Desde niño he oído que la crítica es cosa muy buena. También desde entonces oídos y lecturas se me han llenado de llamados, y hasta alabanzas, a la autocrítica. Pero el hecho es que en una sociedad que no es abierta —como la mexicana— hay aversión a la crítica, entre varias razones, porque se la ve como conflicto, no como legítimo debate de posiciones. Hasta los asomos de crítica, es decir aquello que no es halago, es percibido como ataque. Se llega a calificar como perversión el notar errores y deficiencias. Sin embargo, si uno está haciendo crítica —y no relaciones públicas— no dejará de notar debilidades incluso en obras de gente que uno estima y no dejará de apreciar. A su vez, la autocrítica difícilmente puede ser norma entre individuos, por más que suene deseable. Si bien los procesos creativos la ameritan, la autocrítica pública entre los artistas es rara. Pensando en el ámbito mexicano acaso la excepción sea Gabriel Zaid —capaz de depurar su obra poética compartiendo la operación con sus lectores en alguna fase— pero Zaid es excepcional y ejemplar en casi todo.
Quizá la autocrítica no sea para cualquiera, aunque para algunos tendría que ser un deber. Los políticos, por ejemplo, por responsabilidad ante sus conciudadanos habrían de ejercerla a cada paso durante sus puestos y después —particularmente en estados casi fallidos— tendrían que pasar el resto de sus vidas esmerados en la autocrítica, no en la vanagloria que se permiten en comunidades subdesarrolladas. En cambio, en sus pretendidas memorias algún reciente presidente, suponiendo hacer lo contrario, revela no sólo su nulidad intelectual, sino su insignificancia política; por no hablar del encargado mexicano de la pandemia de covid, quien actúa como si ocultara ser un espíritu burocrático, por alguna credencial doctoral y por pronunciar arbitraria y repetidamente el adjetivo “científico”. Los críticos de las artes ni remotamente tienen responsabilidades equiparables, aunque quizá en algo incidan en la generación de significados más allá de las artes. Alguien conocido por pocos, aunque entre ellos muchos sean más que notorios, ¿tiene alguna importancia? No lo sé, quizá no, pero este 16 de octubre se cumplen tres años de la publicación semanal de Dispersiones, esta columna de crítica cultural (acumulando alrededor de 696 cuartillas editoriales). Y como uno de los cuentos que me he creído es el del valor de la crítica, señalo estos tres años con autocrítica de mis críticas.
Persiste un problema de expresión de ciertas valoraciones. El año pasado mencionaba que un poeta me había preguntado cuál era finalmente mi posición sobre un libro de ensayos del que había escrito. Su esposa novelista veía meritorio que no hubiera de mi parte una evaluación flagrante de las obras: era generosa, pues si bien el análisis puede mostrar diversas caras de una obra, también puede haber titubeo en la crítica. Éste sería razonable si atendiera al carácter sofisticado de una creación bajo examen, pero no lo es si es falta de claridad. Quizá haya en esto algo paralelo a la confusión que pueden provocar las afirmaciones políticas. Los acuerdos y desacuerdos parciales no implican adscripción a uno u otro bando, pero requieren elaboración para demostrar que son reflejo de la complejidad observada y no incongruencias. Aunque pase por eso, creo que la vía explicativa no basta para solventar este desarreglo.
El año pasado también aludía a una “civilidad adversarial” y he intentado hacer crítica más combativa. La civilidad me es crucial por muchas razones: creo que es el modo preferible de convivencia, consistente no sólo en corteses modales —que pueden ser máscara de desprecio— sino que es genuina expresión de respeto por los demás. Pero la civilidad no puede ser ambigua: no es rama de la diplomacia. Tampoco garantiza que los creadores no se ofendan. Alguna persona que se conduce como aristócrata del arte cuando destaca sólo en manufactura plebeya, me negó el saludo al encontrarnos, supongo que por criticar una de sus obras fallidas. Así, más que lenguaje simplista o recurrencia expositiva —rasgos que están en oposición a mi idea de la crítica— el asunto, me parece, apunta a la necesidad de presentar una visión de conjunto, lo que se relaciona con otro objeto de autocrítica.
