Todo lo que se dice de Maradona, oigan! Que sus humildes orígenes lo marcaron de por vida, que su personalidad no pudo resistir los embates del éxito, que nunca pudo dominar sus impulsos, que (muy) en el fondo era un individuo de buena cepa, que fue una víctima de las circunstancias, que su genialidad futbolística lo sobrepasó a él mismo, que sus rasgos adictivos determinaron irremediablemente su suerte…
Y sí, todo eso. O, mucho de eso. Ya con la mera declaración de que “la mano de Dios” anotó un gol antirreglamentario en el Mundial de 1986 habíamos advertido la descomunal soberbia del hombre. Luego admitió que había sido su propia extremidad –y de manera intencional, encima—la que le ayudó a vencer a Peter Shilton, el guardameta inglés, en aquel decisivo partido de cuartos de final disputado en el Estadio Azteca ante 100 mil espectadores.
“¡Qué mano de Dios, fue la mano de Diego! Y fue como robarles la billetera a los ingleses también”. O sea, que no fue una figura ejemplar ni mucho menos. Sideralmente ajeno a la elegancia de un Franz Beckenbauer y carente por completo de las dotes para la diplomacia que ha exhibido Pelé durante décadas enteras, Maradona es más bien un paradigma de zafiedad y un heraldo de ese resentimiento que tan oportunamente alimenta el victimismo latinoamericano: perpetuo agraviado, no es de extrañar entonces que se haya alineado ardorosamente con los caudillos populistas de este hemisferio y que, desentendiéndose del sufrimiento que Nicolás Maduro le ha infligido a la población de un país entero, haya expresado su entera adhesión a tan nefario sujeto.
Muchos de quienes intentan explicar los entresijos de su figura establecen una suerte de dicotomía entre “Diego” y “Maradona” como si su persona estuviera escindida en dos partes tan irreconciliables como ajenas e independientes una de la otra. En lo personal, no termino de descifrar cuál de los dos individuos es el que porta el nombre y cuál es el que lleva el apellido. Es decir, no puedo asociar al genio futbolístico a uno de los apelativos e ignorar que el otro representa, al mismo tiempo, a un hombre fundamentalmente vulgar, agresivo e indecoroso.
Lo mejor del personaje fue, justamente, su deslumbrante juego en la cancha. De lo otro es preferible no hablar.
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