Escucho la palabra “Rusia”, o bien “Unión Soviética”, y en automático lo primero que me viene a la mente es la palabra “genocidio”. Y no es gratis.
Vayamos a la Historia. El resentimiento que existe hacia Moscú en Ucrania tiene profundas raíces históricas, no surgió de manera espontánea. En los años 30 del siglo pasado un aproximado de cuatro millones o más de ucranianos murieron de hambre durante la colectivización forzosa de las granjas ordenada por dictador soviético José Stalin. Ucrania lo llama Holodomor, y así es recordado hasta la fecha. Los ucranianos nunca lo olvidaron y aun después de la desintegración de la URSS los recuerdos de lo que sufrieron a manos del Kremlin alimentan su resentimiento hacia Rusia.
Pero ese genocidio, el Holodomor, es conocido por casi cualquiera que tenga un mínimo de conocimientos de historia. Pero los soviéticos son responsables de otros genocidios, algunos ya casi olvidados, como lo fue el de la granjas de Katyn.
En la novela del escritor italiano Giovanni Guareschi, Pequeño mundo, escrita en los iniciales años 50, en uno de sus capítulos hay una línea que es una pregunta hecha al candidato a alcalde de ese pueblo por parte del Partido Comunista Italiano. El cuestionamiento es: “¿Quién llenó las zanjas de Katyn?”. Obviamente, el candidato comunista afirma que eso eran patrañas del imperialismo en contra de Stalin (en esa época aún estaba vivo).
Ahora bien, lo que en esa época quizá era duda, después de la caída de la URSS y con la desclasificación de algunos archivos y la apertura informativa, la realidad es ya pública. ¿Qué fue lo que pasó en Katyn? Los detalles son los siguientes.
Durante la invasión soviética a Polonia en 1939, unos 14 mil 500 oficiales polacos fueron capturados e internados en tres campos de concentración en la Unión Soviética. Posteriormente, entre abril y mayo de 1940, durante cinco semanas, la NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) estuvo transportando prisioneros polacos desde campos de concentración en Starobielsk, Kozelsk y Ostashkow hacia un lugar en la carretera Smolensk-Vitebsk. La orden directa de Stalin era eliminar a los prisioneros.
Para asegurarse que no hubiera testigos, la policía seleccionó un lugar de un kilómetro cuadrado rodeado de espesa arboleda que se encontraba a dos kilómetros de distancia de la granja más cercana. El camino fue cerrado y se prohibió transitar por las inmediaciones. En ese lugar fueron asesinados 4 mil 143 oficiales polacos. Los cuerpos fueron enterrados en fosas comunes, apilados a razón de unos 500 cadáveres por fosa. Sin embargo, a pesar del cuidado para evitar dejar rastros, los soviéticos cometieron un error: muchos de los cuerpos fueron enterrados sin quitarles sus pertenencias, posiblemente debido a la premura con que se efectuaban las ejecuciones.
Después de la Operación Barbarroja en 1941 y cuando la batalla de Smolensk terminó, la zona quedó en manos alemanas. Luego de la limpieza del bosque y cuando las fuerzas de ocupación tenían totalmente asegurada la zona, no había razones para revisarla nuevamente. Probablemente, nunca se hubieran hallado las fosas que ocultaban el crimen en masa, de no ser por un hecho fortuito que revelaría uno de los crímenes de guerra más sonados del siglo XX.
A comienzos de ese año, una jauría de lobos, que azotaba la zona, era rastreada por un oficial subalterno del Regimiento de Transmisiones 537, estacionado en el Bosque de Katyn en Rusia. En su búsqueda, se tropezó con lo que parecía una parte escarbada del terreno, al lado de una cruz hecha con ramas de árbol. En los alrededores había huesos. Reportó el hallazgo a sus superiores, quienes enviaron una patrulla que incluía al médico de la unidad. Este confirmó que se trataba de huesos humanos. Para identificar los restos, se hicieron investigaciones con personal médico del Grupo de Ejércitos Centro, quienes realizaron excavaciones. Lo que hallaron fue espeluznante: eran enormes fosas con miles de cadáveres apilados, todos con uniformes polacos, con insignias y medallas, pero sin anillos ni relojes.
Después de desenterrar todos los cadáveres y hacerles la autopsia, se contabilizó un total de 4 mil 143 oficiales y profesionales polacos, y se determinó que eran los cadáveres de prisioneros procedentes de campos de concentración soviéticos que, a partir de un traslado, habían sido declarados desaparecidos. Las autoridades polacas que participaron en las investigaciones confirmaron que había suficientes evidencias que determinaban que los soviéticos fueron quienes cometieron el asesinato de todos los militares y civiles.
La guerra avanzó, y cuando la URSS recuperó sus territorios ocupados, inmediatamente volvió a exhumar los cadáveres y emitió informes probatorios de los “verdaderos autores de la masacre”, es decir, las fuerzas armadas alemanas. Para entonces, como se supo más tarde, no había político británico que creyera ni remotamente en la culpabilidad alemana, aunque públicamente manifestaran en descargo de culpa del “aliado” soviético. Incluso durante el juicio de Núremberg se intentó, bajo presión soviética y la indiferencia británica, acusar de culpables a los alemanes.
En 1989, después del colapso de la Unión Soviética, el primer ministro Gorbachov admitió que la NKVD había ejecutado a los polacos y confirmaba la existencia de otros dos lugares más de ejecución similares en los que, siguiendo las órdenes de Stalin, en marzo de 1940 la NKVD había dado muerte a 25 mil 700 polacos, incluyendo a los encontrados en Katyn.
Así actuaba la antigua URSS, y Putin, heredero de sus tradiciones por su paso por la KGB, sigue con esta mentalidad.
Es bueno reconocerlo.