La semana pasada compartí una caricatura échaleganista en Twitter, consciente de que era una provocación. Los usual suspects no tardaron en salir a vaciar sus estadísticas y recordarme que para la mayoría de los pobrecitos indefensos mexicanitos la vida es bien difícil y a descalificarme diciendo que mis logros se deben a que soy un hombre blanco heteropatriarcal neocolonial falocentrista de la Ciudad de México con la mesa puesta, aunque no sepan nada de mi historia. La clásica anulación tribal e identitaria que es la peor enemiga del individuo libre porque se desentiende de la peculiaridad de cada trayectoria.
La evidencia estadística en México contra el llamado “échaleganismo” es abrumadora. La conozco muy bien. Trabajé seis años en el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), un think-tank dedicado a estudiar la movilidad social en México. Me sé las cifras de memoria: “76 de cada 100 mexicanos que nacen en pobreza no logran superarla en toda su vida.” “Sólo 4 de 100 mexicanos que nacen en el quintil más bajo, logran llegar al más alto.”
El diagnóstico es claro: en México echarle ganas puede no ser –para la mayoría no lo será– suficiente. En pocas palabras: ni todos los pobres lo son por flojos, ni todos los ricos lo son por trabajadores. Muy por el contrario, México es un país donde la cuna puede determinar –estadísticamente lo hace– más que el esfuerzo. Imperan lazos de sangre y compadrazgos sobre méritos. A todas luces una injusticia.
En aquellas épocas también usaba y repetía irreflexivamente las cifras y consignas de los más prominentes desigualdólogos y antiechaleganistas del país; me sumergí en la gran industria académica del resentimiento, esa encargada de victimizar a los pobres y recetarles un redentor limosnero que empareje las injusticias. Sin embargo, poco a poco los reconocí como voceros de la envidia, del jacobinismo y del desagravio; pregoneros del rencor que depositaron su prestigio en un demagogo parroquial como López Obrador, el mayor generador de pobreza del último siglo. Mi desconfianza creció más cuando caí en cuenta de que buena parte de nuestros académicos enemigos del mérito habían logrado estudiar en las más prestigiosas universidades del mundo gracias a su esfuerzo, becados por gobiernos neoliberales, y habían regresado a México a traicionar a la democracia, a las clases medias y a los más pobres.
Me pregunté entonces cómo había sido que los países más avanzados de Occidente –países como Holanda, Reino Unido, Alemania– lograron salir de la pobreza. ¿Tuvieron abundancia por mano de la providencia? Una mirada cercana a la historia revela que son las virtudes de una sociedad y no su entorno las que generan riqueza, es decir, que son las ideas las que propician el bienestar. Esas ideas que florecieron en la Europa del siglo XVI, que Deirdre McCloskey llamó “las virtudes burguesas” y que son las cuatro virtudes clásicas de Atenas (coraje, prudencia, templanza y justicia), aunadas a las tres virtudes cristianas (esperanza, fe y amor). Esas virtudes y valores se traducen, en términos modernos, en arrojo, emprendimiento, esfuerzo, individualismo, inventiva, solidaridad, disciplina, trabajo y cooperación.
La clave es entender que estas ideas preceden a los Estados benefactores europeos, que surgen hasta el siglo XX, de modo que la riqueza primero se crea, y ya luego se puede distribuir. Lo contrario requiere autoritarismo. Así que, sin duda, hay que buscar las mejores formas de brindar oportunidades para todos, pero el orden de los factores es importante: primero es necesario que avancemos culturalmente hacia la creación de riqueza, y eso lo hacen justo quienes son productivos, así partan de lo más profundo, o con alguna ventaja.
Es clarísimo que el “échaleganismo” es una caricatura objetivista de todas las virtudes que producen riqueza en una sociedad; y que el acto per se de echarle ganas puede no garantizar nada para una persona en lo particular. Echarle ganas es sólo una metáfora de la educación sentimental asociada a la creación multisecular de la prosperidad. Defender al échaleganismo es abrazar esa mitología y esa filosofía educativa. Desde luego, los enemigos del échaleganismo prefieren concentrarse en las apabullantes adversidades; viven de inventar víctimas y victimarios, opresores y oprimidos. Prefieren mil veces ver a los pobres como entenados del ogro filantrópico que emancipados por el esfuerzo.
Todas las vidas tienen sus adversidades. Las personas que logran superarlas sirven de ejemplo a su comunidad, son esos 4 de cada 100 que logran transformar su realidad, su historia y la de su familia, personas excepcionales precisamente porque no se resignaron al marasmo de pesimismo y fatalidad que les ofrecen los desigualdólogos del pobrismo, cuya receta es López Obrador. Como sea, echarle más ganas nunca está de más. En una de esas logramos librar el destino manifiesto de los cangrejos en esta gran cubeta que es la mediocridad mexicana.
Que Invictus, de William Ernest Henley, se recite en cada primaria y cada hogar, que esté colgado en cada changarro:
En la noche que me envuelve,
negra, como un pozo insondable,
doy gracias al Dios que fuere
por mi alma inconquistable.
En las garras de las circunstancias
no he gemido, ni llorado.
Bajo los golpes del destino
mi cabeza ensangrentada jamás se ha postrado.
Más allá de este lugar de ira y llantos
acecha la oscuridad con su horror.
Y sin embargo la amenaza de los años me halla,
y me hallará sin temor.
Ya no importa cuan estrecho haya sido el camino
ni cuantos castigos lleve a mi espalda:
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma.