Como advierte Pascal Beltrán del Río, el anuncio que, con supina ignorancia, ha hecho el dirigente del partido en el gobierno, Mario Delgado, de que denunciará penalmente a los 223 diputados que tuvieron la osadía de votar contra la iniciativa presidencial de reforma a la Constitución en materia eléctrica, hace recordar el encarcelamiento de 83 diputados en 1913 por parte del dictador Victoriano Huerta después del derrocamiento y el asesinato del presidente Francisco I. Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez y la desaparición de Belisario Domínguez (Excélsior, 27 de abril).
Alguien debería informarle a Delgado que el artículo 61 constitucional señala que los diputados y los senadores son inviolables por las opiniones que manifiesten en el desempeño de sus cargos, y jamás serán reconvenidos por ellas. Llamar traidores a la patria a quienes no acataron sumisamente el designio presidencial es sencillamente ridículo, “para reírse”, dice Ana María Olabuenaga, pues lo que hicieron es defender nuestra Ley Suprema (Milenio, 25 de abril), pero lo que no resulta de risa es que se pretenda criminalizarlos y se exhiban en la vía pública sus nombres y sus fotografías invitando al pueblo bueno a “fusilarlos pacíficamente”.
El artículo 6o de la Constitución señala las excepciones al derecho a la manifestación de las ideas, una de las cuales es que esa manifestación provoque un delito. Llamar traidores a la patria a los diputados que no se plegaron al designio del Presidente, como incluso el mismo Presidente los ha llamado, e instigar a su “fusilamiento pacífico”, como lo han hecho los dirigentes del partido en el gobierno, ya provocó amenazas contra algunos y a todos ellos los pone en peligro.
Esa sañuda actitud es propia de la Santa Inquisición y de las dictaduras de cualquier signo. Como señala Alonso Rodríguez, “de los pecados que comúnmente suele haber en los hombres, la herejía, con la cual se apartan de la Iglesia, dicen que es el mayor” (Ejercicios de perfección y virtudes cristianas). Incurrían en herejía quienes sostenían opiniones o creencias contrarias a los dogmas y la fe de la Iglesia. El delito imperdonable de los legisladores de la oposición fue el de los herejes: sostener una opinión, que se tradujo en sus votos, contraria a los dogmas y la fe del Presidente.
Los castigos que se imponían a los herejes eran las multas, la confiscación de sus bienes, el sambenito —llevar una túnica burda con una cruz de San Andrés y un gorro en forma de cono llamado capirote como símbolo de humillación— y/o la hoguera. Los líderes del partido del Presidente han condenado a sus colegas disidentes a la pública humillación al animar a quienes quieran escucharlos a fusilarlos simbólicamente escribiendo sobre sus nombres y fotos cuantas ofensas se les ocurran, y anuncian su propósito de que sean encarcelados.
Narra Anne Applebaum: “Desde finales de la década de 1930, Stalin había comenzado a referirse en público a los enemigos de la Unión Soviética en lo que un historiador ha llamado términos ‘higiénico-biológicos’. Los tildaba de alimañas de contaminación, de suciedad que tenía que ‘someterse a una purificación continua’, como las malas hierbas venenosas”. ¿Y quiénes eran esos enemigos? La misma autora lo aclara: “… cualquiera que no fuera comunista era, por definición, sospechoso de ser espía extranjero” (El telón de acero).
Entre nosotros, el legislador que no apruebe, sin quitar una sola coma, las iniciativas del Presidente, es considerado por el oficialismo traidor a la patria. Y a los neoinquisidores no les basta el linchamiento: quieren cárcel para los que osaron contrariar al Presidente. Es que los legisladores incondicionalmente devotos del titular del Poder Ejecutivo aseguran que éste es la encarnación de la nación, del pueblo, de la patria.
Eso sí es para desternillarse de risa.
Este artículo fue publicado en Excélsior el 28 de abril de 2022. Agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.