así lo perciben, la propuesta de Franco podría parecer viable. Con todo, los mexicanos no son esos seres irracionales, indefensos, descerebrados y manipulables que el cineasta muestra en su producción. Cierto, los hay marginados, faltos de oportunidades, educación, empleo, etcétera. Pero hay también muchos millones de mexicanos deseosos de trabajar, de apoyar a sus familias, de estudiar y de construir un mejor país, y esos simplemente no aparecen en Nuevo Orden, lo cual, para decirlo pronto, es una omisión hasta de mal gusto.
El gorilismo castrense que tantas penurias ha provocado históricamente en América Latina ha tenido que ceder espacio ante la democracia. Pretender que se puede retroceder a escenarios que en México fueron desmantelados hace ya mucho tiempo —como resultado de la Revolución mexicana— es un insulto a la razón y nuevamente muestra un profundo desconocimiento sobre la sociedad mexicana y sus instituciones. Si acaso, la propuesta de Franco funciona a duras penas como una distopía y eso ya es mucho decir. Así que quienes deseen ver Nuevo Orden háganlo bajo su propio riesgo —y no me refiero solamente a la mal llamada nueva normalidad.