La limitación principal de las columnas de Dispersiones está en una aparente indefinición. La crítica que ejerzo oscila entre el análisis de cuestiones cultures y políticas —por formación académica— y mi idea de las artes como experiencia espiritual. Con esto, como he escrito antes aquí, de manera alguna me refiero a un conjunto —institucionalizado o no— de supersticiones, sino a lo que hoy identificamos como actividad cerebral —y el exocerebro, como diría Roger Bartra— en que probablemente resida lo más distintivo de los humanos y que involucra como elemento central a la imaginación. Sin embargo, es interesante —al menos para mí— que el lenguaje al que recurro tiene tono religioso, pues el tema me lleva a pensar que, como se dice, no es posible servir a dos dioses. Abordar de esta manera el análisis de la cultura toma el riesgo de quedarse corto —lo que es deficiente comparado con las mejores investigaciones— sobre todo si el objetivo es evidenciar la impertinencia de clichés que, por ejemplo, atribuyen el estado de cualquier cosa al capitalismo, con frecuencia en sociedades que distan de contar con tal sistema.
Digo que la oscilación es aparente —o circunscrita a los textos— porque en mi relación con las artes no hay la menor duda: lo cultural y político son dimensiones secundarias e intrascendentes con respecto a su potencial espiritual, aun cuando las obras llegan a tener naturaleza política. El peligro de esas dos facetas del arte es que dan de qué hablar, por eso son materia académica. Pero tanto en revistas especializadas como en Dispersiones pueden degenerar en relleno reiterativo: es indispensable lograr abordar lo político y cultural de forma que algo diluciden desde la originalidad que se arriesgue a equivocarse.
La dificultad de escribir sobre el arte como experiencia espiritual está tanto en el lenguaje requerido para hacerlo como en la vacuidad que no pocas veces está detrás de enfoques de quienes decimos compartir tal perspectiva. Ante esto encuentro necesario escribir —fuera de esta columna— un ensayo sobre mi idea del arte… que para empezar enfrenta también la oscilación, ¿un texto teórico o de poética? La opción virtuosa sería alcanzar una escritura que se nutra de lo académico y que, sin desvirtuar sus aportes ni subordinarse a su lógica, sea pensamiento y escritura libre. Sería insuficiente reaccionar ante este dilema con una ocurrencia —o etiqueta que aspirase a ser vistosa— “poética teórica”, porque podría ser tan tramposa y contraproducente como la revolución institucional en que se formó el autoritario del palacio virreinal. ¿Puedo lograr tal síntesis a plenitud? No lo sé, pero no dejaré de intentarlo.
Que quienes considero los mejores creadores cinematográficos mexicanos —Julián Hernández, Carlos Reygadas y Bruno Varela— valoren mis textos le da sentido al ejercicio de hacer crítica. No porque estén de acuerdo con lo que escribo, por el contrario, en múltiples puntos la divergencia seguramente es plena. Pero como he dicho en esta columna, de eso se trata: el crítico no está para dar dictámenes definitivos —aunque su expresión sea contundente— ni mucho menos para recomendar cómo ocuparse en la ociosidad. La responsabilidad de los críticos es aproximarse a las obras desde alguna idea coherente del arte, para debatir.
Estas entregas no son, ni en estilo ni en intención, interlocución con una sola persona. Podría escribir cartas a artistas de quienes me interesa o disgusta su obra —lo que también es interés, mismo que, salvo que me equivoque, es respetuoso aún en la divergencia— muchas de tales cartas se quedarían sin respuesta, otras serían respondidas con líneas de cortesía, algunas abrirían o continuarían el diálogo. La pregunta es, entonces, ¿para quién escribo Dispersiones? No es cuestión psicológica: de la solución depende, probablemente, el salto intelectual y estilístico al que apuntan estos párrafos.
Busco que los textos de Dispersiones sean un ejercicio de pensamiento ensayístico y otras cosas. Con disposición de observador tuve después entrenamiento etnográfico insuperable —gracias a David Robichaux y Roger Magazine— así como en el significado y práctica de la historia, gracias a Will Fowler, Ernesto Laclau y Quentin Skinner. Por eso trato también de registrar el día a día de las artes: para enlazarlo con procesos locales y globales, con el propósito de generar un panorama que supere tanto las diatribas sin pies ni cabeza como los lugares comunes del elogio. Pero esta práctica puede ser aprovechamiento del género, derivar en retacería de crónica o parecer llana queja. Sobre todo, ¿quién busca leer esto que describo? Quizá nadie o quienes ya leen Dispersiones o muchos que no conozco: lectores que pueden o no llegar. A mí me entusiasma continuar en búsquedas intelectuales, estéticas y estilísticas. Ojalá encuentre caminos en estas —así como en otras— limitaciones y sigan llegando lectores a quienes mis líneas signifiquen algo.