Malos tiempos para la UNAM. Sería ingenuo pensar que la andanada en contra de la institución, desatada desde Palacio Nacional, se quedará en lo anecdótico.
Tan sólo este miércoles, el presidente Andrés Manuel López Obrador se refirió ya a la elección de rector y, aunque no tiene una idea muy clara de cuál es el procedimiento de designación —cree que es un atributo del Consejo Universitario, cuando no es así—, intuye con acierto que desde el poder con que cuenta puede incidir, y de modo importante, en el devenir de la institución.
Los presidentes de la República siempre han intentado influir en la Universidad Nacional con mayor o menor fortuna, pero sus deseos han estado lejos de cumplirse, porque es una comunidad en la que conviven y se enfrentan diversas corrientes e intereses.
Lo que sí se puede hacer desde el poder político, y desde cualquier otro poder, es desestabilizar a la institución. Para ello se han utilizado los más diversos procedimientos, pero uno de relativa eficacia ha sido apoyar y promover las protestas.
Cuando la universidad se moviliza, múltiples jugadores entran al tablero y donde las metas son difusas y pueden beneficiarse quienes menos se lo esperan o debieran.
Y sí, le entran al tema la izquierda y la derecha, pero también sus expresiones más radicales. En 1999 la UNAM enfrentó uno de sus mayores desafíos, porque grupos de estudiantes de ultraizquierda la mantuvieron cerrada por casi un año. Lo que inició como una protesta contra las cuotas, contra reformas al Reglamento General de Pagos, derivó en una degradación política sumamente riesgosa.
Los líderes del Consejo General de Huelga (CGH) tenían una apuesta que nada tenía que ver con la academia y más bien se sustentaba en rencores profundos, alimentados por un discurso fanatizado.
Señalaban que la UNAM estaba alejada del pueblo y que era una institución al servicio de la burguesía, insistían en que se estaba privatizando. Su plan eran las consignas, su horizonte se mostraba tan oscuro como los grupos que los apoyaban.
Lograron la renuncia del rector Francisco Barnés de Castro, pero la Junta de Gobierno designó al entonces secretario de Salud, Juan Ramón de la Fuente.
La misión del rector consistió en recuperar espacios y arropar a una comunidad universitaria que se sentía abandonada a su suerte. Se cambió el discurso y, con paciencia, se fueron diluyendo los apoyos con los que alguna vez contaron los paristas.
Pero aquello sólo terminó con la entrada de la Policía Federal en febrero de 2000, meses antes de la elección presidencial. Un reducto, una estampa de lo que fueron esos meses de control radical, es lo que queda en el Auditorio Che Guevara, donde viven “activistas” que se dedican a la venta de droga al menudeo.